No sé dónde oí o leí que una
vez comprendidas las cosas que a uno le rodean, las expresiones de lo cotidiano,
luego puede entenderse a cuanto está más allá… más allá de las rutinas o de lo
socialmente correcto y esperado. De acuerdo. Aunque yo no he podido comprender a
lance tan simple, o siquiera admitir la extrañeza de lo habitual, de ver a un
gato negro en el alféizar de una ventana, y ni mucho menos entender su mensaje
y si verdaderamente poseería alguno y por de contado, supongo, hacerme a mí su
destinatario. O acaso con estas letras responda a la vacilación anterior. Sea
como fuere, aquí estoy para intentarlo. “No
obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño… -escribió Poe en
un terrorífico cuento, para de la misma manera que en este momento hago mía,
continuar con el protagonista de este relato o tal vez soy yo por aquel, el
gato-: Era este último animal muy fuerte
y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa.”
Bajaba por San Francisco
de Asís, calle señera de mi Barrio, hoy al medio día, con mi hija Ángela a la
que acababa de recoger, terminada la jornada escolar, del colegio Fernando de
los Ríos, el Convento, centro ubicado tras la cuesta portentosa, en el lugar
donde, en 1485, el rey Fernando el Católico estableció su “Real” en la
conquista cristiana de Ronda. No tendría problema por acordarme de lo que departíamos
mi hija y yo durante el trayecto, creo de la escuela o de los estudios o de los
compañeros, de no ser por unas palabras de Julio Verne evocadas justo llegados
a la mediación de la calle, al ver un gato negro encaramado en el rebajo de la
ventana, esquinado, y tras maravillarme de un cielo azul, tupido y uniforme.
Palabras que armaron mi abstracción por enlazar el éter con el animal; en un planteamiento
que arrojaría la confusión, bastante original, al tratar de esclarecer que ese
gato, como espíritu no tan volátil, era imposible que hubiese bajado de allá arriba
a la tierra, al saliente de la ventana, pues de hecho no había nubes por las
que caminar sin traspasarlas. Entonces, fue pensar aquello y el gato mirarme en
lo alto con una atención que me puso los vellos como escarpias, dándome la
impresión de sentirme; es decir, desde un enfoque íntimo, saber quién era yo en
mis más recónditos vasares interiores, y si bien a mí me resultaría inadmisible
sentir o conocer a ese ni a otro minino. En seguida llegó a mi mente la inesperada
reflexión del animal, sí, como la mascota de Unamuno que nunca reía o se
lamentaba y por el contrario razonaba, para esbozar sin pestañeo alguno un
proverbio de agudeza pasmosa que machacó mis locas conjeturas: “Es difícil encontrar un gato negro en una
habitación oscura, sobre todo cuando no está, ¿Verdad?”. No dije nada.
A lo mejor debí responder,
o hubiera dejado a Den Xiao Pin responder por mí, con el tópico, con una larga indiferencia
para, en cuyo intervalo, amarrar los manojos de mis estremecimientos de terror,
de pánico, o de lo rayado de mis entendederas ante lo que no tenía más
trascendencia que la llana presencia de un animal doméstico, solo, exhibido al
paso, al impávido discurrir urbano; pero no lo hice, responder con: “¿Qué importa si el gato es blanco o negro,
con tal que cace ratones?”..., dada la inédita naturaleza de esa cacería y
de cómo existía la posibilidad de convertirme, no era la primera vez por una
doblez fantástica de la realidad, en un roedor atemorizado, trémulo ante
aquella oscura bestia con los ojos e intención fijos en mí. No me importaba,
precisamente, ajustarme a la expresión de “dar
gato por liebre”, pues después de esta imagen idéntica a un recorte de
Batman realzado en la blancura fulgente de la cal, recapacité que no existía ningún
más allá, o un más allá que no fuera esa anécdota curiosa, nada maliciosa, y en
todo caso divertida. Por otro lado, impuse mi criterio o fe, la confianza, en el
inusual calor de estas fechas que hacía bullir las neuronas obligadas a exigir
la sensatez de un suceso normal, corriente, y en absoluto delirante.
