Todavía hoy al
respirar, porque aquí hay que efectuarlo con profundidad, conscientemente, se
siente el frío penetrar en las entrañas, hundiendo en su paso, hiriendo de espíritu,
o dejando una de esas sensaciones que marcan un estar vivos. Un inhalar de un
aire glacial, un estertor de noches y madrugadas gélidas, de esa oleada de
nieve que todavía las sombras, las húmedas umbrías, mantienen suyas, se
resisten a dejarlas ir, y como en las alturas, donde paradójicamente el sol
incide antes, y más. Un sol de luz blanca, por cierto, apático o de un tímido
indagar, que se derrama como sin querer por la tierra, en el testimonio ambiguo
de sus reflejos de metal, deslumbradores a pesar de todo. Haces, caricias, luz,
agrado entre algún que otro escalofrío, como el suave roce de esas nubes que transgreden
la tersura del cielo. Aspiras, aspiro. Al respirar, con hondura, sintiendo la sacudida
por esos vericuetos interiores, como si así lo verificara por los otros una
bebida muy fresca, en tórridos veranos, de sed y sudor, de necesidad, ese
placer reconfortante que a veces duele, en los dientes, en el trasiego interno,
en un palpitar álgido. Cierro los ojos, no porque el lienzo blanco, o los
parches de las últimas nieves, cieguen, no, acaso para retener una añoranza.
Y recuerdo. Recuerdo haber
leído unas letras…; bueno…, las he leído algunas veces ya, y las que vendrán de
seguro, de Jorge Luis Borges, o más bien de este citando a Marcel Proust: “… cuando
uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a
ese lugar; no se extrañan los sitios, sino los tiempos.” Cita que no era de
Marcel Proust, pero la usó, tampoco de Borges, la usó y con aquel, incluso tal
vez antes de Schopenhauer, la usó en Parerga y Paralipómena; una frase de
frases, cita de citas, que me sugiere inesperadamente, que alambica este
pensamiento o lo que sería una impresión con memoria. Indudablemente no voy a
refutar a Borges ni a Proust ni a Schopenhauer, ni a…, tienen razón en esto,
por supuesto, yo también, y todos los que nos hemos ido y hemos vuelto a un
lugar pasado en un tiempo confuso. Sin embargo, en el momento en que he mirado
y la he hecho mía, a la frase, o su juicio, he concebido, aquí, en “Las Aguzaderas”,
frente al macizo cósmico de Almola, a unas curvas ingrávidas de Cartajima,
confinada por la pandemia, la fractura, un matiz al axioma, o el que recoge una
interpretación, o un valor, o una excepción que confirma su regla, o un pero… Y
es que existen lugares, como este, que siempre se extrañan, que incluso lo
hacen cuando estamos en ellos, en los que ni el tiempo, ni la época, ni otro
momento, o el instante disfrazado de eternidad, o la eternidad abreviada en un
instante, constituyan un testigo o un vértigo para extrañarlos, para
recordarlos. No, en este término, no, porque el tiempo deja de ser una brida de
la existencia, una contención, o una venda anudada, o una evocación amordazada;
aquí el tiempo no transcurre cuando se es conocedor de que no tiene poder, dominio,
no impera en un ambiente que lo trasciende, que está por encima de su
circunstancia, de su rigidez, de su calculado fluir y carga.
Vuelvo a respirar, con
calado. Cierro los ojos, retengo la sugestiva imagen de un escenario bello. Y
me dejo ir… Suelto lo que me pesa, o lo intento, y acaparo lo que quiero, a mí,
a mí en aquello, como un todo. Entonces solo tengo palabras, no aquellas, ni
estas otras, o las anteriores, palabras de agradecimiento. Unas gracias que me
han llevado a todas estas letras, con sus retumbos y asonancias, y las que Alejandra
Pizarnik, muy grande, sintetizó en una sola oración: “Escribes poemas porque
necesitas un lugar en donde sea lo que no es”. Ojalá pudiera escribir versos
para poder soltarlos, para quererlos, para sentirlos como vahos en esos espejos.
Entre tanto, agradezco estar en un lugar que no lo es y donde, solo de esta
manera, soy quien no soy. Que no es poco.
“DONDE
SEA LO QUE NO ES”
© F.J.
Calvente
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