— Federico, que "no por mucho madrugar amanece más temprano."
Oigo la voz, lejana pero acuciosa, cuando abro el balcón para que penetre en casa la mañana. Gala, extraño, parece no haber oído nada; caídas sus orejas y cola, olfateando arriba el fresco o a algún rastro perdido para siempre en una brisa húmeda e inodora. Me incorporo un poco afuera. Están fríos, pero aún no queman los hierros de la baranda. No veo a nadie. No hay nadie. Ni los fantasmas de al lado ni sombras. Solo los primeros bostezos del sol reverberados en las piedras. Etéreos desgarros escarlatas en la noche muerta.
— ¿Me lo dices o me lo cuentas? -respondo con incertidumbre y aspereza.
No obtengo respuesta. Ninguna. Gala me mira y escéptica mueve una oreja. Despierta el día y tengo la impresión que ni yo ni lo que creí acababa de acontecer le importan algo, nada. Tampoco a Gala que espira un último sueño y las primeras ansias. Con todo, cansado o molesto, insisto con unas últimas palabras:
— Además, no me llamo Federico. Yo soy el otro.


 
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