Unos segundos,
una largueza de minutos,
es cuanto se vive
en toda la existencia.
La vida que tal vez
sea este tiempo
sin perder,
esta aventura,
este retrato,
una de estas brevedades
perdurables.
Alcanzar el horizonte,
y una manera de lograrlo.
Tras la voluntad que destraba la mirada.
La mirada que no mira,
la que suspira
en el espejo de la entraña
lo que de fuera, y bello, refleja
y entonces nada lo empaña.
A toda la física y metafísica
trasciende,
y mantiene
de vértigos, caídas e insignificancias.
Valle del Genal y también Ítaca.
En la marcha del héroe que elude
barrancos, profundas cañadas,
aristas y obstáculos,
descensos y escaladas,
prejuicios y miedos,
cuevas ancestrales y arroyos
secos o caudalosos,
vahídos…
inercias…
Rutinas que apuran,
como las hoscas retamas;
o fantasías verdes que marcan
la búsqueda, el avance o la vuelta atrás,
la selección u opción,
la persistencia,
por entre encinas y olivos,
y siempre piedras,
por cielos de granito
que se desploman con estrépito,
unas imperturbables cabras,
la vigilancia de unas águilas.
Nada.
Conquistar el panorama
buscando primero el camino,
la ruta más idónea,
la perspectiva que no es errática,
centrada.
Un paso más llano
o menos pronunciado,
más diáfano
o menos intrincado.
Una forma más sencilla,
aunque haya que sacrificar
algún que otro ensueño,
algún que otro tesoro
oculto desde milenios,
algún que otro dolor
por el esfuerzo,
por el miedo superado.
Allí y allá,
con aguzar y desde aguzaderas,
entre instantes que son eternos,
de eternidades que duran un lagrimeo,
encaramados cobijos de cal,
de lumbre y calma,
donde curar las heridas,
mantener la mirada,
la confianza
en el remonte,
el fiel de la balanza,
y alcanzar el horizonte.
“HORIZONTE”
F.J.
Calvente ©
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