Me encantó desde el
primer momento, desde la primera vez que vi o me hallé con esta foto de Isa
Ortega Gamarro, cuando asomó sin querer o estaba aguardando a tramar lo que fuese,
o solo con sorprenderme con su sugerencia y casualidad entre tantas ventanas
abiertas en Facebook; con fuerza y belleza y conmoción, con su frescura y
sinceridad entre tanta cochambrería frívola y falsa, tanta sorda endogamia y
onanismo implorante, tantos miedos y odios sueltos en las contiendas de la red social,
no hay ninguna que se salve, alguna que sea lógica y honesta, campo de batalla
digital en estos tiempos empeñados en la confrontación y no en la concordia, en
los sesgos y no en los encuentros. Toda una sorpresa. Toda una bendición. La
fotografía. Gracias Isa, otra vez, confío en que no será la última, la última
de tus fotos que me fascine y estimule. Entonces, con esta, además del embeleso
por la imagen retenida, la idea que transmitía o la que acaso yo necesitaría escuchar,
entender, y a la que al principio no conseguí captar, ni siquiera después, y en
estos momentos un poco del universo al que se abría y me invitaba a imaginarlo.
El mensaje que atesoraba o tendía para mí permaneció en las entretelas de una
circunstancia rota, como los pretextos de las redes a los que antes aludía, erráticos
de tinieblas por las rudas superficies de todo. Con todo, ahí persistía,
remordiéndome con su inadvertencia: La intuición que latía muy adentro, la que,
al no concretar, dejé en una de esas pausas, de esas esperas que alguna vez se
dilucidarían o llegarán y a las que llegaré como una liturgia de expiación; o
acaso nunca se produzcan, se resuelvan, y formen parte de los desechos de un
légamo de ilusiones perdidas. Lo dejé hacer, qué remedio. Solo el embrujo, al
menos. Copié la imagen y la guardé en mi carpeta de los
sueños posibles o de la libertad imaginada, o esos reclamos para cuando
hablo conmigo mismo, mientras escribo o me oigo o descifro mi silencio.
Después de un período espacioso,
no sé si meses o siglos, un “destino que conduce al carro de todo por la
calle de nada”, al abrir la carpeta digital para bucear en su envoltura,
sin calado, sin empeño, de manera frugal, casi inconscientemente, a la búsqueda
de otra intuición que no allegaba, o remoloneaba en el desquite de una molicie vergonzosa,
de una íntima conversación incolora o perezosa, recuperé la atención en el retrato,
abriéndolo y expandiéndolo en la pantalla del ordenador, y, al efectuarlo, algo
al unísono comenzó a removérseme adentro. Por supuesto que volvió a sugestionarme,
bastante. A abrir los ojos para lograr sentirla, a oír su inaugural armonía en
la rima de una metáfora que florecía con la languidez e ímpetu como esas cosas
que se recuerdan de improviso y erizan la piel. ¿Por qué este clisé me recordó
a otro, al del poeta Fernando Pessoa andando presuroso por una calle del Chiado
o la Baixa de Lisboa? Justo en ese instante, insospechadamente, por fin, al
establecer lo que pudiera entenderse de peregrina analogía entre el personaje
de la estampa con el eminente lírico portugués, leí, bebí sus palabras, entreví
su pie de foto, su recado, una parte sin duda y aunque para mí fuese entero o
por completo. Este que, de no estar por medio una impresión del “hombre que
mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía”, no se hubiera
producido, ¿qué?, la exaltación, la afinidad, la identificación con aquel otro
hombre de la instantánea y quien, escapando de una postrimería naranja, caminaba
a contraluz por la estación de trenes de Ronda. ¿Era Pessoa? ¿Era otro yo y
heterónimo? ¿Qué espejo reflejaba este daguerrotipo familiar y sugerente,
querido?
