ENCUENTROS
EN EL DESENCUENTRO (IX)
“LA
MUJER TRAS LA VENTANILLA DEL COCHE”
Borges, hoy en el
encuentro de tus letras me encuentro con la memoria de un accidente no sé si
sensual, pero seguro de una inspiradora beldad, o de una posibilidad que atañe
al corazón, y la que, resulta ridículo su coincidencia con este mercantil día
de San Valentín, ayer, tal vez aguarde a lo incierto del futuro para su
inefable concreción o al abandono definitivo en las propias imágenes desleídas en
el borrador de los días. En la concurrencia de tu relato, “Delia Elena San
Marco”, apenas iniciado el latir lector por tu obra “El Hacedor”, en una
madrugada de fechas de carnaval que aquí en Ronda, todavía vacías las calles de
máscaras, escenifica la insostenible tensión con la política o cuando una
manera de hacer política, u otra mascarada política, atiende a un incompetente
egotismo y a una escasez de miras alarmante, y desprecia al instinto colectivo
en alma definitiva y protagonista del éxito o de su vocación; en tu narración
Borges, decía, nos encontramos todos: Delia y tú, la misteriosa mujer del coche
y yo.
Recuerdo.
En un día que no tiene
importancia, solo la estación, Otoño, con honor de la mayúscula a su nombre, y
acaso por lo azul de un cielo diáfano y por las iridiscencias que un mezquino sol
arrancaba con esfuerzo en los desparramados restos de la helada en una alborada
casi inconclusa. Era, pues, no más de medio día, por la luz, por el ruido, por
el “río de vehículos y de gente” como
un carrusel de rutinas en torno a la glorieta de la Plaza de España, y al que
todos parecíamos arrastrados por un esquinado magnetismo espiral, abrumador y
soliviantado, impuesto por los orígenes del formidable barranco de al lado,
Tajo. No había entonces la represión actual, una ya de muchas en la inhábil manera
de ejercer la política local, de cortar el paso por el Puente Nuevo, por la
arteria principal y única urbana, médula del pueblo, con otro lastimoso “tajo”
que incomunica, discrimina, separa en dos Ronda, como para que autos y
personas, vecinos y foráneos, otrora demorasen atravesar el abismo o nuestra
herida mítica que siempre nos hará sentir el misterio eterno de estar vivos. Yo
iba en mi coche, iba hacia el Barrio San Francisco, por lo que ocupaba o
discurría por el carril exterior de la rotonda; llevaba rato detenido porque el
coche que me precedía también lo estaba, parado, y al igual que el otro a éste,
y aquel a…, cuando, a mi izquierda, en la parte interior del vial circular y
ocultando el jardincillo lenticular central con el busto de Ríos Rosas, otro
automóvil, de gama alta, oscuro, limpio y bizarro, se detuvo a su vez y puesto
que el de delante del mismo modo lo había hecho, como todos, y sin importar su
intención de dirigirse hacia calle Rosario o tras alguna revuelta a la plaza retomar
Virgen de la Paz, y más cuando yo en línea con terceros intentábamos, en nuestra
calzada, alcanzar los barrios de La Ciudad, el Barrio, la carretera de la Costa
del Sol, o la salida de unos sueños cada vez más decepcionantes de esta “Ciudad
Soñada”, y a la que no reconocería, ni apreciaría, ni soñaría, el mismísimo
Rainer María Rilke.
En mi espera, aun no
impaciente, aun no aireada, un sutil hormigueo interno, marcado con una
fugacidad análoga a su intensidad, es decir, enorme, como una de esas señales,
símbolos que aluden o anuncian desgarrones en el lienzo monótono de la realidad
y por los que rutilan ficciones prodigiosas, alientos retenidos por la fantasía,
me hizo, indeliberadamente, arrojar la mirada, he señalado que a mi izquierda,
en el otro coche muy distinto y superior al mío y a casi todos en rededor. De
detrás de una sus lunas tintadas, subidas y tamizadas por la imagen del resol
distorsionado del Parador de Turismo, ocre como el albero de unas goyescas, del
lecho de hojas caídas en el paseo central de la Alameda, de los toscos pliegues
de la cornisa del Tajo en tórridas tardes de estío, presentí la reciprocidad de
otra mirada, convergente, precisa, inquietante, sin mediar miedo o recelo, al
estar más interesada en mí que yo en ella y puesto que no la veía, por un
sentimiento de desnudez que de improviso me espoleó a una curiosidad
inaplazable, imperativa, y con desplazar su velos. Un envión, súbito y
fastidioso, rompió la inmovilidad de los vehículos, empujándonos hacia nuestros
destinos incognoscibles o terriblemente esperados. Y sin embargo, otra
atormentada urgencia, circunscrita en la inapreciable persona que ocupaba el
asiento de acompañante delantero del automóvil junto al mío, tras los espejos
que en ese momento traducían el oscilar de las banderolas de la fachada del
Parador, en un ondular que resumía los aspavientos mudos que mi atención
reclamaba del desconocido de al lado o acaso en la epifanía que atesoraba. Aún
así, este coche también dificultaba su incorporación al tráfico, su movimiento obligatorio,
como si una hipotética orden procedente del ignoto individuo de su interior al
conductor, hombre o mujer, correspondiera o fuese deferente con la mía.
