“Alguien, cualquiera”,
no quiso encender la luz del dormitorio, las del pasillo, de las escaleras, las
del salón, la de la cocina… ni la de la Caja de Pandora con todos sus morbos propios
y ajenos, ni la del armario con su entrada secreta (¡Que existía, seguro, entre
las cajas de zapatos, entre unas indumentarias que acaso ya nunca vestiría!) a Magonia,
Mordor, Macondo o al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería …, ni incluso a desenchufar
el móvil, en la mesilla junto al cabecero de la cama, para usar su linterna o
el brillo de la pantalla. No, prefirió confiar en un trayecto, un espacio,
recorrido cien mil veces antes, pasadas, y las venideras aunque no estuviera entonces
entre los despiertos o mejor entre los que persistían en esta orilla de la realidad;
y desde que tenía memoria, con sus encontronazos y estropicios, desde que se
conocía todas las sombras y certezas en sus momentos y formas, útiles y
estéticos, conquistas y quereres, muebles e inercias de la morada. Procuraba del
mismo modo no molestar al resto de los habitantes de la casa, a su familia que
si no estaban dormidos, acaso en ese duermevela donde arden las ilusiones o se
moldean unas nuevas. Asimismo, pero esto no lo reconocería ante nadie, concebía
una extraña atracción por exponerse en la penumbra, ir por las habitaciones a
oscuras, valiéndose de la ocasión y tiempo, como un animal noctívago que,
solitario, silencioso, recorre sus dominios, reales e imaginarios, con los ojos
fúlgidos de anonimato y misterio. Un gato, “alguien, cualquiera”, reservado, intrigante,
receloso, como un enigmático efluvio, autónomo, voluptuoso, que se alimenta de
las quimeras impregnadas, suspendidas en el ambiente y en sus disímiles
dimensiones o abismos. Como un aventurero de cómics, como un niño que sueña o
mejor fabrica su sueño, como un superhéroe por Gotham, como quien busca para
encontrar y quien busca encuentra, de repente aparece ahí el camino de baldosas
amarillas. Algo que misterioso, o algo inusual en esos instantes de la noche, en
aquel pesado sosiego, vulnerara a lo reiterado o acostumbrado. Pese a no
definir eso que aspiraba, y en absoluto le importaba, pues no se trataba solo de
un ajustado agrado por la aventura sin causa ni efecto, ni satisfacción por lo recóndito,
que le interesaban, y mucho, conforme a otro orden de escenarios y condiciones,
cada vez menos o él menos osado o más precavido e incrédulo; pero no era el
caso, acaso un gusto de sentirse solo en la soledad, sigiloso en el silencio, de
apreciarse más oscuro en la oscuridad, incoloro en la difuminación de lo
concreto, un dejarse llevar por ese hormigueo de lo imprevisto e incluso rayano
de asombro. También es cierto que esto jamás hubiese sobrevenido de no mediar aquella
sed enorme cuando ya estaba acostado, no dormido, entre las mullidas sábanas
que olían a un suavizante floral y retenían el calor como pocas veces antes lo
habían hecho o así lo había sentido; si no fuera por esta sed, la cena tardía,
la sal o el picante o ambos, los nervios de un partido de fútbol frenético, la euforia
posterior, el libro recién leído, no se hubiera aventurado por la mera
constancia de este tránsito lóbrego hacia la cocina. El frío en los pies
descalzos, como si pisara un suelo de cristales rotos, le hacía estar más vivo,
más vivo que de costumbre. Curioso. Placentero. Cabeceó con un pensamiento
negativo, por la posibilidad de enfriarse y coger un resfriado que, en este
estado de pánico pandémico, pudiera confundirse con un positivo por coronavirus,
y liarla por la aprensión en quien es tan hipocondríaco. La cocina con los bisbiseos
y chirridos de los aparatos eléctricos, insomnes, charlatanes. Parlanchina la
nevera, retórica en sus quejas, en su resguardado y fresco dolor, en su peculiar
lenguaje de circuitos electrónicos y escarchados. La ignoró. La botella en la mesa,
un reflejo en su cristal de un asomo pendiente o de lo que ya no existía.
Persistía un vago olor de la cena, persistente el de las mandarinas en una caja
al lado, junto a la puerta. Bebió un vaso, después medio vaso más de agua. Saciado.