Su terno o atavío
inusual, su sombrero de ancho vuelo, sus manos en los bolsillos, su paso
ligero, su sombra alargada por el alisado suelo, su oscuro recorte como un tapujo
atractivo, cansado de la espera de un tren de la existencia que ya partió, o si
no llegó, ya no llegaría, y así huía de la última estación, de aquella hermosa dispersión
de un fin con el que el anochecer incendiaba la tarde, el día. Un extraño,
solitario, caminante sin rumbo o tomando un atajo que inventara más corta la
noche y más próxima el alba. No era un viajero, no tenía maletas. Aquí estoy y
aquí me quedo, tal vez. “¡Ah, que viajen los que no existen!” No iba a
ninguna parte, a ninguna parte que no sea esta. No iba a tomar un tren, no se bajó
de un tren, ni esperaba ni lo esperaba. ¿Y entonces? “Ya he visto todo lo
que todavía no he visto”. Quizás apareció tras despedir a alguien que sí se
había ido, que sí había subido a un tren, que sí llevaba maletas, y puede que se
hubiese despedido con un ademán de la mano o con un beso lanzado al aire o con
un mohín cansado o circunspecto o cabizbajo tras los compactos cristales. Un
familiar, amigo, o un amante o una amante con los que se había despachado,
hasta que la carrasposa voz por la megafonía anunciaba un cierre de puertas, la
ida, la inminente partida, los silbidos del jefe de estación o del propio
ferrocarril, con un ilusionante “hasta luego” o un destrozado “hasta siempre”;
o aguardaba a un familiar, amigo o al amante que no apareció en un postrero tren
que ya partió hacia donde a él no le competía, o si le interesaba consistía en
un interés de esperanza, o posiblemente de alivio, o de amarga decepción, y a
la sazón, triste o despechado, marchaba a llorar su soledad o a disfrutarla tras
su camino presto e impaciente a su hogar, a un bar, o a un lugar donde le esperara
un consuelo o un desahogo o una doble libertad; o ha cumplido con el ritual de
una nostalgia amable, con la morriña de un sueño o con la promesa de alguien que
apareciera tras un desierto de días implorándolo, evocándolo e incluso temiéndolo;
o solo ese agrado sin tiempo de ver llegar y marchar a los trenes, ensimismado,
contento, con todo el fárrago y trasiego de sus llegadas y despedidas, del
ajetreo en la estación y de sus vacíos; o era otro, o el mismo peregrino de la
nada que no necesitaba nada, ni tiempo, al que solo le urgía huir, de todo, de
todos, o de sí mismo, quien caminaba con paso largo y medido, en sentido
contrario a un mundo que declinaba o imploraba reinventarse cíclicamente, de
nuevo; o por esta frase de Azorín: “La ciudad reposa en un profundo silencio
y conforme avanzamos hacia ella, queda atrás el resplandor de la estación
mientras el tren se aleja silbando”; o también por esa posibilidad que
estás pensando y que deberías escribirla y comentarla, abajo o por privado…
“¿Quién eres?”, me
sorprendí preguntándole a la fotografía, cuestionándole a él, al hombre tenebroso
de la foto. “No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada…”,
me respondió, en una trémula hilacha de recitación, entretejida con los bisbiseos
de las traviesas de las vías, de los alambres tirantes y receptivos, del amortiguado
rumor de la ciudad, devueltos como los ecos de una inminencia próxima, de la
persistente impregnación en el lugar del traqueteo de un tren que se alejaba o
se aproximaba para siempre. El hombre, en su propio éxodo, declamaba susurrante
“Tabaquería”, el poema de Fernando Pessoa o su rodeo con Álvaro de
Campos, aunque con seguridad no fuesen ni uno ni otro, ni yo, ni los otros yo; ni
unos versos quemados en el ocaso, ni la algarabía polifónica y los raudos
planeos de los pájaros, cada vez más testimoniales, cifrando un “hasta mañana”
indescifrable incluso para ellos, pero que les permitía afrontar la muerte del
día y la confianza en la luz del siguiente; ni…, a pesar de la veracidad de un subjetivismo
cercano, o el despertar a una conciencia de lo absurdo, la que se oculta en
otra perspectiva de las cosas, entre las sombras de lo cotidiano, alentadas por
el aburrimiento, por un solaz de desilusión o de un bello desasosiego:
“No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser
nada.
Aparte
de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Ventanas de mi
cuarto,
cuarto de uno de
los millones en el mundo que nadie sabe quién son
(y si lo supiesen,
¿qué sabrían?)
Ventanas que dan al
misterio de una calle cruzada constantemente por la gente,
calle inaccesible a
todos los pensamientos,
real,
imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta,
con el misterio de
las cosas bajo las piedras y los seres,
con el de la muerte
que traza manchas húmedas en las paredes,
con el del destino que conduce al carro de todo por la calle de nada.
Hoy estoy
convencido como si supiese la verdad,
lúcido como su
estuviese por morir
y no tuviese más hermandad con las cosas que la de una
despedida,
y la hilera de
trenes de un convoy desfila frente a mí
y hay un largo
silbido
dentro de mi cráneo
y hay una sacudida
en mis nervios y crujen mis huesos en la arrancada.
Hoy estoy perplejo,
como quien pensó y encontró y olvidó,
hoy estoy dividido
entre la lealtad que debo
a la Tabaquería del
otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y la sensación de
que todo es sueño, como cosa real por dentro.
