Noches y noches en las que el insomnio, como la carcoma que horada el descanso de un paradójico no hacer nada, oye, murmura, instiga, alardea de sus sentidos, magnificados, en una fuga burlona de mí o contra mis seguridades, bastante frágiles; pero tolerante con permitirme buscar, asomarme a sus agujeros, a entrever en la oscuridad, en mi oscuridad. No sé para qué, no es un juego, o el inicio de una maldición, acaso para entender la luz, o su espectro, que tan imposible me resulta concebir, o la que no percibo y cuya ausencia construye o trama esa negrura desconcertante, incómoda, afligida; adjetivos y sensaciones que cubren, impostan la ignorancia y la hacen asequible, resbaladiza. El miedo, cobarde, del que supongo no afronta los desafios, los reveses implícitos en su contraste. Una penitencia inexcusable. No es fácil. Pronto amanecerá en mi calle, San Francisco de Asís, y diseñaré, moldearé mi sombra animada según la circunstancia, recorte en negro en el prototipo de la sumisión a los días inflexibles de redundancia, del gris de madrugadas opacas en las que se difuminan todas estas noches irreversibles. Ahora, entretanto, el frío resplandor de plata de las farolas, de la luna escalando por el abismo de un firmamento de carbón, lloran su lenitivo desgarro en el cristal de la ventana. Una pastilla. Un sorbo de agua. Abrazo el olvido, o mejor al abandono. 1,2,3... mil... Un rebaño de ovejas decapitadas cuando las hago saltar la valla.
(c) F.J. Calvente
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