De improviso, “la
mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, sintió el
saludo, o la invitación a ciegas, de la ráfaga de un viento fuerte que la hizo
cerrar los ojos. Cuando pasó la brusca impresión, en lo que pareció un susurro
al entornar con languidez los párpados, pero que fue el rumor de unas hojas que
caían en el pavimento de la alameda tras despedirse el aire una vez cumplida su
sortilegio o encargo, sintió el estallido de una revelación, un pentagrama
original, o una identificación con el todo, y de cuanto se apresuró a
desmenuzar en sus pormenores, para con esto deshacer las aristas de un
escalofrío que tomó la forma de aquel saludo o invitación a ciegas del destino.
“La mujer que menstruaba en la hojarasca y
alumbraba el otoño”, la que podía ser Ana, Roge o la Dorothy del cuento
infantil “El maravilloso mago de Oz” de Lyman Frank Baum, miró con detenimiento,
con embeleso, la alfombra dorada de hojas en el suelo; notándose alentada a
andar por esta y aun no llevando los zapatos de plata que la Bruja del Norte
pudo haber puesto esa mañana en sus pies cansados de vértigos y reiteraciones
para transitar por Oz y alcanzar de tal manera la Ciudad Esmeralda. El
pensamiento demoraba la acción, la voluntad de hollar inmediatamente aquel particular
“camino de baldosas amarillas.” Cuántas veces -se dijo- olvidamos cómo el
privilegio de vivir, de estar vivos, la consciencia de la realidad, también de
los sueños, los tenemos tan cerca de nosotros; tan cerca cuando ya estimábamos
haberlos perdido hacía mucho de lejos y acaso para siempre. Cuántas veces, en
el gris de las rutinas y los agujeros de la contrariedad, de las esquinas a callejones
sin salida, anodinos, deslucidos, malogrado el color de la ilusión, de la
curiosidad o la imaginación, extraviamos el sendero fabuloso de la vida, no el habitual
de la subsistencia o la mera persistencia, sino el de aquel derrotero, quizás
verdadero, que nos hace vivir experimentando que lo hacemos, con todos los
sentidos y algunos retales de sueños. Cuántas veces, más conscientes ahora, en
otoño, cuando todavía no urge desprenderse de lo viejo, de lo innecesario, tan
solo basta con comprometerse a realizarlo, ni matar a las malvadas brujas del
este y del oeste para recuperar un rumbo vital por un camino propio de baldosas
amarillas; este que como las migajas de pan del otro clásico, las hojas caídas
de los álamos señalando con vistosidad la senda o huella, animan a tomarlo o a
recuperarlo desde que un aciago día pusimos la mordaza al niño o niña y los forzamos
a desaparecer, de modo indiferente, en la sombra de los días y en esa ciencia
indefectible de apropiarnos de parcelas materiales apagando la luz de la
aventura y fantasía. Cuántas veces…
Y ahí está, al lado, en la alameda
franciscana, adentro, en su amabilidad y sosiego, sin la escenografía infernal
y ruidosa de la restauración, de un espacio épico con sus llamadas de atención
y respuestas a la aflicción del diario. Aún por las alusiones, anteriores y posteriores,
no va a ser su testimonio un panegírico, una versión o comparación osada y
libre de la referida narración, ni incluso en un buscarle los tres pies al
gato, precisamente los de aquel que aquí es anunciador y protagonista
incuestionable de la estación, al cuento de L. Frank Baum. No, a “la mujer que menstruaba
en la hojarasca y alumbraba el otoño” no le importaba, ni le seducía en esos
instantes contemplarse ni plantearse la curiosidad por los supuestos
significados ocultos de “El maravilloso mago de Oz”, ni teosóficos o
filosóficos o cualesquiera que tuvieran que ver con el trayecto del alma hacia
la iluminación, y ni mucho menos con teorías o conjeturas políticas o
económicas o todas delirantes o excitadas. Bien cierto que ella, como la
Dorothy Gale de la ficción, antes del primer paso por el lecho de hojas o
baldosas amarillas, (“Follow the yellow brick road!!”, afirmaba en inglés en un
bisbiseo que se confundía con los estertores de agua de la fuente inmediata, también
del pilar a su espalda en un eco amplificado por el murallón de piedra y fábula,
y con la mecida de unas ramas ya desnudas de hojas y de historias escritas como
esta), ella, decíamos, se sentía en estos prolegómenos de reflexión y pausa
como el héroe de las mil caras de Joseph Campbell, ese paradigma o “monomito” en
su camino de transformación o trasmutación personal. “Mono… qué”, me
preguntaría con mueca de oreja a oreja. El llamado “monomito” o teoría de cuando
el “héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región
de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una
victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de
otorgar dones a sus hermanos.” Aunque tampoco la mujer iba a entrar, ni por
asomo, y es que no hay nada nuevo bajo el sol, donde todo ya se ha pensado y
escrito antes, y así estos arquetipos, símbolos y pábulos aparecen en la
mitología, los cuentos de hadas, leyendas, tradiciones y religiones del orbe, de
cómo Campbell acopió referencias ajenas para su modelo del héroe: desde Sigmund
Freud, ahí su complejo de Edipo, de Carl Gustav Jung, con sus memorables figuras
arquetípicas y el inconsciente colectivo, incluso pasando por Arnold van Gennep,
con su ensayo “Los ritos de paso” y el concepto de triple estratificación, al psicoanalista
Otto Rank, con su teoría del trauma del nacimiento, y los etnógrafos James
George Frazer, su “La rama dorada. Magia y religión”, y Franz Boas, con el determinismo