Y es que hacía calor, hace
mucho calor. De un tiempo a esta parte, incomprensible excusar en un infrecuente
“veranillo del membrillo o de San Miguel” el sofoco de unas temperaturas que valían
no ya al dicho tradicional, sino a una prórroga del verano o un exterminio del
otoño por un cambio climático empeñado en dejar en tres las estaciones, o en
dos, de la frialdad y de la canícula. Todavía el cielo mantenía ese azul liso y
vibrante de los medios días del estío, hoy sin ninguna errabunda nube. Tanto era
su vigor, su influjo, que las sombras de las blanqueadas paredes aparentaban arroparse
con unas livianas gasas que ofrecían sus grisuras al índigo despótico del firmamento.
En el intento quizás de obviar una gratuita emboscada del gato en la ventana, su
amenaza con la que solo yo me atormentaba, me dejé llevar por el bello juego
geométrico del contexto, arrastré de la geometría captada en la foto, de la
casa, por la definición matemática, lúcida, de sus formas, de unas líneas en
las que la matería creaba el milagro del movimiento y esta, en reciprocidad,
dotaba a aquel, comenzando en el vuelo de tejas árabes, la capacidad de
modelarse, de curvarse. Y sea por este consuelo de una geometría abarcable, mensurable,
a la que ni el propio físico Charles W. Misner, ni menos un maestrillo de
ciencias del cercano Fernando de los Ríos, ni ninguna teoría de gravedad
cuántica, relatividad numérica… o teoremas de las esquinas de las penumbras, de
las esquirlas de luz, de los ángulos de las orejas del felino, o de la fórmula
de Juan Cana para unos tomates grandes y jugosos, lograban escabullir mi
asombro por el escenario, huelga el animal y si bien lo evidencie, ni refutaban
que en esto “había gato encerrado”.
Es decir, cuando en la necesidad de admirar una geometría estética, visual, atractiva,
para convencerme y asumir a esta en ciencia del conocimiento del ser, de mí
mismo para desquitarme de unos nervios amilanados por la asechanza del gato, aquella
disentía de mi pretensión y atendía a cuanto se aferraba con determinación a la
generación y a la muerte.
Que “tenía gatos en la barriga” lo entendería cualquiera a los que, en
mis mismas circunstancias, con aquel vulgar gato negro asomado al vano,
dilucidaría la situación o barrunto trastornado de manera fácil y expedita: con
no importarles nada, como hacían las personas que me rebasaban en la acera; con
un contundente ¡Zape!, como Miguel Ángel Domínguez Vera zanjara, en un
comentario a mi relato en Facebook, con otro felino si no de la misma camada,
vecino de este; y no quería pensar en la solución terminal de Juan Manuel Ayala
Vallejo, llamémosle de “los 13” lapidados, la que proponía con nostalgia también
en Facebook y en alusión a mi misma narración gatuna y otoñal, la de cacerías en
alternativa a estas otras actuales, y obsesivas, de Pokémons virtuales. ¡Terrible!…
¡Un momento!... Pensé, me pregunté: ¿No tendrá relación este gato negro con este
otro que días atrás, posado en un poyete de la Alameda San Francisco, esperaba
la llegada del otoño?
El gato dejó de mirarme y
luego hizo lo que tenía que hacer, ignorarme. Mi hija Ángela apremiaba a que
reanudáramos nuestro camino: el calor, la presión de los deberes, el Disney
Chanel, el tobogán y las barras del parque infantil, el almuerzo… Yo intentaba, sin embargo, responder con
garantías a la anterior pregunta, o probablemente disculparme o excusarla con argumentos
tan frágiles como traslucidas eran las cartilaginosas y puntiagudas orejas del
animal; confesar por ventura en los miedos reprimidos, o de cierta fobia a los
gatos, la sombra instalada en mis días, el duelo o el luto por unas esperanzas sucumbidas
en la resignación, o con todo lo que refrendaba, ignoraba de la misma manera dónde
lo leí u oí, mi desarreglada comunicación o relación con mi propio
inconsciente. ¡Ah! Esta elucubración, claro está, no tenía mayor alcance, ni
menor, que de presentar al taimado gato en un icono, en una metáfora muy real y
amenazadora, la de mis miedos ancestrales por no reconocer, por sortear mi
parte mágica, e intrínseca. Esta que, en momentos como el presente, se servía
de la fantasía para injerir en lo rutinario, para hacer entender, o avisar, de
la luz de nuestros misterios más sinceros. De lo que no tenía dudas, sea cual
sea la credibilidad de la anterior explicación, apariencias aparte, era que el
gato, los gatos, veían mucho más a cuanto nos estaba concedido percibir a
nosotros o a mí en ese y en cualquier otro momento; percibían no solo el
interior de las cosas, de mí, de él, de cualesquiera, sino también el revés de todo
lo que existía.
