El
atardecer instaló su fragua en el horizonte, arriba, en el cielo, a esa escasa
distancia de la tierra, de la piedra, de la cotidianidad, como si estableciera
un vínculo de proximidad o continuidad, de normalidad, una causa, un efecto, un
sólido reflejo…; con su vivo colorido de las llamas, su voluptuosa ligereza y su
bella expectación, su imprevisto ingenio. El silencio del yunque, donde herradores
invisibles moldeaban el metal del tiempo, de uno de sus momentos, espontáneos,
o así de creíble lo presentaban y cerraban en falso o con sortilegio. Solo la pantalla,
la callada liviandad de unas nubes de algodón, conglomeradas, matizadas con el reverbero
del incendio de su interior, el de la fragua, de las brasas palpitantes en su
núcleo precipitado, e intenso; donde el agua vaporizada por el templar del
plomo del invierno, o de su recuerdo, una y otra vez, se cristalizara para
siempre en un instante, como si se materializasen en las rocas primigenias y prendiera
el tornasol en ese visto y no visto en el espejo de la tarde.
Sucedía
que el crepúsculo fundía, con perfección inédita, ensayaba este comienzo que no
termina, y así de formal, de la primavera; sí, todavía, y lo que queda, con
suerte y vicisitud, de repente, con la fugaz mudanza entre la gris borrasca, de
lluvias, relámpagos y estrépitos, y de seguido un sol justiciero. Más en abril.
La fragilidad requiere de cuidado, la alteración por los tanteos, la sorpresa, y
conmoción, o desapego, un barajar sorprendente de los distintos palos del
clima, o el asombro atemperado con el fuego de la confianza por un nuevo estreno,
u otro ayer reiterado, nada que no se lleve el levante, el viento, nada que no
sea un retorno cíclico, de lo esperado. Estas fracturas hermosas de la persistencia,
del tiempo. Un espectáculo maravilloso, para aprovecharlo, o no; y cuando solo
era cuestión de llenarse con la visión, y no mirar para un lado rutinario,
cabizbajo, inconsciente e inconsecuente a lo que altera, aletargado, a lo que adentro
remueve y verdadero. Para luego cerrar los ojos, en los primeros, héroes o
soñadores con la eternidad del nimio intervalo, a retenerlo, quizás ante la
inminencia de la noche, de la oscuridad y la negación; o insistir en imprimir a
voluntad la imagen en las retinas, y de ahí al corazón. La impregnación firme
para vestir, forjar la evocación, y acudir a esta cuando regresaran las
grisuras y las sombras, la monotonía sin color, la cómoda resignación, sin
sobresaltos, la rasgadura por la inesperada lápida del firmamento, con el
primer trueno, uno de la también inesperada tormenta. Hoy y acaso mañana. Luego
sol y buen tiempo. Primavera.
“FRAGUA EN EL HORIZONTE”
F.J. Calvente ©
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