“La mitad de la belleza depende del
paisaje;
y la otra mitad de la persona que la
mira…
Los más brillantes amaneceres;
los más románticos atardeceres;
... los paraísos más increíbles;
se pueden encontrar siempre en
el rostro de las personas queridas.
Cuando no hay lagos más claros
y profundos que sus ojos;
cuando no hay grutas de las maravillas
comparables con su boca;
cuando no hay lluvia que supere a su
llanto;
ni sol que brille más que su sonrisa. .
.
La belleza no hace feliz al que la posee;
sino a quien puede amarla y adorarla;
Por eso es tan lindo mirarse cuando
esos rostros
se convierten en nuestros paisajes
favoritos...”
La mañana espejeaba para
que Hermann Hesse escribiese su poema, y así yo lo leyera, en el efluvio de la rociada.
Dos miradas que aquí se hacían una. Detenerme al borde de la carretera, en un
salto al prolegómeno del valle del Genal, ocurrió de manera inexcusable. No, no
podía obviarse la desnudez del paisaje, cuando se abre y se asoma a ti con una cualidad
especial y admirable. Imposible eludir la perspectiva, sentí como algo así a inmolar
la sensibilidad, quebrar la inmortalidad. El único peligro podría venir de la
exaltación de los ojos y del ritmo frenético del corazón, porque el tráfico
rodado, ya de por sí exiguo, testimonial ahora por la pandemia y las normas de confinamiento
perimetral de las poblaciones. El silencio incrustaba sus agujas de una soledad
fría en mi cara, revolviendo mi pelo con un afán hurgador, e incluso en los
aspavientos del trémulo matorral. El horizonte plegado, arrugado con las
heridas de un yermo desolado por ponientes y levantes, deforestaciones y
olvidos, descendiendo hacia el nacimiento del rio Genal, en una cañada
majestuosa escoltada, a la izquierda, por Parauta y un poco más abajo, a la
derecha, Cartajima, al frente, en un nimbo cárdeno, cerrando el parapeto
natural del collado, Pujerra. Aquí y allá, los fuegos invernales de limpieza
del castañar, las columnas lechosas que subían al cielo, o acaso eran
surtidores de la tierra que fabricaban el cielo del día, nublos que en las
alturas traían agua. El panorama, no era necesario exigirle ni lo mucho ni lo
poco, nada, aportaba su parte fundamental de belleza. Y yo, poco a poco, al
compás de los pálpitos que los ojos recorrían húmedos por la helada y la
emoción, tallaban adentro la otra mitad de la belleza que no me pertenecía, o
entonces yo ya pertenecía a aquello, o una reunión recurrente cuando me desgajé
de este universo en el comienzo de mis tiempos. Sí, como si me mirara en un
espejo, en ese azogue auténtico, o como si vislumbrara en el espejo de la vida
un reflejo propio y perdido. Dos miradas que se hicieron una. Espejo entre los
espejos de la vida, en el que presenciaba, y siempre lo observaré, paseos,
descubrimientos, misticismo, historia, leyenda, ternura del animal, misterios,
tesoros y evasiones…; a los rostros de los seres queridos, sobre todo más allá,
en ese pueblo enriscado del fondo, con su sinceridad y querer, afinidad y regreso
a las raíces, amor y dolor, trabajo y asueto, amaneceres y crepúsculos encendidos…
Dos miradas que se concebían una a la otra, dos miradas en una. Un espejo, un
paisaje, una chincheta en el mapa, en la geografía de los recuerdos que
entonces, al borde de una carretera sinuosa, revivían.
“LA BELLEZA”
F.J. Calvente ©
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