“Ella
conocía el rigor de la existencia, y sabía que las personas respondían más allá
incluso de donde era previsible o de donde se pudiera sostener que era
soportable, injusticias, palizas, violaciones, humillaciones… ¡crueldad!, y sin
embargo la propia vida, instintivamente, se agarraba con tenacidad a la más
mortecina de las luces”
Hace ya diez años, ocho
en mi haber lector, de la publicación de “La catedral del mar” de Ildefonso
Falcones, un auténtico best seller histórico, para ahora volver a la Barcelona
medieval con “Los herederos de la tierra” (Grijalbo, 2016). Para mí ha sido un
reencuentro solo entretenido, no tan a la altura de su novela predecesora; en
el caos de la Barcelona feudal del siglo XIV, de la basílica de Santa Maria del
Mar al hospital de la Santa Creu i Sant Pau, de las calles del barrio de la
Ribera al Raval, y de la fajina de las Drassanes, de las atarazanas, con los
bastaixos, a la construcción de barcos y, en especial, a las viñas y la
elaboración del vino; una sociedad revuelta llena de injusticias permisivas e ilícitas,
judíos y cristianos, conversos y moros, amos y esclavos… contrastes sociales
absolutos, de un pueblo llano rendido y manipulable, de una nobleza corrupta y
de mezquinos intereses. Y en este pasaje sobresale un hombre, Hugo Llor, o el
héroe de la dignidad y el valor, de la lealtad y la lucha por la sobrevivencia,
por los sueños. Una amena novela histórica, la que más de segunda parte de “La
catedral del mar” habría que considerarla de transición a esta. Historia muy
bien documentada y con un atractivo, al menos para mí, en torno a la actividad vitivinícola,
el cultivo de la vid, su elaboración y comercio, no más.
“Barcelona, 1387. Las
campanas de la iglesia de Santa María de la Mar siguen sonando para todos los
habitantes del barrio de la Ribera, pero uno de ellos escucha su repique con
especial atención... Hugo Llor, hijo de un marinero fallecido, a sus doce años
trabaja en las atarazanas gracias a la generosidad de uno de los prohombres más
apreciados de la ciudad: Arnau Estanyol.
Pero sus sueños juveniles
de convertirse en constructor de barcos se darán de bruces contra una realidad
dura y despiadada cuando la familia Puig, enemiga acérrima de su mentor,
aproveche su posición ante el nuevo rey para ejecutar una venganza que llevaba
años acariciando.
A partir de ese momento,
la vida de Hugo oscila entre su lealtad a Bernat, amigo y único hijo de Arnau,
y la necesidad de sobrevivir en una ciudad injusta con los pobres.
Obligado a abandonar el
barrio de la Ribera, busca trabajo junto a Mahir, un judío que le enseña los
secretos del mundo del vino. Con él, entre viñedos, cubas y alambiques, el
muchacho descubre la pasión por la tierra al tiempo que conoce a Dolça, la
hermosa sobrina del judío, que se convertirá en su primer amor. Pero este
sentimiento, prohibido por las costumbres y por la religión, será el que le
proporcionará los momentos más dulces y amargos de su juventud.
Y lo hace recreando una
vez más a la perfección esa efervescente sociedad feudal, prisionera de una
nobleza voluble y corrupta, y la lucha de un hombre por salir adelante sin
sacrificar su dignidad”
“Los herederos de la
Tierra”, como he dicho antes de la sinopsis, es más una continuación que la
segunda parte de la “Catedral del mar”, de hecho arranca tres años después al
fin de esta; en un capítulo donde aparecen personajes anteriores para dar paso
a un nuevo protagonista, Hugo Llor, apegado con el personaje cardinal de la
novela antecesora, el bastaixo Arnau Estanyol. Hugo es huérfano de padre, de un
marinero que la mar se lo llevó, y que desde temprana edad sobrevive con
padecimiento en esa Barcelona de finales del siglo XIV y principios del XV, o acaso
la ingrata biografía del protagonista desde su niñez (1387) a la edad adulta
(1423), en torno a las murallas romanas y el barrio del Raval, entre tierras y
el mediterráneo. No cabe duda, y merece todo reconocimiento, la recreación
minuciosa de la sociedad de la época efectuada por el autor; para mí la escena
del asalto al barrio del Call, la judería barcelonesa, está descrita con una prolijidad
a la que no es fácil olvidar su tragedia y muerte. Una sucesión de historias,
leyendas, anécdotas… Barcelona, el reino de Aragón y Castilla, el cisma de los
tres papas, la lucha por la sucesión del rey, (muy divertido, por poner un
ejemplo, el “ingenio” utilizado para que el rey Martín engendrara un heredero)
las artes y oficios libres, los judíos, corsarios, las guerras contra Italia… y
no voy a eludir la creación del aguardiente (“aqua vitae”) para ser mezclado
con el vino o bien solo.