Fallé en todo.
Como no tuve
propósito alguno tal vez todo fue nada.
Lo que me enseñaron
lo eché por la ventana
del traspatio.
Ayer fui al campo
con grandes propósitos.
encontré sólo
hierbas y árboles
y la gente que
había era igual a la otra.
Dejo la ventana y
me siento en una silla. ¿En qué he de pensar?
¿Qué
puedo saber de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso?
¡Pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que
piensan ser esas mismas cosas que no podemos ser tantos!
¿Genio? En este
momento
cien mil cerebros
se creen en sueños genios como yo
y la historia no
recordará, ¿quién sabe?, ni uno,
y sólo habrá un
muladar para tantas futuras conquistas.
No, no creo en mí.
¡En tantos
manicomios hay tantos locos con tantas certezas!
Yo, que no tengo
ninguna ¿puedo estar en lo cierto?
No, en mí no creo.
¿En cuántas
buhardillas y no-buhardillas del mundo
genios-para-sí-mismos
a esta hora están soñando?
¿Cuántas
aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, de veras altas
y nobles y lúcidas-
quizá realizables,
no verán nunca la
luz del sol real ni llegarán a oídos de la gente?
El mundo es para
los que nacieron para conquistarlo
no para los que
sueñan que pueden conquistarlo, aunque tengan razón.
He soñado más que
todas las hazañas de Napoleón.
He abrazado en mi
pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en
secreto más filosofías que las escritas por ningún Kant.
Pero soy y seré
siempre el de la buhardilla,
aunque no viva en
ella.
Seré siempre el que
no nació para eso.
Seré siempre sólo
el que tenía algunas cualidades,
seré siempre el que aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro
que no tenía puerta,
el que cantó el
cántico del Infinito en un gallinero,
el que oyó la voz
de Dios en un pozo cegado.
¿Creer en mí? Ni en
mí ni en nada.
Derrame la
naturaleza su sol y su lluvia
sobre mi ardiente
cabeza y que su viento me despeine
y después que venga
lo que viniere o tiene que venir o no ha de venir.
Esclavos cardíacos
de las estrellas,
conquistamos al
mundo antes de levantarnos de la cama;
nos despertamos y
se vuelve opaco;
salimos a la calle
y se vuelve ajeno,
es la tierra y el
sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolates,
muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay
metafísica en el mundo como los chocolates,
mira que todas las
religiones enseñan menos que la confitería.
¡Come, sucia
muchacha, come!
¡Si yo pudiese
comer chocolates con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso y al
arrancar el papel de plata, que es de estaño,
echo por tierra
todo, mi vida misma.)
Queda al menos la
amargura de lo que nunca seré,
la caligrafía
rápida de estos versos,
pórtico que mira
hacia lo imposible.
Al menos me otorgo
a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble al menos por
el gesto amplio con que arrojo,
sin prenda, la ropa
sucia que soy al tumulto del mundo
y me quedo en casa
sin camisa.
(Tú que consuelas y
no existes, y por eso consuelas,
Diosa griega,
estatua engendrada viva,
patricia romana,
imposible y nefasta,
princesa de los
trovadores, escotada marquesa del dieciocho,
cocotte célebre del
tiempo de nuestros abuelos,
o no sé cual
moderna -no acierto bien la cual-
sea lo que seas y la
que seas, ¡si puedes inspirar, inspírame!
Mi corazón es un
balde vacío.
Como invocan
espíritus los que invocan espíritus me invoco,
me invoco a mí
mismo y nada aparece.
Me acerco a la
ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, la
acera, veo los coches que pasan,
veo los entes vivos
vestidos que pasan,
veo los perros que
también existen,
y todo esto me
parece una condena a la degradación
y todo esto, como
todo, me es ajeno.)
Viví, estudié, amé
y hasta tuve fe.
Hoy no hay mendigo
al que no envidie sólo por ser él y no yo.
En cada uno veo el
andrajo, la llaga y la mentira.
y pienso: tal vez
nunca viviste, ni estudiaste, ni amaste, ni creíste
(Porque es posible
dar realidad a todo esto sin hacer nada de todo esto.)
Tal vez has existido
apenas como la lagartija a la que cortan el rabo
Y el rabo salta,
separado del cuerpo.
Hice conmigo lo que
no sabía hacer.
Y no hice lo que
podía.
El disfraz que me
puse no era el mío.
Creyeron que yo era
el que no era, no los desmentí y me perdí.
Cuando quise
arrancarme la máscara,
la tenía pegada a
la cara.
Cuando la arranqué
y me vi en el espejo,
estaba desfigurado.
Estaba borracho, no
podía entrar en mi disfraz.
Lo acosté y me
quedé afuera,
Dormí en el
guardarropa
como un perro
tolerado por la gerencia
por ser inofensivo.
Voy a escribir este
cuento para probar que soy sublime.
Esencia musical de
mis versos inútiles,
quién pudiera
encontrarte como cosa que yo hice
y no encontrarme
siempre enfrente de la Tabaquería de enfrente:
Pisan los pies la
conciencia de estar existiendo
como un tapete en
el que tropieza un borracho
o la esterilla que
se roban los gitanos y que no vale nada.
El Dueño de la
Tabaquería aparece en la puerta y se instala contra la puerta.
Con la incomodidad
del que tiene el cuello torcido,
con la incomodidad
de un alma torcida, lo veo.
El morirá y yo
moriré.
El dejará su rótulo
y yo dejaré mis versos.
En un momento dado
morirá el rótulo y morirán mis versos.
Después, en otro
momento, morirán la calle donde estaba pintado el rótulo
y el idioma en que
fueron escritos los versos.
Después morirá el
planeta gigante donde pasó todo esto.
En otros planetas
de otros sistemas algo parecido a la gente
continuará haciendo
cosas parecidas a versos,
parecidas a vivir
bajo un rótulo de tienda,
siempre una cosa
frente a otra cosa,
siempre
una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo
real,
siempre el misterio
del fondo tan cierto como el misterio de la superficie,
siempre ésta o
aquella cosa o ni una cosa ni la otra.
Un hombre entra a
la Tabaquería (¿para comprar tabaco?),
y la realidad
plausible cae de repente sobre mí.
Me enderezo a
medias, enérgico, convencido, humano,
y se me ocurren
estos versos en que diré lo contrario.
Enciendo un cigarro
al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarro
la libertad de todos los pensamientos.
Fumo y sigo al humo
con mi estela,
y gozo, en un
momento sensible y alerta,
la liberación de
todas las especulaciones
y la conciencia de
que la metafísica es el resultado de una indisposición.
y después de esto me
reclino en mi silla
y continúo fumando.
Seguiré fumando
hasta que el destino lo quiera.
(Si me casase con
la hija de la lavandera
quizá sería feliz).
Visto esto, me
levanto. Me acerco a la ventana.
El hombre sale de
la Tabaquería (¿guarda el cambio en la bolsa del pantalón?),
ah, lo conozco, es
Estevez, que ignora la metafísica.
(El Dueño de la
Tabaquería aparece en la puerta).
Movido por un
instinto adivinatorio, Estevez se vuelve y me reconoce;
me saluda con la
mano y yo le grito ¡Adiós, Estevez! y el universo
se reconstruye en
mí sin ideal ni esperanza
y el Dueño de la
tabaquería sonríe.”
Aquel hombre de la
imagen que abandonaba la tabaquería o cafetería o dejaba al guardagujas con una
palabra en la boca, con el peso de una ausencia, desocupado un ya frío banco, de
unos cigarrillos en el suelo, o unas cáscaras de pipas con su desconcierto geográfico,
la señal de la suela de unos zapatos en una esquina o en una pared enjalbegada
o en el hierro oscuro de una farola, cuando la detención era su inexcusable
norma o entrega, disposición o entelequia; quien diligente marchaba de la
estación de trenes, huía del crepúsculo como los últimos resuellos de un
moribundo, con decisión, pero con esa discreción de parar los minutos o retrocederlos
a un pasado cómodo, como si “no tuviese más hermandad con las cosas que la
de una despedida.” La silueta negra, el despunte obscuro y esmerado, que
intentaba y al final no pudo pasar inadvertido. La culpa de una casual cámara
fotográfica, el enfoque rápido y el clic decisivo del obturador, el excepcional
momento, el momento oportuno, este que supo retener Isa Ortega Gamarro en uno
de sus frenesíes vivos y sonrientes, también inocentes, al abrir un marco, un
mirador de singular hermosura y excepción en un mundo gris y aburrido. De repente,
el hombre detuvo su ágil andar por el andén que espejeaba la inflamación del
horizonte, y miró hacia lo que pareció ser un agujero, un prieto hueco, una
ventana, al lado, ahí, junto a uno de los muelles abandonados. Una ventana que comenzaba
a abrirse en el anochecer, a desplegar con parsimonia sus visillos, “el que
aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta”,
por una suerte fantástica y favorecida. Y a través de la abertura, de la hondura
rectangular, él acercaba su cuerpo, su semblante de una oscuridad indefinida, escrutándome
sin ojos, sin argento vivo, sin expresión, aunque con sentido riguroso, a mí
que lo veía asimismo a través de la fotografía o de su ventana que en
definitiva siempre será o más bien la hice mía.