Algunas insoportables y
estridentes bocinas resquebraron el instante interesante, el de una hechicería similar
a la que ideó los vastos plisados panzudos de la sima aledaña, conminándonos a
que nos moviéramos, a que ambos nos olvidáramos de la seducción de la parada, a
abandonar este ligero atisbo de una dimensión que sería asombrosa de polarizar la
espera. Y nos desplazamos, los dos coches, casi a la par, como si no deseáramos
desprendernos del vínculo que nos ataba, que nos salvaba de la desolación por
la divergencia que tomarían nuestros rumbos, distintos, separados. En esto que
el cristal interesado del otro coche iniciaba la mecánica languidez de su
bajada, deshaciendo la deformación de cualquier reflejo exterior para
vislumbrar una de las expresiones de la Belleza, de las más excelsas, que la providencia
puso ante mis ojos quizá por una vez o la que fue siempre esta, en el mismo
recuerdo de otras que la precedieron y que encontrarían el eco de su aspiración
en el porvenir. Unos segundos, tan solo, pero que acopiaban la infinitud del
tiempo en su testimonio, el de un portento excepcional y desgarrador. Ella.
La mujer tras la
ventanilla del coche: de cara alargada, frente franca, de rasgos acentuados, de
pómulos tallados con la misma tenacidad de una lucha recóndita, la de un tiempo
que en ella, agotado, dejó de fluir, o rendido a la insospechada función de solazar
una imagen circular, recurrente de aquella en la que la mujer alcanzó su
expresión más detenida, sugerente, e incluso, por su fascinación, por las
bolsas de un cansancio de siglos bajo los ojos, entreveían el dolor de las
ausencias, de las amarguras, y si bien ninguna se ostentasen o las dispersara
su donaire; de cabellera taheña, teñida, caída con gracia sobre sus hombros
señalados, en un crisol que ensayaba cuajar las llamas de la pasión por la
vida, o del mero hecho de vivir y sonreír sin cargas al destino. Sus ojos
rasgados, hondos, negros, los que tenían la privilegiada opción de recoger el
pavor sugestivo del precipicio del Tajo, en una confusión que solo, por esta audaz
trama, traducía la sorpresa, la curiosidad por la efusión instalada en mí o por
la manifestación de un capricho inusual y tentador. De sus finos labios emergía
la atadura que me esclavizaría tras la desesperación por su fuga, de no
instalarme en su tiempo sin tiempo, porque se curvaban en una sonrisa luminosa,
única, atractiva, cálida, dejando al descubierto una dentadura nívea con la singularidad
de sus incisivos frontales limados con acentuación, con empeño. Una sonrisa que
jamás yo abandonaría mientras su recuerdo me afectara con esa nostalgia penetrante
y adolorida de los milagros ordenados para atestiguar su belleza. Su sonrisa.
La sonrisa más bella, la que me encontraría tras todas mis muertes y
resurrecciones, en su icono, en su añoranza desde el mismo instante en que, con
desánimo, con condena, comencé a echarla de menos. Nunca diré que solo fue una
sonrisa, sino un sueño hecho realidad.
No era la mujer de este
retrato en blanco y negro, del genial fotógrafo Robert Frank, si bien la
sensación conviniese idéntica, sin influir la hermosura, en la mía y en la de
esta escena neoyorkina de 1959. Una inundación de ausencias o el destierro en
la soledad de las encrucijadas perdidas. Ella, sin dejar de sonreír, sin dejar
que mi corazón desistiera por salir de mi pecho para sumergirse en cuanto ella dispusiera
y porque éste ya sin discusión le pertenecía, alzó una de sus afiladas manos en
un grácil ademán de saludarme. El saludo de un adiós y en el que concebí el
dolor por la quimera de las cosas inalcanzables que imponen la posibilidad desaprovechada
de su cercanía, de alcanzarlas, el sentimiento dilatado, para dar paso a los
anhelos y a la melancolía que la rendición quemaba y convertía en pavesas, en
este miércoles de ceniza cristiano, para desaparecer, etéreas, en la
profundidad del firmamento o en el calado de precipicios como el contiguo. No
correspondí a su saludo, no quise, no pude. No, no la saludé, ni me despedí, ni
sonreí; de cualquier modo mi saludo, mi despedida, mi sonrisa, hubiera pasado
desapercibida a la marcha desesperada de su coche, a la marcha resignada del
mío, en la marcha de una de las manifestaciones de la belleza más
sorprendentes, afectadas, y la que me impulsaba a reencontrarla hasta el fin de
los tiempos, hasta el fin de la memoria, o hasta ese instante final en el que
pudiera recomponer los pedazos de mi alma, rota tras este encuentro sensible y la
que siempre reclamaría su deseo de reunión.