Pensó que, con seguridad, después, a altas horas de madrugada, desvelado, acucioso,
tendría que levantarse a orinar. No le afectó. Tal vez no, el cansancio o el
peso del sopor aguantarían el otro lastre fisiológico. La parienta seguiría
jugando al parchís, o simularía un ronquido con un conteo de fichas por las
cuadrículas del juego esclarecidas en la pantalla digital, en su secuencia de
rojos, amarillos, verdes y azules. La tirada de los dados virtuales. Cuando
bebió y salió al salón, vio o, con mayor realismo, se encontró con el balcón
iluminado por la luz metálica de las farolas del exterior, de una calle que
podía adivinar irreal, con un almagre nuboso en el cielo. Unos regueros húmedos
en el cristal. Un rectángulo esplendente, lúcidos sus mercurios y listones cruciformes,
con las cortinas fruncidas en un complejo de livianos pliegues. Se detuvo.
Admirado. Un retumbo, una percusión de latidos en el pecho. Extraña sensación que
le hizo demorarse. La atracción que en esos segundos le suscitó el balcón, esa
luz cetrina que apabullada germinaba de la vía y parecía contenerse,
condensarse en una geometría precisa, por el freno contundente de la negrura
adentro. Indudablemente, él irrumpía en un preámbulo desconocido, en la antesala
para la materialización, para la manifestación de alguna epifanía nocturna o de
uno de esos espectros que solo dejaron para la eternidad un testimonio, unas últimas
palabras, la descripción de una emoción cuando el fin de la existencia les
coartó la posibilidad de su reiteración o reminiscencia. Sin embargo, “alguien,
cualquiera”, leyó en su mente, o una fantasía le obligó a recordar un fragmento
de “El túnel” de Ernesto Sabato, libro que estaba en su estudio, arriba, no al
lado, entre las baldas del mueble de madera donde susurraban en un estertor somnoliento
Borges, Neruda, Ruiz Zafón, Marías, Saramago, Cortázar, Simenon, Conan Doyle,
Auster, Eco, Mann…, y más tímidos, pero con fuerza, unos poemas de Ben-mizzián
Palma y el universo narrativo de Mena Guerrero: “En todo caso había un solo túnel,
oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había transcurrido mi infancia,
mi juventud, toda mi vida.” Entonces, en el aturdimiento seductor del hueco
iluminado con los fanales lunares de la calle, le estalló una punzada que convirtió
al anterior retumbo en otra cadencia más aguda en el corazón, de preocupación, pronto
de miedo. Se advirtió en el inicio de un trayecto negro, el mismo o aquel que
en los encuentros cercanos a la muerte reparaban los que al final de sus días,
de sus días acá, por accidente, enfermedad o porque todavía no había llegado el
momento pero se encontraban en esas sorprendentes y punzantes trece como
testigos del tránsito al más allá, del salto al otro lado o donde fuese, y percibían,
tras ese pasadizo de proyecciones de escenas de la infancia, de la juventud, de
la paradójica madurez, aquel en su casa, en su hogar, en su vida, ahora, en el
salón, la luz insólita, palpitante, hipnótica y atractiva al final de la travesía
arcana y obscura; y en su caso, en quien seguía siendo “alguien, cualquiera”, una
ventana encendida por los faroles de la calle y tamizada por los tenues plisados
de las cortinas. El desasosiego a morir, a estar muriendo, turbulenta la
recreación, el supuesto, esa sensación inusitada y pavorosa, controvertida y
angustiosa, frente a la muerte. Siempre se teme a la muerte, por desconocimiento,
por su testimonio de un vacío devastador. Todos. Y con todo, la llamada o la
metáfora o la alegoría o lo que sea de fúnebre albur, atraía sus pasos, aferraba
su voluntad, conminándole a ir hacia la luz, hacia la ventana, hacia… el Otro
Lado. Quizás. “Alguien, cualquiera”, seducido aún por una aprensión ancestral y
espantosa, comenzó a andar hacia allí o más adecuado era allá, como un insecto
a un sol nocturno, sucumbiendo en el contacto, en el calor luminiscente, hacia
la ventana, al vano a… Entonces, a unos centímetros del balcón, con la mano
extendida para abrir con la suavidad de una caricia los visillos, como para
descorrer la realidad o forjarse de irrealidad, para dejarse inundar por entero
de aquella luminosidad fría y sugestiva, cerró los ojos con una sonrisa de
conformidad, no de una resignación por lo que pudiera pasar enseguida, con toda
su carga de final o término aquí, todavía no allá y si en verdad lo fuera, sino
como uno de esos cabeceos con los que se pretende poner en fuga algún
espontáneo ramalazo de chifladura, lo que le permitió comulgar con el hábito y
ajustarse al sentido común o a lo convenido. Y así, a oscuras, en la que aún se
sentía venturoso e inquieto, regresó a la cama.
“JUNTO
A LA VENTANA”
F.J.
Calvente ©
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