(Antes de nada: Este relato o testimonio o solo palabras, me complacería se
leyeran con una música de fondo. Una música que penetre por los oídos, por
todos los poros de la piel, y desgarre desde dentro con unos escalofríos, una
emoción, como a mí sucede y espero que a vosotros al menos un poco, con esto me
conformo. Con solo un poco. Con una canción. La canción que quiero sea “Junior
dad”, del álbum Lulu que grabaron juntos, en 2011, Lou Reed y Metallica. La
canción que siempre sellará este otoño e invierno de mi vida, este tiempo
oscuro de pandemia, la que rotulará un sentimiento o un atisbo de trascendencia
o esa imagen verdadera en el espejo donde siempre sonríe el niño que fuimos,
aquel “pequeño de papá”, del que todavía su imagen no se desvanece en la decepción
de hoy, en la resignación de mañana. Y porque así lo pretendo, me gustaría que
quienes lean esta declaración o difícil texto o empeño, también lo hagan y
escuchen esta música, importante para mí o para el protagonista de lo que a
continuación se narre, pues ya de entenderlo sería como esos milagros a los
que, en vez de mirar a otro lado, los cogemos de la mano. Así que, si les
place, les espero a que busquen (* o [i]), y pongan, ahora, ya, este “Junior Dad” que comienza a sonar…)
¡Ummmmmmmmm… mmm!
¡Mmmmmmm! …
Would you come to me
if I was half drowning
An arm above the last wave
(¿Vendrías a por mí
si estuviera
casi ahogándome?
Con un brazo
asomando en la última ola.)
Un día triste. Un día triste para el hombre que mira
a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Un recuerdo sin melancolía.
Cansado, él. Ayer, no hoy. Hoy, por la tristeza, lo ha recordado. El hombre que
mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía estaba cansado. No era entonces
uno de esos cansancios, una de esas tristezas, físicas o mensurables o incluso
pasajeras de mediar, precisamente, cualquier y consabido descanso; entre estos un
respiro o bastaría con dejar la mente en blanco, o bien con dejarse llevar por
otros derroteros no tan grises y quebrados, más sosegados, más amables, y no por
los que una afligida metáfora traía en forma y disposición, o en sucesión
insegura, como ese brazo que asoma de una ola, de la última ola, angustiado, en
un océano de azogue licuado del espejo de los días, a punto de ser engullido
por el mar, por el abismo, por unos fechas sin ilusión; o como los itinerarios acabados
en unos montones de plazos, en un lecho de cenizas, sepulturas de las ilusiones
que terminan siendo imposibles o las que ni siquiera llegaron a intentarse, estas
las peores. Un soplo, esperanzador y catártico, eso anhelaba o esperaba, y tanto,
en un ápice quizás de la anterior metáfora, o su epílogo por la decisión, la voluntad
en forma de un viento interior que soplara decidido en el desierto de pavesas, aquellas,
las otras, las que interesan ahora, en el polvo de los incendios extinguidos de
la quema, casi siempre inapreciable, casi siempre candente, casi siempre
molesta, la de unas ilusiones abandonadas en la rendición de no querer buscarlas,
por no codiciar concretarlas, arrancarlas de su sueño o lasitud. La mano que
nos coge a punto de morir ahogados, la que vendría a por mí, a por ti, a por
él; o un aliento capaz de la hazaña, de provocar una deflagración, una tormenta
de favilas para hacer de su confusión, de la ocultación de los detalles, la
sorpresa inesperada, afectada por vislumbrar el simple milagro que inadvertido duerme
a la espera, esperando, en todas las cosas. El niño que sonríe desde un espejo
del ayer donde no existía el tiempo ni la propiedad, para jugar en este instante
con una nueva quimera. ¿Vendrías a por mí?
Would you come to me
Would you pull me up
Would the effort really hurt you
Is it unfair to ask you
to help pull me up.
(¿Vendrías a por mí?
¿Vendrías a sacarme?
¿Tanto daño te
haría esforzarte?
