Los ángeles caídos con
nostalgia de muñecos de nieve… No sé… “Del año más maligno, nace el día más
bonito.” O de como una nevada cambia la realidad. Pero, supongo que mi hija
Inés no pensaba o sentía esto cuando decidió concebir a estos dos coquetos
muñequitos de nieve. Fuese lo que fuese en lo que pensase o sintiese y que le
empujó, primero, a acopiar la nieve extendida sobre el pretil de barros de un
muro bajo e inclinado, y a modelar estas tiernas figuras después, lo único
seguro es que tenía que ver con la belleza, con su idealización, de crear o de
curar con un arte espontáneo y vital; motivada, estimulada, creíblemente, por
un escenario donde todavía no está dicha la última palabra, la última imagen,
contraluz o tornasol, curva o afilada geometría, la última cosa, el romance de
un postrero milagro o el enigma que en la demanda de su búsqueda se escribe el
destino de todos los destinos del mundo. En uno de estos lugares donde acaso,
al sentir sin importarle el calor, la quemazón del hielo entre sus manos,
también hilaría en aquello de “pinto flores (con nieve) para que así
no mueran (o se derritan en lágrimas de una lluvia que se hizo piedra)”, sin
afectarle que los paréntesis no fuesen de ella, de quien aparecerá en el
siguiente párrafo, sino míos, con su lírica de los orígenes, con una magia
hermética, los de un hechizo esparcido por ese Valle del Genal hondo e
intrincado.
“¿Quiénes son?”, le
dije a mi hija Inés. “Frida Kahlo”, me contestó. “Son dos, entonces serán Frida
y Diego, ¿no?” “No, los dos son Frida”, zanjó y, con la vista sumida en uno de
los muñecos o muñecas, conjeturé señalaba a uno o entrambos: “Te mereces un
amante que te quiera despeinada, con todo y todas las razones que te hacen
despertarte deprisa y los demonios que no te dejan dormir. Te mereces un amante
que te haga sentir segura, que haga desaparecer el mundo si camina de tu
mano... Te mereces un amante que se lleve las mentiras y te traiga esperanza,
café y poesía.” Y a este polichinela de alientos de nevisca, con el otro
silencioso, encubridor del sortilegio que le había insuflado la existencia, sea
inanimada o tan perfecto su disimulo, contestarle con una mueca glacial de
complicidad que aparentó urdirle más amplia la curva de su sonrisa: “Solía
creer que era la persona más extraña del mundo, pero luego pensé entre tanta
gente en el mundo debe haber alguien que se sienta como yo, estrafalaria y
defectuosa. Me imagino que ella está ahí fuera pensando también en mí. Bueno,
espero que si lees esto sepas que sí, que es verdad, estoy aquí y soy tan
extraña como tú.” Frida o, para mí, uno o dos de esos ángeles caídos que
por fin cuajaban su melancolía de ser unos muñecos de nieve.
Aunque por efecto de
un voluntarioso sol, joven por el intervalo, frío, si bien con unas briznas de
decisión que se abrían camino entre unas nubes que de tan sólidas parecían
desplomarse de un soplo a otro del azul terso y claro, o incluso Linda al arrimar
su curioso hocico para deshacer los ojos que no miran de uno de ellos y que
miran los dos, o los tres, lo que nosotros no vemos, ya se hayan convertido en
un lagrimeo donde, acaso, zozobren las ramitas, las florecillas, los guijarros, las piernas no
porque los muñecos de nieve no tienen piernas, tampoco las tenía Frida o ya no
podía andar, “pies para qué los quiero, si tengo alas para volar.” De
acuerdo que no a la manera de esta frase de quien no sé: “Y el muñeco de
nieve se acercó a la hoguera buscando calor, sin saber que a veces lo que más
creemos necesitar es lo que más daño nos hace”, quebrantándola, tocando y
enderezando sus extremos, cambiando su matiz o fábula, su interpretación; con
esa voluntad mágica, la de un cuento que si tuviera final sería este feliz, sin
invenciones, con cosquilleos, con un optimismo de luz y ecos entretenidos, como
si al reír nos trajese la resonancia de una alegría del pasado y olvidada entre
los escombros que va arrinconando la rutina. Frida o las dos Frida, heladas, con
esa fragilidad líquida, curiosamente calladas, con las flores en la cabeza, los
copos amoldados que aclaran sus bordados cromáticos, la ceja prominente como
uno de esos tajos del terreno o un puente imaginario que una los abismos como
una rima de color...; pronto derretidas, transfiguradas en lágrimas para retornar
de nuevo al cielo, en un ángel que terminará, en su tentación de libertad,
siendo un ángel caído.
Mi hija Inés ingenió
los muñecos de nieve para que no muriera la excepcionalidad de la nevada tras
una noche encantada. Erigió a una, a dos Frida Kahlo, escarchadas, expresivas, de
las que ya sabía de antemano que no perdurarían; aun a sabiendas de que durarían
en otra forma, en otro estado, en una pintura sospechada en sus trazos, o en
estas letras que valen su recuerdo, su perpetuidad en el pequeño detalle, y en
el silencio. “¿Quién les dio la verdad absoluta? Nada hay absoluto, todo
cambia, todo se mueve, todo revoluciona, toda vuela y va” … Todo vuela y va…
No todo se desdibuja, se olvida, se cicatriza, sin dolor, sin conocimiento, sin
la causa de la herida… Todo cambia, y, con todo, hay que intentarlo, anhelarlo,
insistirlo y buscarlo, con un “dame ilusión, esperanza, ganas de vivir y no
me olvides.” Y cuando solo quede un rastro húmedo en las baldosas, con unas
florecillas náufragas, con unas ramitas que abrazarán otras concepciones o
quimeras… “¿Quién diría que las manchas viven y ayudan a vivir? Tinta,
sangre, olor… ¿Qué haría yo sin lo absurdo y lo fugaz?”, todavía merecerían
conmemorarse estos momentos, y en un lugar dotado de sustancia, energía, de
vida…, con “tanta intensidad, tanto interés, que el problema es sólo saberla
vivir.” Yo que soy tan fugaz, y tan absurdo, y tan alambicado como esos
picachos eternos, agradezco los instantes, los pliegues, el engurruño adentro, la
conmoción o esta intención que apuntala un querer vivir, ¿cómo?, sintiéndolo, o
un Vivir con mayúscula, extrañando, así, en la fría quemazón de la belleza; o con
el regreso de aquel niño asombrado al descubrir su primera nevada, la sonrisa por
los copos que amasaba con sus manos y lanzaba o recibía de los amigos entre
juegos por los jardines níveos de Las Imágenes, entre ilusiones que paraban el
tiempo. Entonces ya no supe, si fue mi hija Inés o una o las dos muñecas de
nieve, quien me guiño un ojo, y donde se refugió un resol de fantasía blanca, o
era confianza.
“MUÑECA
DE NIEVE”
F.J.
Calvente ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario