Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



viernes, 5 de febrero de 2021

"JUNTO A LA VENTANA"

 


“Alguien, cualquiera”, no quiso encender la luz del dormitorio, las del pasillo, de las escaleras, las del salón, la de la cocina… ni la de la Caja de Pandora con todos sus morbos propios y ajenos, ni la del armario con su entrada secreta (¡Que existía, seguro, entre las cajas de zapatos, entre unas indumentarias que acaso ya nunca vestiría!) a Magonia, Mordor, Macondo o al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería …, ni incluso a desenchufar el móvil, en la mesilla junto al cabecero de la cama, para usar su linterna o el brillo de la pantalla. No, prefirió confiar en un trayecto, un espacio, recorrido cien mil veces antes, pasadas, y las venideras aunque no estuviera entonces entre los despiertos o mejor entre los que persistían en esta orilla de la realidad; y desde que tenía memoria, con sus encontronazos y estropicios, desde que se conocía todas las sombras y certezas en sus momentos y formas, útiles y estéticos, conquistas y quereres, muebles e inercias de la morada. Procuraba del mismo modo no molestar al resto de los habitantes de la casa, a su familia que si no estaban dormidos, acaso en ese duermevela donde arden las ilusiones o se moldean unas nuevas. Asimismo, pero esto no lo reconocería ante nadie, concebía una extraña atracción por exponerse en la penumbra, ir por las habitaciones a oscuras, valiéndose de la ocasión y tiempo, como un animal noctívago que, solitario, silencioso, recorre sus dominios, reales e imaginarios, con los ojos fúlgidos de anonimato y misterio. Un gato, “alguien, cualquiera”, reservado, intrigante, receloso, como un enigmático efluvio, autónomo, voluptuoso, que se alimenta de las quimeras impregnadas, suspendidas en el ambiente y en sus disímiles dimensiones o abismos. Como un aventurero de cómics, como un niño que sueña o mejor fabrica su sueño, como un superhéroe por Gotham, como quien busca para encontrar y quien busca encuentra, de repente aparece ahí el camino de baldosas amarillas. Algo que misterioso, o algo inusual en esos instantes de la noche, en aquel pesado sosiego, vulnerara a lo reiterado o acostumbrado. Pese a no definir eso que aspiraba, y en absoluto le importaba, pues no se trataba solo de un ajustado agrado por la aventura sin causa ni efecto, ni satisfacción por lo recóndito, que le interesaban, y mucho, conforme a otro orden de escenarios y condiciones, cada vez menos o él menos osado o más precavido e incrédulo; pero no era el caso, acaso un gusto de sentirse solo en la soledad, sigiloso en el silencio, de apreciarse más oscuro en la oscuridad, incoloro en la difuminación de lo concreto, un dejarse llevar por ese hormigueo de lo imprevisto e incluso rayano de asombro. También es cierto que esto jamás hubiese sobrevenido de no mediar aquella sed enorme cuando ya estaba acostado, no dormido, entre las mullidas sábanas que olían a un suavizante floral y retenían el calor como pocas veces antes lo habían hecho o así lo había sentido; si no fuera por esta sed, la cena tardía, la sal o el picante o ambos, los nervios de un partido de fútbol frenético, la euforia posterior, el libro recién leído, no se hubiera aventurado por la mera constancia de este tránsito lóbrego hacia la cocina. El frío en los pies descalzos, como si pisara un suelo de cristales rotos, le hacía estar más vivo, más vivo que de costumbre. Curioso. Placentero. Cabeceó con un pensamiento negativo, por la posibilidad de enfriarse y coger un resfriado que, en este estado de pánico pandémico, pudiera confundirse con un positivo por coronavirus, y liarla por la aprensión en quien es tan hipocondríaco. La cocina con los bisbiseos y chirridos de los aparatos eléctricos, insomnes, charlatanes. Parlanchina la nevera, retórica en sus quejas, en su resguardado y fresco dolor, en su peculiar lenguaje de circuitos electrónicos y escarchados. La ignoró. La botella en la mesa, un reflejo en su cristal de un asomo pendiente o de lo que ya no existía. Persistía un vago olor de la cena, persistente el de las mandarinas en una caja al lado, junto a la puerta. Bebió un vaso, después medio vaso más de agua. Saciado. Pensó que, con seguridad, después, a altas horas de madrugada, desvelado, acucioso, tendría que levantarse a orinar. No le afectó. Tal vez no, el cansancio o el peso del sopor aguantarían el otro lastre fisiológico. La parienta seguiría jugando al parchís, o simularía un ronquido con un conteo de fichas por las cuadrículas del juego esclarecidas en la pantalla digital, en su secuencia de rojos, amarillos, verdes y azules. La tirada de los dados virtuales. Cuando bebió y salió al salón, vio o, con mayor realismo, se encontró con el balcón iluminado por la luz metálica de las farolas del exterior, de una calle que podía adivinar irreal, con un almagre nuboso en el cielo. Unos regueros húmedos en el cristal. Un rectángulo esplendente, lúcidos sus mercurios y listones cruciformes, con las cortinas fruncidas en un complejo de livianos pliegues. Se detuvo. Admirado. Un retumbo, una percusión de latidos en el pecho. Extraña sensación que le hizo demorarse. La atracción que en esos segundos le suscitó el balcón, esa luz cetrina que apabullada germinaba de la vía y parecía contenerse, condensarse en una geometría precisa, por el freno contundente de la negrura adentro. Indudablemente, él irrumpía en un preámbulo desconocido, en la antesala para la materialización, para la manifestación de alguna epifanía nocturna o de uno de esos espectros que solo dejaron para la eternidad un testimonio, unas últimas palabras, la descripción de una emoción cuando el fin de la existencia les coartó la posibilidad de su reiteración o reminiscencia. Sin embargo, “alguien, cualquiera”, leyó en su mente, o una fantasía le obligó a recordar un fragmento de “El túnel” de Ernesto Sabato, libro que estaba en su estudio, arriba, no al lado, entre las baldas del mueble de madera donde susurraban en un estertor somnoliento Borges, Neruda, Ruiz Zafón, Marías, Saramago, Cortázar, Simenon, Conan Doyle, Auster, Eco, Mann…, y más tímidos, pero con fuerza, unos poemas de Ben-mizzián Palma y el universo narrativo de Mena Guerrero: “En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.” Entonces, en el aturdimiento seductor del hueco iluminado con los fanales lunares de la calle, le estalló una punzada que convirtió al anterior retumbo en otra cadencia más aguda en el corazón, de preocupación, pronto de miedo. Se advirtió en el inicio de un trayecto negro, el mismo o aquel que en los encuentros cercanos a la muerte reparaban los que al final de sus días, de sus días acá, por accidente, enfermedad o porque todavía no había llegado el momento pero se encontraban en esas sorprendentes y punzantes trece como testigos del tránsito al más allá, del salto al otro lado o donde fuese, y percibían, tras ese pasadizo de proyecciones de escenas de la infancia, de la juventud, de la paradójica madurez, aquel en su casa, en su hogar, en su vida, ahora, en el salón, la luz insólita, palpitante, hipnótica y atractiva al final de la travesía arcana y obscura; y en su caso, en quien seguía siendo “alguien, cualquiera”, una ventana encendida por los faroles de la calle y tamizada por los tenues plisados de las cortinas. El desasosiego a morir, a estar muriendo, turbulenta la recreación, el supuesto, esa sensación inusitada y pavorosa, controvertida y angustiosa, frente a la muerte. Siempre se teme a la muerte, por desconocimiento, por su testimonio de un vacío devastador. Todos. Y con todo, la llamada o la metáfora o la alegoría o lo que sea de fúnebre albur, atraía sus pasos, aferraba su voluntad, conminándole a ir hacia la luz, hacia la ventana, hacia… el Otro Lado. Quizás. “Alguien, cualquiera”, seducido aún por una aprensión ancestral y espantosa, comenzó a andar hacia allí o más adecuado era allá, como un insecto a un sol nocturno, sucumbiendo en el contacto, en el calor luminiscente, hacia la ventana, al vano a… Entonces, a unos centímetros del balcón, con la mano extendida para abrir con la suavidad de una caricia los visillos, como para descorrer la realidad o forjarse de irrealidad, para dejarse inundar por entero de aquella luminosidad fría y sugestiva, cerró los ojos con una sonrisa de conformidad, no de una resignación por lo que pudiera pasar enseguida, con toda su carga de final o término aquí, todavía no allá y si en verdad lo fuera, sino como uno de esos cabeceos con los que se pretende poner en fuga algún espontáneo ramalazo de chifladura, lo que le permitió comulgar con el hábito y ajustarse al sentido común o a lo convenido. Y así, a oscuras, en la que aún se sentía venturoso e inquieto, regresó a la cama.

 

 

JUNTO A LA VENTANA

F.J. Calvente ©

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