Es injusto pedirte
que me ayudes a
salir.)
¡Sácame! No, no era un factor tangible, y por
consiguiente pesado, a no ser que las rutinas, o aquellos usos rutinarios, en la
exigencia de un suicidio del tiempo, en el pasar de los minutos y las horas
para que los días fuesen como ayer y sin temor mañana al cambio, de los que se
ignora si provechosos y por tanto felices o anómalos y por ello injustos, dolorosos
por su incertidumbre, así lo fueran. Esfuérzate, aunque te duela, aunque me
duela. Las rutinas o los usos monótonos, tranquilos y diarios: La escoba que
asía con una mano y el recogedor con la otra, el chándal holgado de no salir de
casa en siglos y las zapatillas horteras de los chinos, con un paño para el otro
polvo en su hombro, otro distinto, amarillo, más gastado, en el otro hombro y
para superficies generosas de lucir ante su cuidado, un envase para limpiar los
cristales, el de la mesa, el de las ventanas, la pantalla del televisor o la
del ordenador como para poner en fuga la hoja en blanco o esa inmolación de la inspiración,
colgado del difusor verde en el bolsillo derecho del pantalón, y en el bolsillo
izquierdo, el otro rojo, del limpia maderas con su sutileza de barnices satisfechos
y rutilantes,… elementos de los usos que incrementarían la dificultad y pesadez
de afrontar lo esperado. No, él padecía uno de esos tristes cansancios de la
vida por no vivirla o por vivirla de manera inadecuada. El ancla de la
tristeza. O se trataba de una añoranza deshecha. ¡Yo qué sé! Pero, de modo
inesperado, en su mecánico ir y venir por las dimensiones del salón y el vacío
de sus pensamientos, mecido por las vibraciones de un rock clásico y no por
esto desfasado, el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su
melancolía se detuvo o detuvo sus insatisfechas inercias domésticas, las tareas
del diario para el desocupado según otros márgenes o detrás de ciertos y altos
muros levantados por la realidad numerada, insensible y pragmática. Se paró. Y
ahí aparecieron el cansancio, y la tristeza, sin valorar cuál uno antes que la
otra o al unísono ambos. Todavía no le pidió ayuda, ni esfuerzo, para salir del…
The window broke the silence of the
matches
The smoke effortlessly floating
Pull me up
Would you be my lord and savior
Pull me up by my hair
Now would you kiss me, on my lips
Burning fever burning on my forehead
The brain that once was listening now
Shoots out its tiresome message
(La ventana
rompió el silencio de los fósforos.
El humo flota
sin esfuerzo.
Sácame.
¿Serías mi Señor
y Salvador?
Sácame, tírame del pelo.
Entonces, ¿me
besarías en los labios?
Una fiebre
ardiente me quema la frente.
El cerebro que
una vez estuvo escuchando ahora
lanza un mensaje irritante.)
Una abrupta parada, en seco, para que el hombre que mira
a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía sintiera, tan de sopetón, la
gravedad de su tristeza y cansancio, como ese roto silencio de los fósforos,
entretanto se madura sobre su eternidad entre los dedos. Hoy tal vez más que
ayer pero ya no sé, y me preocupa, cuánto mañana, murmuraba con esa aprensión
por los nombres, por las palabras que como tabúes, como arcanos de efectos imponderables,
crean o destruyen, fundan o concluyen, tiran de los pelos para hundir o ayudan
a emerger de fondos líquidos o etéreos, moldean o confunden el mundo, o a su
universo igual de declinante que los de tantos ocasos con los que estaba hecho
a través de su mirada, con el alma, pero en los que perduraba una última luz,
el postrero estertor de un sol naranja y delicuescente reclamando un poco de
belleza. Al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía era
todo lo que le quedaba para sobrevivir. Por esto tenía miedo. Y sumisión. Por
esto y de ahí a pensar, con desgana, y no citar a voz en cuello como le
apetecía frente al balcón, frente a esa ventana como un recurrente y no por deseado
arquetipo para el bucle de unos días que siempre concurrían en un mismo día:
"¿Quién no se ha sentado delante de la cortina de su propio corazón? Se
levanta, y el paisaje se está cayendo a pedazos." Rainer Maria Rilke, tras
su conjura, con fiebre ardiente en la frente, con labios resentidos de besos, volvía,
con un humo o vaho que flotaba sin esfuerzo, a uno de los pliegues de los
ligeros velos que difuminaban o jugaban en secreteos con el mundo exterior. La
calle, con su mensaje irritante.
