Luego se nubló, pero
esta mañana nada más salir a la calle fue curioso, y desmoralizador, también
fascinante, y terrible, que el mismo día y no yo, a través de uno de los cielos
más cercanos que recuerde y del que, acaso por el peso de un embozo de nubes en
desfragmentación, anunciador de lluvia o la esperada lluvia o el habitual
espero pero no pasa nada o cae muy poca agua de la que se esperaba, un rayo de
sol animoso, de distintas y sesgas trayectorias su resol, optimista y puntilloso
tanto por lo delicado y si este último adjetivo sirviera además para definir
las puntas de su naturaleza, el aspa acomodada en su reflejo, en una metáfora
de las incógnitas y de la excelsitud que acuchilla el guion del día o de los
días, viniese a recordar, y no yo, que un nuevo día es un nuevo comienzo, un
reto, una posibilidad, un sueño en proceso o la esperanza de concluir tal vez algo
de ayer, o de olvidar un fracaso, o un camino cortado y más si éste es aciago,
artero o bochornoso; o la confianza definitiva en intentar lo nuevo, jamás se
empieza lo malo, o cambiar o matizar o desdoblar alguna que otra perspectiva
imposible que debería quedar en el desconcierto del día previo e incluso en el que
transcurra, ojalá, mañana. Esto debería de haberme dicho, de haberme fustigado
la escena, el cielo inmediato, los escombros nubosos, el rayo de sol asomado al
balcón de mi vecina Paca, la ilusión de la jornada, de la oportunidad, de que
hoy es el primer día del resto de mi vida u otros tópicos retóricos o solo
bienaventurados; pero no la molestia malhumorada de una ceguera parcial o
tachonada de borrones negros provocada por el relumbre, y la que me ha impedido
con su fastidioso contratiempo escribir no estas letras, otras que ya prosperaban
por la pantalla y las de tinta en un formulario inexcusable, y, principalmente,
la ocasión despejada de ver el mundo pasar.
© F.J. Calvente.
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