Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 27 de enero de 2021

"¿VENDRÍAS A POR MÍ?"

 


(Antes de nada: Este relato o testimonio o solo palabras, me complacería se leyeran con una música de fondo. Una música que penetre por los oídos, por todos los poros de la piel, y desgarre desde dentro con unos escalofríos, una emoción, como a mí sucede y espero que a vosotros al menos un poco, con esto me conformo. Con solo un poco. Con una canción. La canción que quiero sea “Junior dad”, del álbum Lulu que grabaron juntos, en 2011, Lou Reed y Metallica. La canción que siempre sellará este otoño e invierno de mi vida, este tiempo oscuro de pandemia, la que rotulará un sentimiento o un atisbo de trascendencia o esa imagen verdadera en el espejo donde siempre sonríe el niño que fuimos, aquel “pequeño de papá”, del que todavía su imagen no se desvanece en la decepción de hoy, en la resignación de mañana. Y porque así lo pretendo, me gustaría que quienes lean esta declaración o difícil texto o empeño, también lo hagan y escuchen esta música, importante para mí o para el protagonista de lo que a continuación se narre, pues ya de entenderlo sería como esos milagros a los que, en vez de mirar a otro lado, los cogemos de la mano. Así que, si les place, les espero a que busquen (* o [i]), y pongan, ahora, ya, este “Junior Dad” que comienza a sonar…)

 

 

¡Ummmmmmmmm… mmm!

¡Mmmmmmm! …

 

 

 

Would you come to me

if I was half drowning

An arm above the last wave

 

(¿Vendrías a por mí

si estuviera casi ahogándome?

Con un brazo asomando en la última ola.)

 

 

Un día triste. Un día triste para el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Un recuerdo sin melancolía. Cansado, él. Ayer, no hoy. Hoy, por la tristeza, lo ha recordado. El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía estaba cansado. No era entonces uno de esos cansancios, una de esas tristezas, físicas o mensurables o incluso pasajeras de mediar, precisamente, cualquier y consabido descanso; entre estos un respiro o bastaría con dejar la mente en blanco, o bien con dejarse llevar por otros derroteros no tan grises y quebrados, más sosegados, más amables, y no por los que una afligida metáfora traía en forma y disposición, o en sucesión insegura, como ese brazo que asoma de una ola, de la última ola, angustiado, en un océano de azogue licuado del espejo de los días, a punto de ser engullido por el mar, por el abismo, por unos fechas sin ilusión; o como los itinerarios acabados en unos montones de plazos, en un lecho de cenizas, sepulturas de las ilusiones que terminan siendo imposibles o las que ni siquiera llegaron a intentarse, estas las peores. Un soplo, esperanzador y catártico, eso anhelaba o esperaba, y tanto, en un ápice quizás de la anterior metáfora, o su epílogo por la decisión, la voluntad en forma de un viento interior que soplara decidido en el desierto de pavesas, aquellas, las otras, las que interesan ahora, en el polvo de los incendios extinguidos de la quema, casi siempre inapreciable, casi siempre candente, casi siempre molesta, la de unas ilusiones abandonadas en la rendición de no querer buscarlas, por no codiciar concretarlas, arrancarlas de su sueño o lasitud. La mano que nos coge a punto de morir ahogados, la que vendría a por mí, a por ti, a por él; o un aliento capaz de la hazaña, de provocar una deflagración, una tormenta de favilas para hacer de su confusión, de la ocultación de los detalles, la sorpresa inesperada, afectada por vislumbrar el simple milagro que inadvertido duerme a la espera, esperando, en todas las cosas. El niño que sonríe desde un espejo del ayer donde no existía el tiempo ni la propiedad, para jugar en este instante con una nueva quimera. ¿Vendrías a por mí?

 

Would you come to me

Would you pull me up

Would the effort really hurt you

Is it unfair to ask you

to help pull me up.

 

(¿Vendrías a por mí?

¿Vendrías a sacarme?

¿Tanto daño te haría esforzarte?

Es injusto pedirte

que me ayudes a salir.)