Won't you pull me up
Scalding, my dead father
has the motor and he's driving towards
an island of lost souls
Sunny, a monkey then to monkey
i will teach you meanness, fear and
blindness
No social redeeming kindness
Or oh, state of grace.
(¿No me vas a sacar?
Arde, mi difunto padre
va al volante y
conduce hacia
una isla de almas perdidas.
Un mono alegre.
Entonces, a ese mono
le enseñaré tu maldad, tu miedo y tu ceguera.
No habrá bondad
redentora entre las personas.
Oh, ni estado de
gracia.)
La calle, la que podía ser San Francisco de Asís de
Ronda como cualquiera otra, y en lugar cercano o lejano, verídico o inventado. La
calle y su trasiego, con su historia y mito, su concurrencia y destierro. En un
mes saturado de silencios y de huecos donde apuntalar el rigor y los ajustes
para el dolor y arder de un aislamiento propio, y extraño, en otra y pública clausura
o confinamiento trágico, determinado por los tiempos y el desconocimiento de su
causa e insoluble su efecto y solución. Si bien es cierto, de un dolor y arder que
no le reprimirán ni le harán quemar estas palabras. Estas palabras ni a las del
otro yo. Su otro “yo soy el otro” que se quedó mirando por la ventana. El
peregrino de la nada, quien también descubrió al anciano sentado al pie de
calle, en la otra orilla, este con un gesto doblegado o mejor escéptico ante un
mundo que ya no le sorprendía, ni ante un estado de gracia, o fundamento, y de
hecho dudaba si era reversible la bondad redentora entre las personas, a pesar
de... Los pasos que no dejan huella, en los que reflexionaba el peregrino de la
nada, quizás los que conducen a una isla de almas perdidas. De ese relato o una
serie anterior [ii]: “Ver al hombre mayor y olvidarme de mis pasos que
nunca dejarían huella en su bucle fastidioso por mi casa, su indicio no por
cuanto al rastro de polvo o de las migajas de las comidas esparcidas en el
suelo y en los sofás, en familia o en la soledad de la familia, y al que me afanaba
por limpiar, en una situación que, insisto, incumbiría solo al hombre que mira
a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Ver al anciano para que una
señal luminosa encendiera y estremeciera mi interior, para, desde allá, susurrarme
otros pensamientos o sensaciones sobre una postrera dimensión de los pasos que
no dejan huella; la última, porque en la detención, en la espera, estos no son,
no existen, o son esas esperas que esperan, sin desesperación y en conciencia.”
El peregrino de la nada…. El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego
de su melancolía, mira y no mira, con desalentada detención, el paisaje, la
calle cualquiera, desde la atalaya de su ventana, aun con el utillaje de
limpieza y con sinceridad volandera. Su contemplación dejó de tener el consuelo
de un conformismo que como un negro tumor devoraba las certezas tendidas en la
amabilidad del destino, esa indiferencia remendona y suficiente por y para todo,
hasta para sí mismo, incluso para los desafíos agazapados, esquivos, tras las
esquinas de la existencia. Con la esperanza, si no por lo inverosímil, puesta
en la expectativa afilada que anunciara un cambio, por nimio o insustancial que
fuese, en el acontecer del hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de
su melancolía. Un cambio declamado con fervor, con un por favor perentorio, en
la languidez desesperada de las jornadas y en sus pedazos de fracaso y desmoronamiento,
de tantos pasos que no dejan huella y que le arrastran como un náufrago a una
isla perdida, en su vida sin huella, discreta, igualmente desamparada. No, esto
no atañía a decepción alguna, él no tenía decepciones, a excepción de las que
tenía consigo mismo. El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su
melancolía no era ya aquel necio ilusionado y leal al valor de la palabra, del
compromiso sincero, porque no esperaba nada de nadie. Las promesas asumen sus límites,
además de una fecha de caducidad, afirmaba o así excusaba su fragilidad, su
espontaneidad, o el haber sido un mono de sonrisa si no alegre, perenne; y ya
comenzaba a espulgarse, poco, mas importante, de la maldad, miedo y ceguera de
quienes iban, como padres adulterados y difuntos, al volante de un simulacro espurio,
los que seguían enturbiando su existencia. Poco a poco ambicionaba y se despegaba
de algunas máscaras, fundamental en quien resultaba seguro y arrogante y era tan
vulnerable. No esperaba nada ni de nadie. Solo sentía la desolación, el frío de
los olvidos, el reconcomio que movía los velos, tantos velos, por las tinieblas
más opacas, más insondables, vencidas, quietas, por cuanto aconteciera mañana o
por cuanto no llegara a forjarlo tras estas cortinas que al hombre que mira a
los ocasos y vive con el fuego de su melancolía hacían y deshacían y en las que
se advertía desaparecer, empujado a una ominosa discreción, apartado del devenir,
de cualquier mudanza, y de las decisiones de afuera. Estaba triste. Enfermo. Y
cansado. La necesidad que llama, llama y desespera. Sí, tú, aquel yo mío: ¿No
me vas a sacar?
Would you pull me up
Would you drop the mental bullet
(¿Vendrías a sacarme?
¿Dejarías caer
la bala mental?)
Cerraba los ojos, apretaba los dientes, retenía
hasta la extenuación el aire adentro, en sus entrañas que palpitaban como
rescoldos con el empuje, con la determinación de una bala que perforaba la
mente, el pecho, para garantizar un equilibrio, acaso para escribir en el yermo
blanco e impasible de la negación o de la indecisión y aun cuando supongan lo
mismo. Ni nada ni de nadie. Pues eso. Aquellos no vendrán a sacarme, a sacarlo
de la oscuridad, ninguno. Venga. Ya vale. La fuerza dependerá de sí mismo y del
impulso de valentía o voluntad puestas en la muda, en la crisis o salto, en
perturbar la ruina como ese animal ingenuo que tropezó cien mil veces en la
misma piedra y aún le quedaba un hastío de involuntarios traspiés y desplomes. El
mono alegre. Por esto, el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de
su melancolía respiró con fuerza un aire acrisolado de cobijos, y decidió no rendirse,
o no aspiró a rendirse a pesar de la abulia, del letargo por la uniformidad de
unos espacios insalvables en sus momentos más congelados. ¡Sálvate! Respiró,
retuvo el aliento, exhaló cuando el dolor se le hizo insoportable, y botó el salvavidas
inefable para estos y otros naufragios, aunque cada día con mayores boquetes,
grietas o desgarros, por los que emergían, borboteantes, el agua y sangre de su
realidad. No aceptaba hundirse por el terrible peso del dinero, o de su
carencia, que lo empujaba más al fondo de sus fondos y sentimientos. No. ¿Quién
vendrá a sacarme? ¿Yo? ¡Qué pereza! ¡Qué desilusión! ¡Sálvate, ya!
Would you pull me by the arm up
Would you still kiss my lips
¿Me agarrarías
del brazo y me sacarías?
¿Aun así
besarías mis labios?
El hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego
de su melancolía, por tanto, empezó a respirar con esta narración que si bien
para él comienza, para nosotros, si observamos lo leído, termina con nuestra
satisfacción, cumplida la curiosidad, en que el hombre que mira a los ocasos y
vive con el fuego de su melancolía dirimiera, o solo mitigara un poco, con esto
a lo mejor suficiente, la imprevista carga de su tormento, y con lo que desde
hacía tiempo constituía una de las escasos socorros que le quedaban para bogar
adelante. Ahí estaba la pauta, la intención, esa mano que le agarrara del
brazo, justo en la última ola, antes del ahogamiento, de la catástrofe
psíquica, para sacarlo y tal vez besarlo en los labios, en los ojos: Crear. Crear
es siempre un encuentro con la Belleza. Crear es Vivir. Crear es recuperar la
huella de los pasos, de los plazos, un oasis en este infierno plano de apatía. Crear
con o por necesidad, con sentimiento, sintiendo verdaderamente lo que se concibe,
lo que nace y crece, y del mismo modo muere, o por su significado o conforme a
esos planes escritos por la providencia o de su leyenda. ¿Cuándo perdió el
interés, la ilusión de imaginar, de inventar? Crear, o a como supondría esto de
escribir, o componer, pintar... No, no componía, o lo realizaba con otras notas
musicales, tampoco pintaba. Al hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego
de su melancolía siempre le gustó pintar; pero sus bocetos eran incómodos y muy
malos e inadecuados para estas necesarias líneas de flotación, para los
momentos como este en los que padecía la catástrofe de su vivencia, tal una
impronta, o el recordatorio, en esas arrugas de su rostro, caligrafías y
cascotes por los tiempos malos, o los costurones en el corazón que acrecían y
suturaban a los males, a los contratiempos, a los sueños ejecutados. Aun así,
al igual que pintaba con letras, escribiendo colores, le entusiasmaba el otro
lenitivo de pintar la vida real con música, tarareando el estribillo o
encajando una imprevista improvisación de sus letras en las otras y oídas. En la
música que cala, que va penetrando en el interior como la lluvia mansa, como la
constante gota de agua que erosiona la piedra, con la voz de Lou Reed, por
ejemplo, con su manera cadenciosa de recitar, contar, susurrar… No va a negar él
las veces de verse junto con este, escribiendo letras de unas canciones que trasfiguraban
el universo, similar al despliegue de una Cábala melodiosa entre letristas o
músicos cabalistas. Y reconfortante, asimismo, por una nostalgia inextricable, si
los trazos de la armonía, del ritmo, brotaran regulares, finos o circunscritos,
los de sueños indultados, mientras más surrealistas mejor, mientras más ajenos,
mejor, como aquel eterno “Heroes” de David Bowie del que fechas atrás cumplió
43 años, ahí es nada, o todo. Igualmente con los brochazos turbulentos, los golpes
contundentes, concisos, los acordes secos, de Metallica, ecos primarios, o de
esta dura melodía que resuena por las entretelas de este otoño-invierno de
Metallica con Lou Reed, único, Junior Dad, su última canción, su último ahínco.
O según los que impongan las circunstancias, los humores, como esta aguda
cadencia presente y reiterada, o tal vez solo sean perspectivas del uso y del
talento; es decir, de pintar, colorear, humedecer esas nubes grises que también
forman parte del paisaje, en sus dos sentidos, si así de menester fuese o el
hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía atendiera a un
tema de Ricardo Arjona, en otro registro, o en otro apremio, de su poesía urbana
o íntima de andar por casa. Con todo, sea para no entregarse, abatirse y
propiciar a que esto que para él empieza, y lo que para nosotros, sus lectores,
termina, funcione. Ánimos.
Hiccup, the dream
is over
Get the coffee,
turn the lights on
Say hello to
junior dad
The greatest
disappointment
(Venga, el sueño ha terminado.
Ve a por el café, enciende la luz.
Saluda al pequeño de papá.
La más grande de las decepciones.)