A esta parte llamémosle
histórica, no obstante, se entremete la existencia de Hugo Llor. No hay un
argumento narrativo, una estructura definida; es decir: la historia o una
sucesión, en momentos vertiginosa, de sucesos, hechos truculentos,
desgraciados, donde los malos son los ricos, nobleza, clero, y los malos la
gente humilde, los sufridores, víctimas de un rosario ingente de calamidades,
torturas, violaciones… y a los que ni siquiera mitiga la cabida sensual del
protagonista y de la que nos deja perlas aquí y allá, quizás para no hacer tan aburrida
la narración o la disensión. Una proposición narrativa, estimo, terriblemente
maniquea, de la que se contagia un ritmo esbozado a trompicones, con saltos
imprevisibles de diversa intensidad, de los que algunos decaen en un relleno
prescindible, pesado.
“-Por
desgracia no, hija –se excusó Hugo por su parte- Ni la mía, tampoco. Ni la de
él. –Señaló a Guerao-. Ni la de nadie. La única opinión que cuenta es la de los
reyes y los poderosos. Nosotros solo somos sus peones, sus piezas”
Y en este maremágnum de acontecimientos,
de contingencias contadas casi a vuela pluma, los personajes, bosquejados con
una correcta caracterización o sin la profundización que se espera al menos de
algunos, en un revuelo coral plegado a las exigencias existenciales de Hugo
Llor, aparecen para hacer más digerible, más resolutiva la alternancia
escrupulosa y antagónica entre los momentos llamémosle felices de éste con los
momentos desgraciados. Las mujeres, en su mayoría sensuales y voluptuosas,
acaparan la atención del argumento personal: Dolça, la malograda judía y primer
amor de Hugo, Regina en su papel de “femme fatal”,
Caterina o la máxima
expresión del amor en pareja, Mercé en la “hija” de Hugo y uno de los
protagonistas mejor conseguidos junto con la fiel esclava mora Bartra. En los
personajes masculinos es donde se observa con descaro estos saltos discursivos
o narrativos: el judío Mahir del que esperábamos más por las expectativas que
su personaje auspiciaba, o el “imposible” Bernat Estanyol, hijo de Arnau, al
que podemos odiar y admirar con solo pasar de página. Y supongo que de Hugo
Llor ya lo he dicho todo, alguien quien es capaz de resucitar de sus cenizas
una y otra y otra vez… y menos mal que la novela tiene final. Un final, dicho
sea de paso, ciertamente ñoño, previsible.
“Continuaba
siendo una mujer grande y fuerte, aunque quizás su fortaleza no fuera física sino
el simple reflejo de su tozudez”
Por otro lado, en un
anecdotario al que no me resisto en eludir, por una parte “brindo” y elogio la
parte descriptiva que realiza Falcones en torno a la fabricación del vino, el cultivo
de las vides… Y por otra parte, con cierta tibieza que espero no sea entendida desde
ese absurdo antagonismo auspiciado por la clase política entre Cataluña y
España para emborronar temas de mayor calado existencial, resulta excesivamente
notoria la predisposición catalana del escritor en detrimento, por ejemplo, del
reino de Aragón y de Castilla. Desconozco, además, si la palabra “flirtear”, la
que surge inopinadamente en un momento de la historia, era de uso medieval,
aunque lo dudo. Y entre otras erratas, ya no sé si por error del escritor o por
descuido editorial, algún “usted” que sustituye al “vos” más apropiado en este
contexto histórico feudal.
Una novela histórica
entretenida, la que se lee fácil, a la que sobran muchas páginas sobre aspectos
dogmáticos o legales o profesionales, si bien la recreación del contexto
histórico es brillante, y sea mérito del autor, y de agradecer, el de ser tan
visual. Una sucesión de hechos, sucesos y accidentes que tienen por exigencia
hacer que el lector no se aburra, adoleciendo de una organización precisa, pendiente
de la dilucidación de las aventuras, de las venganzas y hasta de las historias
de amor. No está a la altura de “La catedral del mar”, pero resulta animada.
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