Y vi a aquel sonreírme,
reconocerme cuando con seguridad era la primera vez que reparaba en mí, formalizándolo
con la confianza que le daba un tiempo luengo anterior recíproco y transcurrido,
con una sonrisa sin curva, con unos ojos líquidos de pozos o abismos, quizás o
porque de este modo lo infería y un hormigueo adentro lo confirmaba con
certeza, sin secretos. En ese preciso intervalo comprendí que no era Estevez, aunque
se tratase de Álvaro de Campos no lo sería nunca, ni Pessoa, solo y ausente,
desnudo, sin heterónimos ni máscaras, ni ningún otro letraherido o poeta
atormentado por la plana indiferencia, por la impaciencia, o por unos versos
que no rimaban y de malos dolían su invalidez, o por inexpresivos, incomprendidos,
amargaban al alma lacerada, ni ideal ni esperanza. No era nadie y sin embargo era
el hombre que mira a los ocasos y vive con el fuego de su melancolía. No era
nadie y soy yo, como si al mirar la fotografía, al verle sonreír, sonreírme, y quien
a su vez me miraba a través de la misma instantánea, la ventana, el vano imposible,
vacío allí o ahora colmado, ante un esquinado y aloque ocaso y aquí en la
noche, de aire, de preparativos para la lluvia que seguro caerá mañana o no lo
hará y como lo hizo jornadas atrás, conjeturé en que debía cerrar los ojos e
imaginar la locura de lo que estaba pasando o de lo que me estaba imaginando y tan
verdad que sucedía y aún lo esté haciendo en los andenes de mi memoria. “Prueba
a escribir un pie de foto, el mensaje de esto que está ocurriendo” “No puedo,
no quiero, no está sucediendo” “Quizás si lo haces, si lo escribes, si escribes
este cuento, no hace falta que sea sublime, todo vuelva a la normalidad, a una
bella fotografía de alguien y de un instante que no te corresponde” “Sueño el
mundo, pero no quiero conquistarlo, solo dejarlo correr.” Y cerré la pantalla
del ordenador.
Seguro que fue un
sueño, tan real por dentro. “Siempre una cosa tan inútil como la otra, siempre
lo imposible tan estúpido como lo real.” Nada. Olvídalo. Y lo olvidé. “¿Qué
puedo saber de lo que seré, yo que no sé lo que soy?” Sin embargo, al
levantarme, al esperar retirarme, oí unos golpes en el ordenador, curiosos; después,
por su insistencia, aterradores, quien sabe si por algún extravío de circuitos,
fundidos anaranjados, bytes perdidos, tal como si alguien me llamara con unos
toquecitos adentro del portátil, ¡toc-toc-toc!, … y tan seguro que algo me reclamaba,
estaba sucediendo. Era él, sin duda, el hombre o el bardo o mi yo soy el otro de
la fotografía, quien todavía me sonreiría aunque no lo percibía desde la imagen
cegada en la carpeta de los sueños posibles o de la libertad imaginada, provocando
a lo mejor este y otros cortocircuitos, ofreciéndome en uno de estos una onza
de chocolate, “pruébala con pan”, sin absurdo, con la morriña de un tiempo
lejano y requerido con desesperación en este intermedio de la existencia donde
es posible traer al niño y en absoluto lograrlo más adelante, sea un poco, unos
minutos. No supe qué responder, ignoraba qué inventar, si bien la inercia en su
camino ya lo hacía desaparecer tras una esquina de la foto, obstaculizando al destino
por si quería desmentirme, y con el vértigo de su desaparición se perdió su
oportunidad o la de todos:
El ocaso se deshizo,
se apagó con noche. Las luces de la estación se encendieron, con otro crepitar
de fusibles o de calor de sus bombillas, prorrogando una fingida vigilia. El
hombre del sombrero no estaba, ya se había ido. El ordenador en off o en
suspensión. No estaba la fotografía, salvo en la memoria, virtual y sustantiva,
en esa carpeta repleta de sinapsis informáticas y muchas, como esta, quebradas
o acaso transgresoras. Soy yo y no soy nadie. “Aparte de esto, tengo en mí
todos los sueños del mundo.”
“VENTANAS QUE DAN AL MISTERIO”
F.J. Calvente ©
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