Existen lugares, espacios urbanos, que en determinados momentos trascienden de su insípida indiferencia, de sus funcionales olvidos, para mostrar al observador consciente, al soñador atento, o al aventurero curioso por los colores inapreciables de las rutinas, una ventana a lo fantástico, a lo emocionante, que sea mágica o no depende del grado de sensibilidad y sed del que vea, sorprendido se detenga, y admire más allá de lo meridiano; de quien respire con inusitada hondura una esencia única, disimulada tras la sugerencia de los primeros fuegos reconfortantes en los hogares, y luego beba del embrujo insospechado hasta saciar su necesidad tal vez de espiritualidad o de transitar por esos márgenes en los que hubo momentos donde se tenía el convencimiento de que los sueños se fraguaban solo para ser realizados, de concretarlos, de pergeñar cercanías y no eternidades volátiles y disuasorias. Serán estos siempre los mismos lugares, acaso por los que pasamos a diario y no sucede nada, o nada sucederá que fracture la normalidad o un accidente de lo acostumbrado. Los mismos lugares,... o a que dentro de estos se abran, se desdoblen atajos, una variación insólita, esquiva o decidida, una vuelta a la esquina, entrar en un patio, un zaguán iluminado, una alternativa u otra posibilidad extraordinaria en lo uniforme, consuetudinario: tirar la basura como sucedió en mi caso, fumar un cigarrillo y abstraerse en las volutas de humo, la suerte al volver del trabajo, del colegio o del bar o de una reunión o de un paseo por deporte, desahogo o por huir hasta de uno mismo y entonces encontrarse. Los mismos lugares que mudan en otros y porque serán distintas las miradas que los desnuden, los despojen del peso de ayer que será igual mañana; acaso con un entrecerrar los párpados por un asombro delicado, con un ansia imprevista de apreciar la vida o de experimentar la existencia de una manera diferente, no excluyente, no dañina, nada oscura, a la cotidiana o común, junto con los demás o solos con otros muchos, vagando en las tablas rasas de las costumbres o de la resignación en sus inercias y conforme a lo adoptado o a lo socialmente correcto y admitido. No puede negarse cierta frustración, así de egoístas, de impostados son los prejuicios colectivos, por esa sensación del tiempo perdido o de no haber escrito el relato del propio destino, de ser otro en aquel, otros, y por someter, acallar los lastimosos ruegos, tan inanes ya, para tenerlos, tenernos en cuenta. Y sin embargo todo se desvanece en ese instante, inopinado y fascinante, todo alcanza su significado, cuando cerramos los ojos para ver con el corazón, o cuando este y los demás sentidos varían, intercambiándose sus cualidades y matices. Magia. Fantasía. No importa el lugar o el contexto. No importa que sea en este callejón ignorado del Barrio San Francisco de Ronda, no importa cuál su adscripción o nominativo, si calle Amanecer o Lucero, ni su reminiscencia luciferina, paradójicamente tras las altas y sobrias espaldas del propio convento de las Franciscanas. Ni que su acontecer sea en la noche, en la noche tersa y profunda, la que debe y es fría, la que es y será silenciosa, o bien la que acapara en sus rumores los secretos resueltos del universo. No importa dónde, solo el porqué, o a lo mejor incluso sobran o saltan los porqués para únicamente dar cabida a un sentir absoluto. La sobrecogedora emoción. La sensación etérea y desgarradora. La necesidad, mi necesidad, de pintar de otoño su espacio, de pintar de otoño el nácar de sus paredes, las piedras o el cemento con un húmedo barniz de las hojas ocres en un lecho de hojarasca y apretujadas melancolías. Las dos lucernas o los dos guiños de afiladas aristas, cómplices para deshacer el tiempo y otras grises trabas o sujeciones. Esta es la instantánea. Este es el testimonio de que hay otra manera de existir en la propia existencia. Así, de encontrarte o reflejarte ante algo inesperado, algo que te remueva por dentro, prueba como yo a pintarlo de otoño.
(C) F.J. CALVENTE.
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