 

 

¡Sácame! No, no era un factor tangible, y por consiguiente pesado, a no ser que las rutinas, o aquellos usos rutinarios, en la exigencia de un suicidio del tiempo, en el pasar de los minutos y las horas para que los días fuesen como ayer y sin temor mañana al cambio, de los que se ignora si provechosos y por tanto felices o anómalos y por ello injustos, dolorosos por su incertidumbre, así lo fueran. Esfuérzate, aunque te duela, aunque me duela. Las rutinas o los usos monótonos, tranquilos y diarios: La escoba que asía con una mano y el recogedor con la otra, el chándal holgado de no salir de casa en siglos y las zapatillas horteras de los chinos, con un paño para el otro polvo en su hombro, otro distinto, amarillo, más gastado, en el otro hombro y para superficies generosas de lucir ante su cuidado, un envase para limpiar los cristales, el de la mesa, el de las ventanas, la pantalla del televisor o la del ordenador como para poner en fuga la hoja en blanco o esa inmolación de la inspiración, colgado del difusor verde en el bolsillo derecho del pantalón, y en el bolsillo izquierdo, el otro rojo, del limpia maderas con su sutileza de barnices satisfechos y rutilantes,… elementos de los usos que incrementarían la dificultad y pesadez de afrontar lo esperado. No, él padecía uno de esos tristes cansancios de la vida por no vivirla o por vivirla de manera inadecuada. El ancla de la tristeza. O se trataba de una añoranza deshecha. ¡Yo qué sé! Pero, de modo inesperado, en su mecánico ir y venir por las dimensiones del salón y el vacío de sus pensamientos, mecido por las vibraciones de un rock clásico y no por esto desfasado, el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía se detuvo o detuvo sus insatisfechas inercias domésticas, las tareas del diario para el desocupado según otros márgenes o detrás de ciertos y altos muros levantados por la realidad numerada, insensible y pragmática. Se paró. Y ahí aparecieron el cansancio, y la tristeza, sin valorar cuál uno antes que la otra o al unísono ambos. Todavía no le pidió ayuda, ni esfuerzo, para salir del…

 

The window broke the silence of the matches

The smoke effortlessly floating

Pull me up

Would you be my lord and savior

Pull me up by my hair

Now would you kiss me, on my lips

Burning fever burning on my forehead

The brain that once was listening now

Shoots out its tiresome message

 

(La ventana rompió el silencio de los fósforos.

El humo flota sin esfuerzo.

Sácame.

¿Serías mi Señor y Salvador?

Sácame, tírame del pelo.

Entonces, ¿me besarías en los labios?

Una fiebre ardiente me quema la frente.

El cerebro que una vez estuvo escuchando ahora

lanza un mensaje irritante.)

 

 

Una abrupta parada, en seco, para que el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía sintiera, tan de sopetón, la gravedad de su tristeza y cansancio, como ese roto silencio de los fósforos, entretanto se madura sobre su eternidad entre los dedos. Hoy tal vez más que ayer pero ya no sé, y me preocupa, cuánto mañana, murmuraba con esa aprensión por los nombres, por las palabras que como tabúes, como arcanos de efectos imponderables, crean o destruyen, fundan o concluyen, tiran de los pelos para hundir o ayudan a emerger de fondos líquidos o etéreos, moldean o confunden el mundo, o a su universo igual de declinante que los de tantos ocasos con los que estaba hecho a través de su mirada, con el alma, pero en los que perduraba una última luz, el postrero estertor de un sol naranja y delicuescente reclamando un poco de belleza. Al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía era todo lo que le quedaba para sobrevivir. Por esto tenía miedo. Y sumisión. Por esto y de ahí a pensar, con desgana, y no citar a voz en cuello como le apetecía frente al balcón, frente a esa ventana como un recurrente y no por deseado arquetipo para el bucle de unos días que siempre concurrían en un mismo día: "¿Quién no se ha sentado delante de la cortina de su propio corazón? Se levanta, y el paisaje se está cayendo a pedazos." Rainer Maria Rilke, tras su conjura, con fiebre ardiente en la frente, con labios resentidos de besos, volvía, con un humo o vaho que flotaba sin esfuerzo, a uno de los pliegues de los ligeros velos que difuminaban o jugaban en secreteos con el mundo exterior. La calle, con su mensaje irritante.

 

Won't you pull me up

Scalding, my dead father

has the motor and he's driving towards

an island of lost souls

Sunny, a monkey then to monkey

i will teach you meanness, fear and blindness

No social redeeming kindness

Or oh, state of grace.

 

(¿No me vas a sacar?

Arde, mi difunto padre

va al volante y conduce hacia

una isla de almas perdidas.

Un mono alegre. Entonces, a ese mono

le enseñaré tu maldad, tu miedo y tu ceguera.

No habrá bondad redentora entre las personas.

Oh, ni estado de gracia.)

 

 

La calle, la que podía ser San Francisco de Asís de Ronda como cualquiera otra, y en lugar cercano o lejano, verídico o inventado. La calle y su trasiego, con su historia y mito, su concurrencia y destierro. En un mes saturado de silencios y de huecos donde apuntalar el rigor y los ajustes para el dolor y arder de un aislamiento propio, y extraño, en otra y pública clausura o confinamiento trágico, determinado por los tiempos y el desconocimiento de su causa e insoluble su efecto y solución. Si bien es cierto, de un dolor y arder que no le reprimirán ni le harán quemar estas palabras. Estas palabras ni a las del otro yo. Su otro “yo soy el otro” que se quedó mirando por la ventana. El peregrino de la nada, quien también descubrió al anciano sentado al pie de calle, en la otra orilla, este con un gesto doblegado o mejor escéptico ante un mundo que ya no le sorprendía, ni ante un estado de gracia, o fundamento, y de hecho dudaba si era reversible la bondad redentora entre las personas, a pesar de... Los pasos que no dejan huella, en los que reflexionaba el peregrino de la nada, quizás los que conducen a una isla de almas perdidas. De ese relato o una serie anterior [ii]: “Ver al hombre mayor y olvidarme de mis pasos que nunca dejarían huella en su bucle fastidioso por mi casa, su indicio no por cuanto al rastro de polvo o de las migajas de las comidas esparcidas en el suelo y en los sofás, en familia o en la soledad de la familia, y al que me afanaba por limpiar, en una situación que, insisto, incumbiría solo al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Ver al anciano para que una señal luminosa encendiera y estremeciera mi interior, para, desde allá, susurrarme otros pensamientos o sensaciones sobre una postrera dimensión de los pasos que no dejan huella; la última, porque en la detención, en la espera, estos no son, no existen, o son esas esperas que esperan, sin desesperación y en conciencia.” El peregrino de la nada…. El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía, mira y no mira, con desalentada detención, el paisaje, la calle cualquiera, desde la atalaya de su ventana, aun con el utillaje de limpieza y con sinceridad volandera. Su contemplación dejó de tener el consuelo de un conformismo que como un negro tumor devoraba las certezas tendidas en la amabilidad del destino, esa indiferencia remendona y suficiente por y para todo, hasta para sí mismo, incluso para los desafíos agazapados, esquivos, tras las esquinas de la existencia. Con la esperanza, si no por lo inverosímil, puesta en la expectativa afilada que anunciara un cambio, por nimio o insustancial que fuese, en el acontecer del hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Un cambio declamado con fervor, con un por favor perentorio, en la languidez desesperada de las jornadas y en sus pedazos de fracaso y desmoronamiento, de tantos pasos que no dejan huella y que le arrastran como un náufrago a una isla perdida, en su vida sin huella, discreta, igualmente desamparada. No, esto no atañía a decepción alguna, él no tenía decepciones, a excepción de las que tenía consigo mismo. El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía no era ya aquel necio ilusionado y leal al valor de la palabra, del compromiso sincero, porque no esperaba nada de nadie. Las promesas asumen sus límites, además de una fecha de caducidad, afirmaba o así excusaba su fragilidad, su espontaneidad, o el haber sido un mono de sonrisa si no alegre, perenne; y ya comenzaba a espulgarse, poco, mas importante, de la maldad, miedo y ceguera de quienes iban, como padres adulterados y difuntos, al volante de un simulacro espurio, los que seguían enturbiando su existencia. Poco a poco ambicionaba y se despegaba de algunas máscaras, fundamental en quien resultaba seguro y arrogante y era tan vulnerable. No esperaba nada ni de nadie. Solo sentía la desolación, el frío de los olvidos, el reconcomio que movía los velos, tantos velos, por las tinieblas más opacas, más insondables, vencidas, quietas, por cuanto aconteciera mañana o por cuanto no llegara a forjarlo tras estas cortinas que al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía hacían y deshacían y en las que se advertía desaparecer, empujado a una ominosa discreción, apartado del devenir, de cualquier mudanza, y de las decisiones de afuera. Estaba triste. Enfermo. Y cansado. La necesidad que llama, llama y desespera. Sí, tú, aquel yo mío: ¿No me vas a sacar?

 

Would you pull me up

Would you drop the mental bullet

 

(¿Vendrías a sacarme?

¿Dejarías caer la bala mental?)

 

 

Cerraba los ojos, apretaba los dientes, retenía hasta la extenuación el aire adentro, en sus entrañas que palpitaban como rescoldos con el empuje, con la determinación de una bala que perforaba la mente, el pecho, para garantizar un equilibrio, acaso para escribir en el yermo blanco e impasible de la negación o de la indecisión y aun cuando supongan lo mismo. Ni nada ni de nadie. Pues eso. Aquellos no vendrán a sacarme, a sacarlo de la oscuridad, ninguno. Venga. Ya vale. La fuerza dependerá de sí mismo y del impulso de valentía o voluntad puestas en la muda, en la crisis o salto, en perturbar la ruina como ese animal ingenuo que tropezó cien mil veces en la misma piedra y aún le quedaba un hastío de involuntarios traspiés y desplomes. El mono alegre. Por esto, el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía respiró con fuerza un aire acrisolado de cobijos, y decidió no rendirse, o no aspiró a rendirse a pesar de la abulia, del letargo por la uniformidad de unos espacios insalvables en sus momentos más congelados. ¡Sálvate! Respiró, retuvo el aliento, exhaló cuando el dolor se le hizo insoportable, y botó el salvavidas inefable para estos y otros naufragios, aunque cada día con mayores boquetes, grietas o desgarros, por los que emergían, borboteantes, el agua y sangre de su realidad. No aceptaba hundirse por el terrible peso del dinero, o de su carencia, que lo empujaba más al fondo de sus fondos y sentimientos. No. ¿Quién vendrá a sacarme? ¿Yo? ¡Qué pereza! ¡Qué desilusión! ¡Sálvate, ya!

 

Would you pull me by the arm up

Would you still kiss my lips

 

¿Me agarrarías del brazo y me sacarías?

¿Aun así besarías mis labios?

 

 

El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía, por tanto, empezó a respirar con esta narración que si bien para él comienza, para nosotros, si observamos lo leído, termina con nuestra satisfacción, cumplida la curiosidad, en que el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía dirimiera, o solo mitigara un poco, con esto a lo mejor suficiente, la imprevista carga de su tormento, y con lo que desde hacía tiempo constituía una de las escasos socorros que le quedaban para bogar adelante. Ahí estaba la pauta, la intención, esa mano que le agarrara del brazo, justo en la última ola, antes del ahogamiento, de la catástrofe psíquica, para sacarlo y tal vez besarlo en los labios, en los ojos: Crear. Crear es siempre un encuentro con la Belleza. Crear es Vivir. Crear es recuperar la huella de los pasos, de los plazos, un oasis en este infierno plano de apatía. Crear con o por necesidad, con sentimiento, sintiendo verdaderamente lo que se concibe, lo que nace y crece, y del mismo modo muere, o por su significado o conforme a esos planes escritos por la providencia o de su leyenda. ¿Cuándo perdió el interés, la ilusión de imaginar, de inventar? Crear, o a como supondría esto de escribir, o componer, pintar... No, no componía, o lo realizaba con otras notas musicales, tampoco pintaba. Al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía siempre le gustó pintar; pero sus bocetos eran incómodos y muy malos e inadecuados para estas necesarias líneas de flotación, para los momentos como este en los que padecía la catástrofe de su vivencia, tal una impronta, o el recordatorio, en esas arrugas de su rostro, caligrafías y cascotes por los tiempos malos, o los costurones en el corazón que acrecían y suturaban a los males, a los contratiempos, a los sueños ejecutados. Aun así, al igual que pintaba con letras, escribiendo colores, le entusiasmaba el otro lenitivo de pintar la vida real con música, tarareando el estribillo o encajando una imprevista improvisación de sus letras en las otras y oídas. En la música que cala, que va penetrando en el interior como la lluvia mansa, como la constante gota de agua que erosiona la piedra, con la voz de Lou Reed, por ejemplo, con su manera cadenciosa de recitar, contar, susurrar… No va a negar él las veces de verse junto con este, escribiendo letras de unas canciones que trasfiguraban el universo, similar al despliegue de una Cábala melodiosa entre letristas o músicos cabalistas. Y reconfortante, asimismo, por una nostalgia inextricable, si los trazos de la armonía, del ritmo, brotaran regulares, finos o circunscritos, los de sueños indultados, mientras más surrealistas mejor, mientras más ajenos, mejor, como aquel eterno “Heroes” de David Bowie del que fechas atrás cumplió 43 años, ahí es nada, o todo. Igualmente con los brochazos turbulentos, los golpes contundentes, concisos, los acordes secos, de Metallica, ecos primarios, o de esta dura melodía que resuena por las entretelas de este otoño-invierno de Metallica con Lou Reed, único, Junior Dad, su última canción, su último ahínco. O según los que impongan las circunstancias, los humores, como esta aguda cadencia presente y reiterada, o tal vez solo sean perspectivas del uso y del talento; es decir, de pintar, colorear, humedecer esas nubes grises que también forman parte del paisaje, en sus dos sentidos, si así de menester fuese o el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía atendiera a un tema de Ricardo Arjona, en otro registro, o en otro apremio, de su poesía urbana o íntima de andar por casa. Con todo, sea para no entregarse, abatirse y propiciar a que esto que para él empieza, y lo que para nosotros, sus lectores, termina, funcione. Ánimos.

