Cuando
llegan estas fechas de otoño, encuentro un mayor significado a mi
identificación con el lugar, con mi Barrio, siempre empujándome al mismo camino
de la nostalgia, a pasar por delante de lo viejo que hay en lo nuevo y
diferente, reforzar la voluntad para que siga existiendo en su espacio el
recuerdo. Yo creía que en el Barrio no cambiaba nada, al tiempo detenerse; pero
ahora sé que sus calles, como la sangre por nuestras venas, envejecen, se endurecen
como la cal de sus fachadas, de las arrugas de sus fierros; pero éste nunca
muere, solo nosotros en él, con tantas cosas que dejamos por el camino, tantos
escenarios y vecinos, poco ya nos sorprendemos de lo novedoso, lo distinto,
cuando añoramos más aquello que no hicimos. Siento que soy un privilegiado, o
un afortunado por llevar medio siglo residiendo en la calle principal que lleva
su nombre, a un suspiro de esta alameda donde han transcurrido épocas y
emociones, y desde la que en estos momentos vivo, escribo como uno de esos
niños sentados en los improvisados pupitres dispersos por la plaza en la escena
del cartel de esta Feria, recorro otras fisonomías, otras mágicas geografías,
tiendas y negocios que tildaron su historia en los otros calendarios de su
cotidianidad y tradición.
Así
salgo de mi casa o de la tienda de Frasquito el Pujerreño, él tan desprendido, enfrente
el estanco, más arriba el bar Nuevo, míticas partidas de subastao entre el
Tiznao y el Rano, a la vuelta de la esquina la primera tienda de Trinidad, nervio,
la de la Pellejera en el otro tramo del callejón de Gallarda, y en la esquina
llegando a la alameda, el bar Arcadio, con el Tajo de Ronda ocupando su
testero, y abierto en un pasillo el antiguo club de una generación joven
anterior insonorizado con cartones de huevos, aledaño el genuino bar El Sucio,
de ortografía adecuada, con su fórmula secreta de los míticos chorizos y
revueltos de papa, un eco metálico en calle Güelilla, del herrador cojo, el barecito
del Manzano en la gasolinera, exquisitas tapas de caballa, las sardinas de la
pescadería Benítez, azules y frescas, allende el murallón, el bar del Chaves y más
tarde El Puntillas, la barbería de Bravo, la tienda de Salvador, a este lado la
carnicería de Pepa, tortillas y adobos en el bar El Cafelillo, y el profuso revoltijo
de la tienda de Perico donde se encontraba de todo, el serranito universal de
Benito, la imaginación del panadero Vela, la droguería con entusiasmo
azulgrana, recuerdo el kiosco de Francisca en la esquina a pie de calle, frente
a las Franciscanas, “una peseta de cuernos” y la chiquillería salía corriendo, contiguo
a la Barbería de Juan Pinzón, el ajustado corte de pelo de los tiempos, la tienda
de Miguel que antes fue de Teresa, la panadería de Sebastían con su pan de leña,
de pueblo, otra tienda, de Concha, en las Kábilas, con los refrescos ácidos que
arrancaban las muecas más trágicas, o la de Leonor, la panadería de Diego o la
eterna Alba, la churrería de Eduardo el latero, la pastelería de Luisa, la “Ollería”,
Diego el carbonero, Salvador el platero… más y desteñidos como luces en la
niebla, en la mediación de Torrejones, el Bar de la Escuela, de Manolo, donde
si la Virgen de la Soledad oliera, lo haría además de su fragancia a cera e incienso,
a la caricia de la madera de los toneles, a tiza inmaculada de los apuntes en
el mostrador, y a amargura de vino recio.
Esta
historia solo tiene sentido cuando alguien la cuenta, quizá; pero esta Feria,
que hay que sentirla, también incita, año tras año, a recorrer con conciencia su
Barrio por los anaqueles de la leyenda.
F.J. Calvente.
(Esta es mi colaboración, un año más y siempre un honor, en el Programa de la Feria de mi Barrio)
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