Irrumpió ese instante
en el que la realidad, la noche desplomada en la calle, la hora, las irritantes
ausencias, jaleaban a la imaginación a entrar a saco para transformar, moldear
lo cotidiano en un escenario de fantasía, de posibilidades desconocidas.
Aristas de luz, como la escarcha en un cuento de navidad, sajaban la grisura de
un camino por el que entonces nada ni nadie transitaban. Raro. La honestidad de
la cal fugándose del trasfondo negro de donde se infería, con sospechosa
garantía, surgiría lo insólito. Incluso un denso silencio, tangible como un
mazacote de húmeda arcilla, extraño a esas horas en el centro de la ciudad, pactaba,
o servía de instrumento, para que la imaginación formulase a capricho la
aventura o un sueño de ojos entornados o un sortilegio sin tiempo o un milagro breve
y rutinario, una falla en un mundo cansado; como si cogiese esas dos luces con
sus filos tajantes, naranja del farol y esperanza del negocio, para balizar los
límites en los que consumar la quimera o un aliento fresco por inesperado. En
el teatro, al lado, se escenificaba Cabaret.
Nada sucedió, sin
embargo, pues el momento, la calle, la normalidad, las fachadas reflejando el
marfil de las farolas, el quemado horizonte donde la noche se hacía más noche,
enlutada de renacimiento, … todo con su matiz sugerente, por supuesto,
especial, permaneció intratable o quizás fuese inalterable, a pesar de aquella
sensación de irrealidad, de presagio por la manifestación de un suceso extraordinario.
Uno de los coches con su excesiva velocidad, de bronco escape de tos tras cada
aceleración y frenada, molesto y temerario, exhibía su impunidad por la otra
artería inmediata como para certificar lo acostumbrado. Los vítores de jóvenes
amalgamados en una terraza de bar o heladería o pub o antro al paso del auto, junto
al paseo más hermoso del universo, el de la Alameda del Tajo, que a espaldas a
esta, siempre, quizás temerosos de elevadas magnitudes que los ofendía, los
menoscababa, a ellos y a sus circunstancias, bien parecían adornos en una
pasarela de vanidades, seguros igualmente por todo menos de ellos mismos y al
residuo que dejaban en un debe del destino y en un sentido sin sentido del
presente de unos días futuros.
Tras un hondo suspiro,
más de agradecimiento que de decepción, y cuando se imponía la vuelta a casa o
a ninguna parte, al abandono del espacio y de la sensación vibrante, él apareció
no se supo de dónde, alterando con su presencia las sombras y las dudas, la
fractura de este rato. Un toque en la ventanilla del auto. Un toque en el hombro
con un frío inusitado. No más, y cercano. Un anciano que todavía no había
nacido, dijo con un dejo de melancolía que pareció proceder de muy lejos: “Siempre
habrá otra oportunidad”. Y dicho esto, desapareció por ensalmo. Girar la cabeza
y aquel no estaba, o acaso jamás había estado, ya se había ido. Quedó la fotografía,
esa, y estas letras.
“OTRA
OPORTUNIDAD”
© F.J.
Calvente
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