 

Hiccup, the dream is over

Get the coffee, turn the lights on

Say hello to junior dad

The greatest disappointment

 

(Venga, el sueño ha terminado.

Ve a por el café, enciende la luz.

Saluda al pequeño de papá.

La más grande de las decepciones.)

 

 

Este o esto (conforme a una voluntad asumida, a una receptividad entendida o groseramente descalificada, del entendimiento respetuoso o insultante; a la balsa de literatura o a una lectura en la que quizás no se avanzó del primer párrafo, ni los primeros acordes de la música siquiera, y, por tanto, sin esfuerzo, sin complicidad, sin anuencia, por desconocimiento, todo haya quedado sin sentido, silenciado, y con violencia vacío, incluso zafio, el testimonio incomprendido, inexistente) esto, borroneaba, ha sido el resultado. No es que estas letras aún sobrevivan como un sueño que ha terminado. Un alto ante el balcón. Un suspiro. Las cortinas que ondean, al capricho de un viento de agua. Por un resquicio ve al anciano sentado en la acera del otro lado, quien reanuda su tiempo de prórroga e inercia dócil, de certidumbre y capitulación, menos fatigado, al fin y al cabo la mascarilla le viene bien de excusa para lo que no quiere decir, y el bastón le permite huir más rápido hacia el crepúsculo. El peregrino de la nada que asiente a encender la luz, no basta con la claridad que refulge de la cal húmeda de las paredes, el mercurio de los persistentes charcos. Podría hacer café. Se apetece. Cambio decepción por un saludo al pequeño de papá. Cerrar los ojos y ser aquel niño que no tenía pasado, solo un amanecer ilusionante y tramado de cristalinas fantasías. Me apetece ese café, solo y cargado. Y un dulce, una chuche, chocolate. El sueño no ha terminado para el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Crea, crea, crea… Sálvate de tu salvajismo psíquico. Tampoco el encuentro se ha completado. La esperanza de doblegar la curva descendente, y sumergida, de su tristeza, de la depresión, o de mirar al frente con una luz pretérita, esta que se busca al ignorar en qué momento y porqué se perdió. ¿Alguien lo sabe? Nadie responde. ¿Cuándo aquella se apagó para no ser nada, para hacerlo la más grande de las decepciones? No lo sabe. Adelante.

 

Age withered him and changed him

into junior dad

Psychic savagery

The greatest disappointment

The greatest disappointment

Age withered him and changed him

into junior dad

 

(La edad lo marchitó y lo transformó

en el pequeño de papá.

Salvajismo psíquico.

La más grande de las decepciones.

La más grande de las decepciones.

La edad lo marchitó y lo transformó

en el pequeño de papá)

 

 

Y tras este punto y aparte que anticipa al otro y final, la reanudación de las rutinas domésticas para el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. La más grande de las decepciones. No sin antes solicitar nuestro perdón por condescender a su desahogo, o a esta inspiración para no matar el tiempo cuando el tiempo lo estaba matando en su forma afilada de una espera desesperada, de una tribulación átona y perseverante, antes que por la ardua atención y seguimiento de remedo tan retórico e intrincado. Ahora esperamos, los que hemos llegado hasta aquí, a que, una vez finalizadas sus rutinas diarias, el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía se aproxime de nuevo a su ventana, con unos pasos que dejarán huella, quizás para chasquear la lengua en un gesto roto y con el que quitar asiento a la esclava depresión o bajón, aparte de un manotazo, con intensidad, las cortinas, los velos, salga al balcón, ponga las manos sobre los fríos hierros, cierre los ojos, levante la cabeza al cielo gris o blanco, inspire de nuevo el aire del momento, los humores de la vida, la esencia mítica, también la perecedera, y atrape aquí o allá para nosotros un retal de magia de ese Barrio San Francisco y como podría ser cualquier otro, cercano o lejano, verídico o inventado, y después lo narre o nos haga imaginarlo. O al menos, hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía, algo que funcione o te siga funcionando para tirar adelante, y con todo o a pesar de todo. Curioso, en definitiva, a esta edad en que te has marchitado y te has desdibujado en un mono triste y decepcionado, pidas sentirte el niño que fuiste, en el pequeño de papá. Entonces, si así ocurriera…

 

 

 

“¿VENDRÍAS A POR MÍ?”

 

© F.J. Calvente.

 

 

 

 

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