Ayer vi llover los rescoldos incandescentes del crepúsculo sobre un remanso de agua dormida entre piedras.
Un fuego cristalizado en el éter de este otro otoño desvalido, sin tristezas y menos fríos a los que culpar de la piel erizada por la emoción de una belleza tan cercana, tan inesperada, la de este paraíso al que se accede abriendo la puerta del corazón, o aquella en alegoría de las dos que en la muralla siempre están abiertas. Capaz incluso de hacer temblar, con su latido de historia viva, la superficie diamantina del pilar, el antiguo abrevadero de tradición y regresos donde aun pueden verse reflejados los rostros verdaderos. Un pulso melancólico, y místico, en cualquier caso sentido, como ese chorro eterno de agua que cae idéntico a las lágrimas de unos ojos impresionados y devotos; a lo que la lírica de estas palabras pretenden significar su momento y la transfiguración de los cuatro elementos en el quinto de un sueño, el Barrio, un fluir de la líquida quimera en el espejo del incendio crepuscular de una tarde malva y triste, o de ensueños quemados en sus largos tiros de violeta y sosiego.
"En el cáliz de la fuente
solloza el agua fragante,
agua de música y lágrima,
Y, de repente, una voz
melancólica y distante,
ha temblado sobre el agua
en el silencio del aire."
Y con este azogue idílico de Juan Ramón Jiménez, se transmutan los elementos, los cuatro, con el rumor del agua, su sedante cadencia, la música del quinto elemento que incita un estremecimiento del alma entre los tizones ardientes del cielo, el llanto quedo y embalsado en la piedra angular, con la vecindad de la noche. La noche de esas estrellas salpicadas por el precipitar del reguero de agua en la artesa pétrea, cuyo empuje mueve el liviano humo de estas letras.
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