Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 9 de febrero de 2021

"LA BELLEZA"

 


“La mitad de la belleza depende del paisaje;

y la otra mitad de la persona que la mira…

Los más brillantes amaneceres;

los más románticos atardeceres;

... los paraísos más increíbles;

se pueden encontrar siempre en

el rostro de las personas queridas.

Cuando no hay lagos más claros

y profundos que sus ojos;

cuando no hay grutas de las maravillas

comparables con su boca;

cuando no hay lluvia que supere a su llanto;

ni sol que brille más que su sonrisa. . .

La belleza no hace feliz al que la posee;

sino a quien puede amarla y adorarla;

Por eso es tan lindo mirarse cuando esos rostros

se convierten en nuestros paisajes favoritos...”

 

 

La mañana espejeaba para que Hermann Hesse escribiese su poema, y así yo lo leyera, en el efluvio de la rociada. Dos miradas que aquí se hacían una. Detenerme al borde de la carretera, en un salto al prolegómeno del valle del Genal, ocurrió de manera inexcusable. No, no podía obviarse la desnudez del paisaje, cuando se abre y se asoma a ti con una cualidad especial y admirable. Imposible eludir la perspectiva, sentí como algo así a inmolar la sensibilidad, quebrar la inmortalidad. El único peligro podría venir de la exaltación de los ojos y del ritmo frenético del corazón, porque el tráfico rodado, ya de por sí exiguo, testimonial ahora por la pandemia y las normas de confinamiento perimetral de las poblaciones. El silencio incrustaba sus agujas de una soledad fría en mi cara, revolviendo mi pelo con un afán hurgador, e incluso en los aspavientos del trémulo matorral. El horizonte plegado, arrugado con las heridas de un yermo desolado por ponientes y levantes, deforestaciones y olvidos, descendiendo hacia el nacimiento del rio Genal, en una cañada majestuosa escoltada, a la izquierda, por Parauta y un poco más abajo, a la derecha, Cartajima, al frente, en un nimbo cárdeno, cerrando el parapeto natural del collado, Pujerra. Aquí y allá, los fuegos invernales de limpieza del castañar, las columnas lechosas que subían al cielo, o acaso eran surtidores de la tierra que fabricaban el cielo del día, nublos que en las alturas traían agua. El panorama, no era necesario exigirle ni lo mucho ni lo poco, nada, aportaba su parte fundamental de belleza. Y yo, poco a poco, al compás de los pálpitos que los ojos recorrían húmedos por la helada y la emoción, tallaban adentro la otra mitad de la belleza que no me pertenecía, o entonces yo ya pertenecía a aquello, o una reunión recurrente cuando me desgajé de este universo en el comienzo de mis tiempos. Sí, como si me mirara en un espejo, en ese azogue auténtico, o como si vislumbrara en el espejo de la vida un reflejo propio y perdido. Dos miradas que se hicieron una. Espejo entre los espejos de la vida, en el que presenciaba, y siempre lo observaré, paseos, descubrimientos, misticismo, historia, leyenda, ternura del animal, misterios, tesoros y evasiones…; a los rostros de los seres queridos, sobre todo más allá, en ese pueblo enriscado del fondo, con su sinceridad y querer, afinidad y regreso a las raíces, amor y dolor, trabajo y asueto, amaneceres y crepúsculos encendidos… Dos miradas que se concebían una a la otra, dos miradas en una. Un espejo, un paisaje, una chincheta en el mapa, en la geografía de los recuerdos que entonces, al borde de una carretera sinuosa, revivían.

 

 

“LA BELLEZA”

F.J. Calvente ©

 

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