Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 14 de diciembre de 2021

"UN CAMINO DE HOJAS AMARILLAS"

 


De improviso, “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, sintió el saludo, o la invitación a ciegas, de la ráfaga de un viento fuerte que la hizo cerrar los ojos. Cuando pasó la brusca impresión, en lo que pareció un susurro al entornar con languidez los párpados, pero que fue el rumor de unas hojas que caían en el pavimento de la alameda tras despedirse el aire una vez cumplida su sortilegio o encargo, sintió el estallido de una revelación, un pentagrama original, o una identificación con el todo, y de cuanto se apresuró a desmenuzar en sus pormenores, para con esto deshacer las aristas de un escalofrío que tomó la forma de aquel saludo o invitación a ciegas del destino.

 

 

“La mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, la que podía ser Ana, Roge o la Dorothy del cuento infantil “El maravilloso mago de Oz” de Lyman Frank Baum, miró con detenimiento, con embeleso, la alfombra dorada de hojas en el suelo; notándose alentada a andar por esta y aun no llevando los zapatos de plata que la Bruja del Norte pudo haber puesto esa mañana en sus pies cansados de vértigos y reiteraciones para transitar por Oz y alcanzar de tal manera la Ciudad Esmeralda. El pensamiento demoraba la acción, la voluntad de hollar inmediatamente aquel particular “camino de baldosas amarillas.” Cuántas veces -se dijo- olvidamos cómo el privilegio de vivir, de estar vivos, la consciencia de la realidad, también de los sueños, los tenemos tan cerca de nosotros; tan cerca cuando ya estimábamos haberlos perdido hacía mucho de lejos y acaso para siempre. Cuántas veces, en el gris de las rutinas y los agujeros de la contrariedad, de las esquinas a callejones sin salida, anodinos, deslucidos, malogrado el color de la ilusión, de la curiosidad o la imaginación, extraviamos el sendero fabuloso de la vida, no el habitual de la subsistencia o la mera persistencia, sino el de aquel derrotero, quizás verdadero, que nos hace vivir experimentando que lo hacemos, con todos los sentidos y algunos retales de sueños. Cuántas veces, más conscientes ahora, en otoño, cuando todavía no urge desprenderse de lo viejo, de lo innecesario, tan solo basta con comprometerse a realizarlo, ni matar a las malvadas brujas del este y del oeste para recuperar un rumbo vital por un camino propio de baldosas amarillas; este que como las migajas de pan del otro clásico, las hojas caídas de los álamos señalando con vistosidad la senda o huella, animan a tomarlo o a recuperarlo desde que un aciago día pusimos la mordaza al niño o niña y los forzamos a desaparecer, de modo indiferente, en la sombra de los días y en esa ciencia indefectible de apropiarnos de parcelas materiales apagando la luz de la aventura y fantasía. Cuántas veces…

 

 

Y ahí está, al lado, en la alameda franciscana, adentro, en su amabilidad y sosiego, sin la escenografía infernal y ruidosa de la restauración, de un espacio épico con sus llamadas de atención y respuestas a la aflicción del diario. Aún por las alusiones, anteriores y posteriores, no va a ser su testimonio un panegírico, una versión o comparación osada y libre de la referida narración, ni incluso en un buscarle los tres pies al gato, precisamente los de aquel que aquí es anunciador y protagonista incuestionable de la estación, al cuento de L. Frank Baum. No, a “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño” no le importaba, ni le seducía en esos instantes contemplarse ni plantearse la curiosidad por los supuestos significados ocultos de “El maravilloso mago de Oz”, ni teosóficos o filosóficos o cualesquiera que tuvieran que ver con el trayecto del alma hacia la iluminación, y ni mucho menos con teorías o conjeturas políticas o económicas o todas delirantes o excitadas. Bien cierto que ella, como la Dorothy Gale de la ficción, antes del primer paso por el lecho de hojas o baldosas amarillas, (“Follow the yellow brick road!!”, afirmaba en inglés en un bisbiseo que se confundía con los estertores de agua de la fuente inmediata, también del pilar a su espalda en un eco amplificado por el murallón de piedra y fábula, y con la mecida de unas ramas ya desnudas de hojas y de historias escritas como esta), ella, decíamos, se sentía en estos prolegómenos de reflexión y pausa como el héroe de las mil caras de Joseph Campbell, ese paradigma o “monomito” en su camino de transformación o trasmutación personal. “Mono… qué”, me preguntaría con mueca de oreja a oreja. El llamado “monomito” o teoría de cuando el “héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos.” Aunque tampoco la mujer iba a entrar, ni por asomo, y es que no hay nada nuevo bajo el sol, donde todo ya se ha pensado y escrito antes, y así estos arquetipos, símbolos y pábulos aparecen en la mitología, los cuentos de hadas, leyendas, tradiciones y religiones del orbe, de cómo Campbell acopió referencias ajenas para su modelo del héroe: desde Sigmund Freud, ahí su complejo de Edipo, de Carl Gustav Jung, con sus memorables figuras arquetípicas y el inconsciente colectivo, incluso pasando por Arnold van Gennep, con su ensayo “Los ritos de paso” y el concepto de triple estratificación, al psicoanalista Otto Rank, con su teoría del trauma del nacimiento, y los etnógrafos James George Frazer, su “La rama dorada. Magia y religión”, y Franz Boas, con el determinismo social y el difusionismo cultural, hasta su admirado James Joyce y del que tomó, de su “A Skeleton Key to Finnegans Wake”, firmado junto a Henry Morton Robinson, el término “monomito”, “Mono… qué”, pues eso; e incluso de llegar a nuestros días, hostigando al motivo arquetípico, a la factoría Disney, y a George Lucas (“Skywalker”) o Kubrick filmando la imaginación de Arthur C. Clarke en una “Odisea en el espacio”…