El gato tenía, tiene, la
capacidad asombrosa, tanto si estaba presente como ausente, de transmitir algo.
Siempre. Atisbé con solicitud adónde o sobre qué concentraba la bestia su
vigilancia o escucha; en un punto, cerca o lejos era inescrutable, por encima
del tejado de la casa enfrente a la suya, a su ventana semi abierta en la que
había establecido la voluntad de comunicar, seguía suponiendo que para mí o a
mí era un suponer demasiado, o muy posible que fingiera hacerlo, uno de los
códigos insondables del universo, o quién sabe si no atañía a una llamada de
socorro de un otoño agonizante y ni siquiera iniciado. Un gato del color de la
noche. Pronto quise convencerme de que si este gato, negro, no era el otro, el del
color de las mieses, tampoco su mensaje, o su realidad, concurrían en lo mismo
o en lo indistinto de los dos. ¿Era el mismo gato que, cansado de esperar el
otoño, quemó sus ilusiones como la noche encubre los colores o en cómo la
decepción da paso a la rendición por lo que no llegará, como carbones que
lloran la llama? No. Reparaba en otras diferencias: Pasadas las esperas, y la
Feria, por fin conocidas, tratadas, lamentando no disponer de más tiempo para
compartir con ellas, a las hermanas Ben-Mizzián Palma, Francisca y Mary Carmen,
poeta una y soñadora otra, cumplidas las expectativas festivas, el sentido
homenaje a Salvador “el Narajero” y su esencia por hacer Barrio, el trabajo
recompensado… con todo, seguían sin caer las hojas de los árboles de la
Alameda.
No. Más diferencias: Este
gato de ahora, aparte de su color o de la ausencia de este, no manifestaba
tensión ni urgencia, acción o elasticidad, sino una relajación, o una
apreciación relajada, de estar divulgando una sombra afuera, de transmitirme en
exclusiva a mí continuaba siendo una conjetura presuntuosa y descomedida, la oportunidad,
a todos, de… del otoño. A falta de las hojas que caían de los árboles, de los
matices ocres, de las lumbres del ocaso, bronces y cobres, apagados o
esplendentes, templados por gélidos airecillos, de la morrilla instalada en las
entrañas…; a falta del otoño por un colonialista verano, el gato cedía no ya con
una esperanza, sino a la oportunidad, la necesidad vital de interiorizarse, de
interiorizarnos, discernir de cuanto viejo teníamos que desnudarnos, con
sabiduría, para marcar la continuidad de la existencia, la de cada cual,
incluida la mía y porque así lo pensaba o sentía. Ser o estar en otoño, hoy, en
estos lapsos impacientes que lo siguen esperando con su inherente melancolía.
Esto aportaba el gato: La oportunidad de poner a nuestra disposición el
misterio de nuestros sueños.
Mi hija, quejándose de la
parada que eternizaba nuestra tortura a pleno sol, tórrido y picante, lamentándose
de los gruñidos del estómago por el anuncio postergado del almuerzo, de la dramática
noción de un tiempo que se esfumaba en desagravio de sus espejismos y recreos, no
entendiendo mi fijación por ese gato feo y soso, tiró de mí; y tanto me arrastró
que estiró mis pensamientos para terminar rompiéndolos, permitiendo que saliera
del extraño y pavoroso magnetismo con el que el animal me subyugaba, me
condenaba en la cerrazón de la noche a la que recurría en su pelaje y con las
zozobras de mi ánimo. Al devolver la mirada a la ventana, el gato no estaba, ya
se había ido. Quedó, como la reminiscencia de unos fuegos fatuos, un ronroneo
que no entendí y porque no dijo nada…
… o tal vez lo dije todo.
F.J. CALVENTE
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