Este o esto (conforme a una voluntad asumida, a una
receptividad entendida o groseramente descalificada, del entendimiento
respetuoso o insultante; a la balsa de literatura o a una lectura en la que quizás
no se avanzó del primer párrafo, ni los primeros acordes de la música siquiera,
y, por tanto, sin esfuerzo, sin complicidad, sin anuencia, por desconocimiento,
todo haya quedado sin sentido, silenciado, y con violencia vacío, incluso zafio,
el testimonio incomprendido, inexistente) esto, borroneaba, ha sido el resultado.
No es que estas letras aún sobrevivan como un sueño que ha terminado. Un alto
ante el balcón. Un suspiro. Las cortinas que ondean, al capricho de un viento
de agua. Por un resquicio ve al anciano sentado en la acera del otro lado, quien
reanuda su tiempo de prórroga e inercia dócil, de certidumbre y capitulación, menos
fatigado, al fin y al cabo la mascarilla le viene bien de excusa para lo que no
quiere decir, y el bastón le permite huir más rápido hacia el crepúsculo. El
peregrino de la nada que asiente a encender la luz, no basta con la claridad
que refulge de la cal húmeda de las paredes, el mercurio de los persistentes
charcos. Podría hacer café. Se apetece. Cambio decepción por un saludo al
pequeño de papá. Cerrar los ojos y ser aquel niño que no tenía pasado, solo un amanecer
ilusionante y tramado de cristalinas fantasías. Me apetece ese café, solo y
cargado. Y un dulce, una chuche, chocolate. El sueño no ha terminado para el
hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. Crea, crea,
crea… Sálvate de tu salvajismo psíquico. Tampoco el encuentro se ha completado.
La esperanza de doblegar la curva descendente, y sumergida, de su tristeza, de
la depresión, o de mirar al frente con una luz pretérita, esta que se busca al
ignorar en qué momento y porqué se perdió. ¿Alguien lo sabe? Nadie responde. ¿Cuándo
aquella se apagó para no ser nada, para hacerlo la más grande de las
decepciones? No lo sabe. Adelante.
Age withered him and changed him
into junior dad
Psychic savagery
The greatest disappointment
The greatest disappointment
Age withered him and changed him
into junior dad
(La edad lo
marchitó y lo transformó
en el pequeño de
papá.
Salvajismo psíquico.
La más grande de
las decepciones.
La más grande de las decepciones.
La edad lo marchitó
y lo transformó
en el pequeño de
papá)
Y tras este punto y aparte que anticipa al otro y
final, la reanudación de las rutinas domésticas para el
hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. La más
grande de las decepciones. No sin antes solicitar nuestro perdón por condescender
a su desahogo, o a esta inspiración para no matar el tiempo cuando el tiempo lo
estaba matando en su forma afilada de una espera desesperada, de una tribulación
átona y perseverante, antes que por la ardua atención y seguimiento de remedo
tan retórico e intrincado. Ahora esperamos, los que hemos llegado hasta aquí, a
que, una vez finalizadas sus rutinas diarias, el hombre que mira a los ocasos y
vive con el fuego de su melancolía se aproxime de nuevo a su ventana, con unos
pasos que dejarán huella, quizás para chasquear la lengua en un gesto roto y con
el que quitar asiento a la esclava depresión o bajón, aparte de un manotazo,
con intensidad, las cortinas, los velos, salga al balcón, ponga las manos sobre
los fríos hierros, cierre los ojos, levante la cabeza al cielo gris o blanco, inspire
de nuevo el aire del momento, los humores de la vida, la esencia mítica, también
la perecedera, y atrape aquí o allá para nosotros un retal de magia de ese
Barrio San Francisco y como podría ser cualquier otro, cercano o lejano, verídico
o inventado, y después lo narre o nos haga imaginarlo. O al menos, hombre que mira
a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía, algo que funcione o te siga
funcionando para tirar adelante, y con todo o a pesar de todo. Curioso, en
definitiva, a esta edad en que te has marchitado y te has desdibujado en un
mono triste y decepcionado, pidas sentirte el niño que fuiste, en el pequeño de
papá. Entonces, si así ocurriera…
“¿VENDRÍAS
A POR MÍ?”
© F.J.
Calvente.
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