Sí, Borges, no pude
decirle adiós; posiblemente tengas razón en que “los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo
inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros”; ni tampoco pude decirle adiós por aborrecer las despedidas,
por el tormento de su carencia quizás para siempre y hasta cuando el tiempo, el
borrador de los días, difuminara con abandono su recuerdo, por la atracción a
cierta y apreciada épica de su imagen desconocida, breve, empero amoldada,
apuntada ya en las semillas de mis sueños derramados a lo largo de las épocas
con todas sus reminiscencias, gratuidad y distancias. Por esto mismo dediqué
mucho tiempo a revertir su aparición, su manifestación tal vez especular, a contrariar
su hecho, como muy bien tú me insinuabas, Borges, estremeciéndome en el otro
espejo de tus palabras: “y ahora yo busco
esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida
trivial estaba la infinita separación”. Dediqué mucho tiempo, confesaba, en
olvidarme de la circunstancia, del albur, y más a olvidar su recuerdo, el
insospechado e intenso acontecimiento no sé si sensual; porque cada vez que lo
hacía, que lo rememoraba como ahora y en el lapso por el que cabalgan estas
palabras, sugestionadas por las tuyas, me dolía la sublimidad de su pormenor,
de ella y de su sonrisa esclarecida.
No sé dónde está la
mujer, qué hace, con quién está, si persiste su sonrisa… No sé, y puesto que ni
mucho menos puedo responder a donde yo estoy hoy, estaré mañana, o en cada uno
de los momentos de insatisfacción, de frustración, de morriña, y al igual adónde
tras mis fracasos por perseguir entelequias circulares e insaciables. No sé,
definitivamente, si ella está muerta, o muerta absoluta a mi recuerdo. Yo no lo
estoy como tú lo estás, Borges, muerto pero tan vivo para recordarme que todavía
palpito en el escaparate de tus letras, en las de una literatura que da sentido
a la magia de mis ensueños, de mis retentivas que una vez fueron maravillosas por
su sencillez, luego míticas por su intencionalidad retórica, aún, y en este
presente de desenlaces con los que busco, aprehendo una belleza heroica, por la
exaltación de mi búsqueda, por afinidad y sentimiento.
Y por esto mismo te
agradezco che, en estas fechas de carnaval, de Don Carnal y Doña Cuaresma, de san
Valentín o grotescos cupidos asalariados de El Corte Inglés, tras leer tu
relato hayas encauzado mi inspiración, la intención hacia la sensibilidad rezumante
de este nuevo “Encuentro en el desencuentro”, mío y en estos momentos de todos,
por compartirlo sin hacer honor a efeméride alguna, y del que por no querer
publicar ayer lo hago en este momento; más si cabe por no traer ya un recuerdo
mágico, que también, sino encendido con la ingenua esperanza de que la mujer lo
lea y, conmigo, impongamos complicidad a la despedida, confianza en otro o en
el mismo encuentro, en su expectación indispensable; disipar la separación que
fue, en la alegoría de todas las separaciones que guardan el valor, no el
precio, de una ilusión que las valga por la perfección de su creación, de su
emoción y de todos los posibles reencuentros soñados y verdaderos que lleguen
amparados en su esencia imperecedera, la destilada por una sonrisa sentida y
tierna.
Porque el recuerdo, la
memoria de nuestra efímera coincidencia, permanecerá en nuestro interior como este
papel o el medio que fuese y recoja el sentido de estas letras; con la
esperanza, insisto, con la confianza, además, en que “alguna vez anudaremos” este relato, “este diálogo incierto”, y descubriremos y “nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía” en un
vacío pavoroso y atractivo, “fuimos
(aún lo somos) Borges y Delia”, yo y
la mujer tras la ventanilla del coche.
© F.J. Calvente.
Maravilloso.
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