Hoy, en otro miércoles de cenizas no en los altares,
en el cielo,
agitadas y convulsas
por un irritante,
ese desabrido céfiro,
con sus rachas desquiciadas,
extraviadas y devastadoras.
Trastornadas y trastornados,
todos, con su imperio impar,
más en ellos.
Animados y efímeros claros, aparecen para desaparecer,
de un azul intenso.
En un medio de miedo
y serenidad,
de resignación
y descreída curiosidad,
la oportunidad, la encrucijada,
en una confluencia de perspectivas, de metáforas y sinónimos, quizás,
para ellos,
los que nosotros seremos tras la batalla persistente de los días.
Quienes quieren estar en el mundo, a ser oídos, tocados,
cuando el mundo los aclara,
los ve con legañas y los condenan a arrastrarlas,
velos pretéritos y entonces, para todos, astrosos y dudosos.
Ellos. Nosotros que los heredamos y desafiamos para luego llorarlos.
Milagros en el equilibrio de sentirse visibles, tangibles,
con sombra en el camino y rostro en el espejo,
conmemorados por lo dejado y armonioso,
historias vivas que todavía pueden leerse
en sus crónicas de esclavas rutinas y esforzadas quimeras.
Trasiego de ancianos, íntegros y acompañados, tullidos o plenos,
con bastones, sobre ruedas, bolsos de epitafios fuertemente asidos,
por una alameda desangelada, parada,
por la que vuelan y no se remueven en sus pasos medidos, cortos,
dificultosos;
soslayan el accidente, el fin que está ahí, pavorosamente presente.
El abismo absoluto tras la orilla franca, desgarradoramente palpitante.
El Tajo.
Ayer un cuento y tan irremisible mañana, suicidamente oferente.
Un teatro de vacíos.
Una conjura contra el virus real en el otro,
las otras candilejas.
Dentro, y más adentro, las agujas que penetran insensibles
la piel parcheada, arrugada, hombros desnudos de olvidos,
por mil levantes y ponientes que enlutan los crepúsculos.
Un derrame de esperanza, fluido, la suave presión del émbolo…
La savia ajena que debe vivificar la propia, es extraño, y asumible.
Ellos, ancianos que descubren a la sonrisa enmascarada,
en los hábitos blancos, a un palmo.
Ojos jóvenes, hambrientos de futuro,
en los que descansan los otros cansados de pasados.
Ellos, para esto están, han venido, obligados o convencidos:
Un remedio,
para la enfermedad,
para el miedo,
perentorio;
para dejar de ser invisibles.
Un poco más inmunes.
Más inmunes un poco.
¡Oh! Contra lo que más pronto y siempre tarde,
les borrará de estos épicos ruedos.
Ruedos como el contiguo,
colindante un circo ancestral de tortura y muerte del animal,
vítores que arrugan el alma.
Lacras de los tiempos. Tormento y expiación. Culpables e inocentes.
Adelantando al virus.
Viento, furioso.
Escalofríos de frío.
Amenaza la maraña confusa,
la arbórea alambrada arriba, que no criba al cielo de cenizas.
Abajo.
A un lado de los parterres roturados, de los mármoles desdentados, dibujos
empedrados,
de las fuentes sin agua y con hojas podridas, de pilastras de versos
heroicos,
en una esquina trasparente por los esqueletos invernales, el asombro.
La parábola del escenario, del instante,
a una medida íntima de las tablas,
de la escena,
donde ahora no se actúa,
ahora se cura, se sana el drama.
O se protege a los que una vez protegieron,
protegieron lo venidero y hasta lo imposible.
Ahí, sí, a un lado, en una arista cordial entre corrientes y exaltaciones,
no en el otro y opuesto, rígido y geométrico;
en el otro lugar, predio de histriones, entran ellos con sus
postrimerías,
con sus demoras o aguardos,
en esa fingida superficie de ladrillos, vidrios, y escenificaciones
algunas suyas, de ellos,
actores, extras o intérpretes,
o meros espectadores de una realidad que no entienden
pero tienen que comprender,
desde una grada que los entierra y les exige silencio.
¡Mirad!, sentados, a través del ventanal,
¡mirad!, de pie o sobre ruedas, apuntalados o separados,
tras la despedida, los últimos recuerdos,
¡qué hermosos!, ¡qué gratos!, esos capullos o sugerencias volátiles.
El cromatismo sutil, de los delicados adornos
ondeados por los aires,
por los alaridos del horror profundo,
por la expectativa saludable del suero.
La química que mientras recorre la sangre, permite curiosear el entorno,
y detenerse en lo bello.
¡Mirad!, algo tan cercano, tan maravilloso.
Un vértigo de constelaciones florales.
Rosas que no son y que están encapsuladas,
suspendidas de los hilos, de tramas flexibles y confusas,
de la frágil y tupida enramada.
Unos punteos de color,
vainas, envolturas, embriones de primavera.
Fundamentos que aparecen como por ensalmo.
Orígenes, hálitos concisos, cuajados de epílogos.
Recambios delicuescentes de las luces
para la farola apagada,
el hito en vigilias esplendentes,
de hierros fundidos y cristales empañados,
de forjas de ensueños románticos.
Tildes de una retórica invernal
para la regeneración en la esperada alborada.
El relevo estacional, la promesa del intermedio,
mudas de un sueño natural, de cristal, con las que colmar barrancos,
Tajo, almas.
Una certidumbre de ánimo y consuelo,
de color y calor,
de optimismo y solaz,
de escribir una última aventura en un vaho viejo.
¡Mirad! Llenaros de libertad, de intimidad. Y sacudirnos,
a nosotros y herederos,
con este compromiso de luz, lúcida,
de forma, rutilante y original,
de un vértigo aflorado, en ciernes florecido, primaveral.
Reverdecen, en un trasfondo de guiñol de vacunas,
tragedia en dos actos de inoculaciones,
las rosas que no son, las semillas ingrávidas, las flores marchitas
entre bambalinas,
aún con vida
por delante y para adeudarnos.
“ALQUIMIA
Y FLORAL”
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