social y el difusionismo cultural, hasta su admirado James Joyce y del que tomó,
de su “A Skeleton Key to Finnegans Wake”, firmado junto a Henry Morton Robinson,
el término “monomito”, “Mono… qué”, pues eso; e incluso de llegar a nuestros
días, hostigando al motivo arquetípico, a la factoría Disney, y a George Lucas (“Skywalker”)
o Kubrick filmando la imaginación de Arthur C. Clarke en una “Odisea en el
espacio”…
A “la mujer que
menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, aun sintiéndose, por el lugar,
una heroína, más en este escenario alegórico de muerte y resurrección del héroe
solar, no se consideraba personaje ni protagonista de nada, de quien pasa por unos
ciclos o etapas o pruebas, es decir, en lo que venía a ser el camino del héroe,
en un patrón cultural unificado: separación-retiro, iniciación-entendimiento,
retorno-vuelta a casa, a la sociedad y transformación inequívoca que a su vez
condiciona el contexto. Del mismo modo, a ella en absoluto le incumbía, en estos
momentos de reflexiva dilación, proponerse asuntos relacionados con el
desarrollo del individuo, el trabajo en equipo, el logro de objetivos, el arrojo
para alcanzarlos y dirimir los obstáculos para llevarlos a cabo. Solo ella. Sonrió,
porque deteniendo su mirada en la estatua de San Francisco de Asís, unos metros
adelante, envuelto entre un verdor eterno de plantas y los regueros de plata de
un agua lustral, pero sintiéndose enrejado y oxidado y desarraigado del Barrio,
tampoco le entusiasmaría estos complejos sentidos y disposiciones en…
No, “la mujer que menstruaba en la hojarasca y
alumbraba el otoño” no se sentía como la Dorothy del cuento, y ni sentía la
necesidad, siguiendo el camino de baldosas amarillas, de encontrar al mago de
Oz, encarnase a lo que fuese, para solventar cuitas propias o un espíritu
atormentado o una singularidad rota. Su determinación era otra, y para la que ahora
tampoco influía si contar o no con ayuda, auxilio, apoyo,… en esperanzas, espejismos
o en la amistad, en esos amigos del camino (el león cobarde, el hombre de
hojalata, el espantapájaros), para enfocar su destino y siempre en lo que tocará
y acertará de un regreso a su interior, de un reencuentro consigo misma. Justo
le pareció reconocer cómo antes, días o siglos atrás, ella tuvo que superar la
engañosa y pusilánime disposición en una búsqueda conjeturaba de algo, percibía
su débil latido, faltarle en la vida; cuando en verdad lo que faltaba, la que
se ausentaba era ella misma, por esto tenía que redimirse, por su esencia y
personalidad, por su destino. De hecho, buena parte de esa búsqueda, esa luz al
final del camino, se despejó cuando, por su valor, dejó de ser una metáfora del
león que quería ser valiente; por su conocimiento e intuición superó al
espantapájaros que anhelaba la inteligencia; y estimulada por un amor que
deshacía los miedos, por una energía que la unía a todo, se impuso a ese hombre
de hojalata que aspiraba a tener un corazón. No necesitaba ir a la Ciudad
Esmeralda, transitar por el reino de Oz seguro que sí, le encantaba recorrerlo
con todos los sentidos abiertos, ni confiar en que el mago, otro, solucionara
su inquietud, duda o rescatara su autenticidad para ofrecérsela a cambio de
nada.
Porque aquí, en la alameda franciscana, especialmente
en esta estación, en otoño, más a esta hora en la que el crepúsculo arranca un
fulgor de oro en las hojas caídas en el empedrado, en este lugar cargado de
arquetipos, símbolos, historia, tradición, épica, personajes, quimera, colores,
notas musicales y metáforas, quien podría ser Ana, Roge o Dorothy y siempre “la
mujer que menstruaba en la hojarasca y alumbraba el otoño”, sabía, sentía,
antes de dar el primer paso de muchos que la llevaban a vivir viviendo, como
ayer y confiaba en mañana, a dejarse hacer por este camino de hojas amarillas
en la consecución de su destino, enfrentando y afrontando los problemas, la
fragilidad de la existencia, en pos de alcanzar su leyenda personal. Porque no
hay magia, no hay mago que le resuelva los desalientos del existir, sino solo
un impulso, un aliento, la confianza en su determinación, fortaleza en sí
misma. Ella, en este primer paso que acababa de dar, crujían las hojas bajo sus
pies, y en todos los que oficiará no para llegar a la Ciudad Esmeralda, al
cielo o a cualquier hipotético paraíso cómodo, sino encaminados a su
reencuentro, único y ennoblecido, por tanto bello; despierta a la trascendencia
de lo que le depare, hoy y pronto, el camino, en la intensidad, en el valor del
trayecto y no en la meta; el tránsito por las hojas áureas, sin importarle no llegar
a ninguna parte, salvo a sí misma y en comunión con el entorno; y puesto que
acaso, de llegar, se llegue a un vacío, a un límite, a una puerta donde ya no
haya que dar ningún paso más, tan solo entregarse a lo que a todos nos supera.
La importancia del camino. La importancia de este escenario donde ella se
reconoce y encuentra. Con todo, “la mujer que menstruaba en la hojarasca y
alumbraba el otoño” se quedó, en esta ocasión, en su peregrinaje por este
singular camino de baldosas amarillas, de doradas hojas, con el consejo de la
bruja del norte a Dorothy en el cuento de Oz:
“Extrae de tu interior todos los valores
que reclamas. Los valores están dentro de nosotros, sólo es preciso fluirlos”.
“UN CAMINO
DE HOJAS AMARILLAS”
F.J.
Calvente.
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