 

 

A “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, aun sintiéndose, por el lugar, una heroína, más en este escenario alegórico de muerte y resurrección del héroe solar, no se consideraba personaje ni protagonista de nada, de quien pasa por unos ciclos o etapas o pruebas, es decir, en lo que venía a ser el camino del héroe, en un patrón cultural unificado: separación-retiro, iniciación-entendimiento, retorno-vuelta a casa, a la sociedad y transformación inequívoca que a su vez condiciona el contexto. Del mismo modo, a ella en absoluto le incumbía, en estos momentos de reflexiva dilación, proponerse asuntos relacionados con el desarrollo del individuo, el trabajo en equipo, el logro de objetivos, el arrojo para alcanzarlos y dirimir los obstáculos para llevarlos a cabo. Solo ella. Sonrió, porque deteniendo su mirada en la estatua de San Francisco de Asís, unos metros adelante, envuelto entre un verdor eterno de plantas y los regueros de plata de un agua lustral, pero sintiéndose enrejado y oxidado y desarraigado del Barrio, tampoco le entusiasmaría estos complejos sentidos y disposiciones en…  

 

 

No, “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño” no se sentía como la Dorothy del cuento, y ni sentía la necesidad, siguiendo el camino de baldosas amarillas, de encontrar al mago de Oz, encarnase a lo que fuese, para solventar cuitas propias o un espíritu atormentado o una singularidad rota. Su determinación era otra, y para la que ahora tampoco influía si contar o no con ayuda, auxilio, apoyo,… en esperanzas, espejismos o en la amistad, en esos amigos del camino (el león cobarde, el hombre de hojalata, el espantapájaros), para enfocar su destino y siempre en lo que tocará y acertará de un regreso a su interior, de un reencuentro consigo misma. Justo le pareció reconocer cómo antes, días o siglos atrás, ella tuvo que superar la engañosa y pusilánime disposición en una búsqueda conjeturaba de algo, percibía su débil latido, faltarle en la vida; cuando en verdad lo que faltaba, la que se ausentaba era ella misma, por esto tenía que redimirse, por su esencia y personalidad, por su destino. De hecho, buena parte de esa búsqueda, esa luz al final del camino, se despejó cuando, por su valor, dejó de ser una metáfora del león que quería ser valiente; por su conocimiento e intuición superó al espantapájaros que anhelaba la inteligencia; y estimulada por un amor que deshacía los miedos, por una energía que la unía a todo, se impuso a ese hombre de hojalata que aspiraba a tener un corazón. No necesitaba ir a la Ciudad Esmeralda, transitar por el reino de Oz seguro que sí, le encantaba recorrerlo con todos los sentidos abiertos, ni confiar en que el mago, otro, solucionara su inquietud, duda o rescatara su autenticidad para ofrecérsela a cambio de nada.

 

 

Porque aquí, en la alameda franciscana, especialmente en esta estación, en otoño, más a esta hora en la que el crepúsculo arranca un fulgor de oro en las hojas caídas en el empedrado, en este lugar cargado de arquetipos, símbolos, historia, tradición, épica, personajes, quimera, colores, notas musicales y metáforas, quien podría ser Ana, Roge o Dorothy y siempre “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, sabía, sentía, antes de dar el primer paso de muchos que la llevaban a vivir viviendo, como ayer y confiaba en mañana, a dejarse hacer por este camino de hojas amarillas en la consecución de su destino, enfrentando y afrontando los problemas, la fragilidad de la existencia, en pos de alcanzar su leyenda personal. Porque no hay magia, no hay mago que le resuelva los desalientos del existir, sino solo un impulso, un aliento, la confianza en su determinación, fortaleza en sí misma. Ella, en este primer paso que acababa de dar, crujían las hojas bajo sus pies, y en todos los que oficiará no para llegar a la Ciudad Esmeralda, al cielo o a cualquier hipotético paraíso cómodo, sino encaminados a su reencuentro, único y ennoblecido, por tanto bello; despierta a la trascendencia de lo que le depare, hoy y pronto, el camino, en la intensidad, en el valor del trayecto y no en la meta; el tránsito por las hojas áureas, sin importarle no llegar a ninguna parte, salvo a sí misma y en comunión con el entorno; y puesto que acaso, de llegar, se llegue a un vacío, a un límite, a una puerta donde ya no haya que dar ningún paso más, tan solo entregarse a lo que a todos nos supera. La importancia del camino. La importancia de este escenario donde ella se reconoce y encuentra. Con todo, “la mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño” se quedó, en esta ocasión, en su peregrinaje por este singular camino de baldosas amarillas, de doradas hojas, con el consejo de la bruja del norte a Dorothy en el cuento de Oz:

 

 

“Extrae de tu interior todos los valores que reclamas. Los valores están dentro de nosotros, sólo es preciso fluirlos”.

 

 

 

 

“UN CAMINO DE HOJAS AMARILLAS”

F.J. Calvente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario