Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



sábado, 17 de febrero de 2018

LIBROS QUE VOY LEYENDO: "Clavícula" de Marta Sanz.

“Escribo de lo que me duele”



No sé si “Clavícula” (Anagrama, 2007) de Marta Sanz, es una novela, un ensayo sobre el dolor personal, el dolor personal hecho literatura, una reflexión en voz alta del dolor y la literatura, una autobiografía parcial y peculiar acerca del valor del dolor y su expresión en la literatura de la autora, un autorretrato confesional, neurasténico, hipocondríaco, psicosomático, un libro de ficción, o de auto ficción, paródico, o auto paródico … No sé qué es este libro, no, no lo sé... pero lo que sí sé es que logró concernirme por su autenticidad, por su sinceridad, y convertirse en una de las mejores obras que leí y disfruté de entre las que pasaron por mis manos, por mis ojos, por mi interior, el año pasado; opinión que se suma a la mayoría de la crítica al otorgarle, precisamente, el valor de ser una de las mejores lecturas del 2017. En definitiva, porque “… me gustan los libros que producen orzuelos. Los que abren estigmas en las palmas de las manos. Los que aprietan la garganta y nos cortan la respiración”.

208 páginas tiene “Clavícula” y en las que “Durante un vuelo, a Marta Sanz le duele algo que antes nunca le había dolido. Un mal oscuro o un flato. A partir de ese instante crece el cómico malestar que desencadena Clavícula: «Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece.»

“… estas páginas no están concebidas para ser convencionalmente interesantes. En ellas se registra un protocolo. Son una indagación. El intento de responder a una pregunta que no se desliza hacia atrás y hacia delante por el carril bien engrasado del tiempo”

Y a ver qué más nos dice la editorial en la contraportada del libro:

“Aquí, la narración del episodio autobiográfico se fractura como el mismo cuerpo que se deforma, recompone o resucita al ritmo que marcan las violencias de la realidad. La descomposición del cuerpo parece indisoluble de la descomposición de un tipo de novela orgánica donde se mienten las verdades y se usan trampillas y otros trucos de prestidigitación.
En Clavícula –o Mi clavícula y otros inmensos desajustes– no: aquí la palabra busca dar cuenta de los hechos, más o menos difuminados, para llegar a entender.
La dificultad de nombrar el dolor suscita grotescas reflexiones: ¿primero me duele y luego enloquezco?, ¿me duele porque he enloquecido?, ¿el dolor nace del dentro o del fuera?, ¿primero me explotan, luego enloquezco y después me duele?, ¿o me duele y me hago consciente de que me explotan?
Al hilo de ellas se aborda una retahíla de temáticas: el filo que separa el cuerpo de sus relatos científicos y su imaginación; la intolerancia ante el desequilibro psicológico y el desequilibrio como síntoma cada vez menos excepcional; la ansiedad como patología del capitalismo avanzado y, frente a los grandes titulares, la situación concreta de un centro público de salud; lo psicosomático; la hipocondría y las enfermas quizá no tan imaginarias; las enfermedades y el dolor específicamente femeninos; la sobreexplotación y el miedo a la pobreza que castiga, sobre todo, a las mujeres; el dinero y las cuentas familiares, la cifra exacta que agudiza una molestia ósea persistente.
Marta Sanz retoma el tono autobiográfico de La lección de anatomía, pero en lugar de hacer memoria y reconstruir históricamente el propio cuerpo, esta vez se concentra en un solo punto. Un libro sobre el lado patético o reivindicativo del quejarse que, con sentido del humor, negro y autocrítico, conjuga la mirada social con una mirada sobre la literatura misma. Porque la carne a veces se hace palabra y la palabra a veces se hace carne. La segunda posibilidad da mucho miedo.”

“He perdido las ganas y aun así padezco una exigente necesidad de amor”

Con esto supongo que sería suficiente, primero para alertar de un singular relato que despierta unas cuantas curiosidades: literaria, argumental, estilista; y segundo, aparte de lo anecdótico, por el trasfondo reflexivo y universal al que traslada una lectura que tendría y tiene que ser imprescindible. Una escritura que es un padecimiento, o un padecer que se transforma en literatura, y de la que no importa la consideración de impúdica, o sincera, o gratuita con que se la pueda tildar y acaso por su rara fragmentación; y en este impasse, como una forma de continuidad que no soluciona nada pero que profundiza en el hecho, surge la crónica, la escritura diarística, el cuento, la reflexión, los retratos, emails, las lecturas, los sueños, la confesión, las hipótesis y otras autorrepresentaciones… a través de historias domésticas, de conversaciones, de médicos y diagnósticos, de si la menopausia, el dolor, la queja, la muerte imprevista e injusta, del futuro imprevisto e injusto, … en un conjunto o collage que se presupone caótico pero que marca la genialidad de una diferencia atractiva y ordenada, como si tras ir poniendo pieza a pieza en un puzle, la distorsionada imagen en torno a la importancia de un anecdótico sufrimiento, va perfilando la imagen consciente, cabal, coherente de su portadora y de su realidad según el mismo; a colación de este apunte, me ha resultado un acierto el encaje del cuento “Buscamos una amapola que no se marchite”, ciertamente por subrayar la diferencia en la búsqueda del significado a ese: “Escribo de lo que me duele. Hoy veo con toda claridad que la escritura quiere poner nombre e imponer un protocolo al caos. Al caos de la naturaleza, a la desorganización de esas células dementes que se resisten a morir, y al caos que habita en el orden de ciertas estructuras sociales (…) Para quienes experimentamos la pulsión de la escritura, los dos caminos -la biología y la cosmética- están errados (…) Ando buscando nuestra inmensa belleza entre este contubernio de palabras gratamente blasfemas y lenguaje corporal”… ”

“La ausencia de deseo es mala porque paraliza la vida, aunque la parálisis que de verdad resulta aterradora es la del monedero”

No es que sea un texto que abunda en la fragilidad de las perplejidades, pues en él también encontramos firmezas, incluso una fe que hace avanzar, al menos a la autora, por la misma perplejidad de la vida, o el miedo, o desde el ominoso silencio, o por cierto compromiso con la realidad, en una indagación personal subrayada por una normalidad sorprendente, cotidiana, común, y a la que nos arrastra a todos, en un espectacular desnudo al “…operar como herramientas afiladas. Un trépano o un berbiquí. Describen un proceso, puede que una figura circular, y hablan de una persona. No de sus pasos de baile”.

Al hilo de este último párrafo, me ha gustado “Clavícula”, entre otros factores ya expuestos y otros que lo harán en lo sucesivo, por su reivindicación de una literatura, de una forma de escribir inhabitual, circunscrita a las rutinas y realidades domésticas en las que pueden reflejarse los lectores; ajena o lejana a los artificios, énfasis, u obvias ficciones acostumbradas o impuestas por el tenor editorial o conforme a las tendencias literarias.

“Combinamos la neoliteratura epistolar con el exhibicionismo imbécil de las redes. Siempre escribimos para que alguien nos lea. Imbéciles entre los imbéciles. Los seres humanos –todos- tenemos una intimidad estúpida”

Y dentro de este particular caleidoscopio de un dolor inidentificable, del silencio o del miedo por no afrontarlo, del mismo modo encontramos un compromiso social, una crisis social a la personal. “Clavícula”, asimismo, es una crónica del mundo actual, traslada Marta Sanz su llamémosle malestar físico hacia la colectividad, en un cómo vivimos o en un cómo no vivimos en una sociedad indolente, inestable, que abunda en la desigualdad de oportunidades por razones diferentes, en un cúmulo de numerosas individualidades preocupadas por su comodidad sin sobresaltos y ajena a la de los demás… resignada a las lacras que impiden el desarrollo humano en sociedad: el desempleo, personificado en el marido de la autora, los problemas de la sanidad pública, de la educación, de la fatua exhibición económica, de la vejez, de la problemática e injusticia de género, de la mujer…

“Enfermo del miedo a enfermar y del miedo a no poder enfermar”

Pero no todo va a ser tristeza, dolor, desvalimiento, no todo va a ser esta demanda negativa a través de una dolencia, desde una perspectiva visionaria igual de válida que otras, de buscar el sentido de la vida, no, sino que en este libro encontramos el fluir de un humor también inteligente, paródico, que emerge de las propias contradicciones con una lucidez excepcional. Y también una narración en la que el amor, o sentimentalidad, tiene su lugar, un derecho recogido en la ternura desprendida de las relaciones familiares, de las alusiones a la maternidad, a la soledad, y de las esperanzas, en definitiva, entre la reconciliación personal y literaria con la realidad.

“Por segunda vez en mi vida escribo para purgarme y le tengo fe a la posibilidad catártica de la escritura. Como si todas las palabras fueran un rezo”.

Una gran garantía literaria Marta Sanz. Una obra indispensable, sea cual sea el encuadre que tenga, esta “Clavícula”.


“La precariedad se expresa con la fractura y la brevedad sintáctica y, mientras tanto, se acumulan, se enumeran, se amontonan las palabras porque hay que sumar cien acciones para conseguir un solo fin. Todo está siempre en el aire”.

jueves, 15 de febrero de 2018

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (IX): “LA MUJER TRAS LA VENTANILLA DEL COCHE”

ENCUENTROS EN EL DESENCUENTRO (IX)


LA MUJER TRAS LA VENTANILLA DEL COCHE”



Borges, hoy en el encuentro de tus letras me encuentro con la memoria de un accidente no sé si sensual, pero seguro de una inspiradora beldad, o de una posibilidad que atañe al corazón, y la que, resulta ridículo su coincidencia con este mercantil día de San Valentín, ayer, tal vez aguarde a lo incierto del futuro para su inefable concreción o al abandono definitivo en las propias imágenes desleídas en el borrador de los días. En la concurrencia de tu relato, “Delia Elena San Marco”, apenas iniciado el latir lector por tu obra “El Hacedor”, en una madrugada de fechas de carnaval que aquí en Ronda, todavía vacías las calles de máscaras, escenifica la insostenible tensión con la política o cuando una manera de hacer política, u otra mascarada política, atiende a un incompetente egotismo y a una escasez de miras alarmante, y desprecia al instinto colectivo en alma definitiva y protagonista del éxito o de su vocación; en tu narración Borges, decía, nos encontramos todos: Delia y tú, la misteriosa mujer del coche y yo.

Recuerdo.

En un día que no tiene importancia, solo la estación, Otoño, con honor de la mayúscula a su nombre, y acaso por lo azul de un cielo diáfano y por las iridiscencias que un mezquino sol arrancaba con esfuerzo en los desparramados restos de la helada en una alborada casi inconclusa. Era, pues, no más de medio día, por la luz, por el ruido, por el “río de vehículos y de gente” como un carrusel de rutinas en torno a la glorieta de la Plaza de España, y al que todos parecíamos arrastrados por un esquinado magnetismo espiral, abrumador y soliviantado, impuesto por los orígenes del formidable barranco de al lado, Tajo. No había entonces la represión actual, una ya de muchas en la inhábil manera de ejercer la política local, de cortar el paso por el Puente Nuevo, por la arteria principal y única urbana, médula del pueblo, con otro lastimoso “tajo” que incomunica, discrimina, separa en dos Ronda, como para que autos y personas, vecinos y foráneos, otrora demorasen atravesar el abismo o nuestra herida mítica que siempre nos hará sentir el misterio eterno de estar vivos. Yo iba en mi coche, iba hacia el Barrio San Francisco, por lo que ocupaba o discurría por el carril exterior de la rotonda; llevaba rato detenido porque el coche que me precedía también lo estaba, parado, y al igual que el otro a éste, y aquel a…, cuando, a mi izquierda, en la parte interior del vial circular y ocultando el jardincillo lenticular central con el busto de Ríos Rosas, otro automóvil, de gama alta, oscuro, limpio y bizarro, se detuvo a su vez y puesto que el de delante del mismo modo lo había hecho, como todos, y sin importar su intención de dirigirse hacia calle Rosario o tras alguna revuelta a la plaza retomar Virgen de la Paz, y más cuando yo en línea con terceros intentábamos, en nuestra calzada, alcanzar los barrios de La Ciudad, el Barrio, la carretera de la Costa del Sol, o la salida de unos sueños cada vez más decepcionantes de esta “Ciudad Soñada”, y a la que no reconocería, ni apreciaría, ni soñaría, el mismísimo Rainer María Rilke.

En mi espera, aun no impaciente, aun no aireada, un sutil hormigueo interno, marcado con una fugacidad análoga a su intensidad, es decir, enorme, como una de esas señales, símbolos que aluden o anuncian desgarrones en el lienzo monótono de la realidad y por los que rutilan ficciones prodigiosas, alientos retenidos por la fantasía, me hizo, indeliberadamente, arrojar la mirada, he señalado que a mi izquierda, en el otro coche muy distinto y superior al mío y a casi todos en rededor. De detrás de una sus lunas tintadas, subidas y tamizadas por la imagen del resol distorsionado del Parador de Turismo, ocre como el albero de unas goyescas, del lecho de hojas caídas en el paseo central de la Alameda, de los toscos pliegues de la cornisa del Tajo en tórridas tardes de estío, presentí la reciprocidad de otra mirada, convergente, precisa, inquietante, sin mediar miedo o recelo, al estar más interesada en mí que yo en ella y puesto que no la veía, por un sentimiento de desnudez que de improviso me espoleó a una curiosidad inaplazable, imperativa, y con desplazar su velos. Un envión, súbito y fastidioso, rompió la inmovilidad de los vehículos, empujándonos hacia nuestros destinos incognoscibles o terriblemente esperados. Y sin embargo, otra atormentada urgencia, circunscrita en la inapreciable persona que ocupaba el asiento de acompañante delantero del automóvil junto al mío, tras los espejos que en ese momento traducían el oscilar de las banderolas de la fachada del Parador, en un ondular que resumía los aspavientos mudos que mi atención reclamaba del desconocido de al lado o acaso en la epifanía que atesoraba. Aún así, este coche también dificultaba su incorporación al tráfico, su movimiento obligatorio, como si una hipotética orden procedente del ignoto individuo de su interior al conductor, hombre o mujer, correspondiera o fuese deferente con la mía.

Algunas insoportables y estridentes bocinas resquebraron el instante interesante, el de una hechicería similar a la que ideó los vastos plisados panzudos de la sima aledaña, conminándonos a que nos moviéramos, a que ambos nos olvidáramos de la seducción de la parada, a abandonar este ligero atisbo de una dimensión que sería asombrosa de polarizar la espera. Y nos desplazamos, los dos coches, casi a la par, como si no deseáramos desprendernos del vínculo que nos ataba, que nos salvaba de la desolación por la divergencia que tomarían nuestros rumbos, distintos, separados. En esto que el cristal interesado del otro coche iniciaba la mecánica languidez de su bajada, deshaciendo la deformación de cualquier reflejo exterior para vislumbrar una de las expresiones de la Belleza, de las más excelsas, que la providencia puso ante mis ojos quizá por una vez o la que fue siempre esta, en el mismo recuerdo de otras que la precedieron y que encontrarían el eco de su aspiración en el porvenir. Unos segundos, tan solo, pero que acopiaban la infinitud del tiempo en su testimonio, el de un portento excepcional y desgarrador. Ella.

La mujer tras la ventanilla del coche: de cara alargada, frente franca, de rasgos acentuados, de pómulos tallados con la misma tenacidad de una lucha recóndita, la de un tiempo que en ella, agotado, dejó de fluir, o rendido a la insospechada función de solazar una imagen circular, recurrente de aquella en la que la mujer alcanzó su expresión más detenida, sugerente, e incluso, por su fascinación, por las bolsas de un cansancio de siglos bajo los ojos, entreveían el dolor de las ausencias, de las amarguras, y si bien ninguna se ostentasen o las dispersara su donaire; de cabellera taheña, teñida, caída con gracia sobre sus hombros señalados, en un crisol que ensayaba cuajar las llamas de la pasión por la vida, o del mero hecho de vivir y sonreír sin cargas al destino. Sus ojos rasgados, hondos, negros, los que tenían la privilegiada opción de recoger el pavor sugestivo del precipicio del Tajo, en una confusión que solo, por esta audaz trama, traducía la sorpresa, la curiosidad por la efusión instalada en mí o por la manifestación de un capricho inusual y tentador. De sus finos labios emergía la atadura que me esclavizaría tras la desesperación por su fuga, de no instalarme en su tiempo sin tiempo, porque se curvaban en una sonrisa luminosa, única, atractiva, cálida, dejando al descubierto una dentadura nívea con la singularidad de sus incisivos frontales limados con acentuación, con empeño. Una sonrisa que jamás yo abandonaría mientras su recuerdo me afectara con esa nostalgia penetrante y adolorida de los milagros ordenados para atestiguar su belleza. Su sonrisa. La sonrisa más bella, la que me encontraría tras todas mis muertes y resurrecciones, en su icono, en su añoranza desde el mismo instante en que, con desánimo, con condena, comencé a echarla de menos. Nunca diré que solo fue una sonrisa, sino un sueño hecho realidad.

No era la mujer de este retrato en blanco y negro, del genial fotógrafo Robert Frank, si bien la sensación conviniese idéntica, sin influir la hermosura, en la mía y en la de esta escena neoyorkina de 1959. Una inundación de ausencias o el destierro en la soledad de las encrucijadas perdidas. Ella, sin dejar de sonreír, sin dejar que mi corazón desistiera por salir de mi pecho para sumergirse en cuanto ella dispusiera y porque éste ya sin discusión le pertenecía, alzó una de sus afiladas manos en un grácil ademán de saludarme. El saludo de un adiós y en el que concebí el dolor por la quimera de las cosas inalcanzables que imponen la posibilidad desaprovechada de su cercanía, de alcanzarlas, el sentimiento dilatado, para dar paso a los anhelos y a la melancolía que la rendición quemaba y convertía en pavesas, en este miércoles de ceniza cristiano, para desaparecer, etéreas, en la profundidad del firmamento o en el calado de precipicios como el contiguo. No correspondí a su saludo, no quise, no pude. No, no la saludé, ni me despedí, ni sonreí; de cualquier modo mi saludo, mi despedida, mi sonrisa, hubiera pasado desapercibida a la marcha desesperada de su coche, a la marcha resignada del mío, en la marcha de una de las manifestaciones de la belleza más sorprendentes, afectadas, y la que me impulsaba a reencontrarla hasta el fin de los tiempos, hasta el fin de la memoria, o hasta ese instante final en el que pudiera recomponer los pedazos de mi alma, rota tras este encuentro sensible y la que siempre reclamaría su deseo de reunión.

Sí, Borges, no pude decirle adiós; posiblemente tengas razón en que “los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros”; ni tampoco  pude decirle adiós por aborrecer las despedidas, por el tormento de su carencia quizás para siempre y hasta cuando el tiempo, el borrador de los días, difuminara con abandono su recuerdo, por la atracción a cierta y apreciada épica de su imagen desconocida, breve, empero amoldada, apuntada ya en las semillas de mis sueños derramados a lo largo de las épocas con todas sus reminiscencias, gratuidad y distancias. Por esto mismo dediqué mucho tiempo a revertir su aparición, su manifestación tal vez especular, a contrariar su hecho, como muy bien tú me insinuabas, Borges, estremeciéndome en el otro espejo de tus palabras: “y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación”. Dediqué mucho tiempo, confesaba, en olvidarme de la circunstancia, del albur, y más a olvidar su recuerdo, el insospechado e intenso acontecimiento no sé si sensual; porque cada vez que lo hacía, que lo rememoraba como ahora y en el lapso por el que cabalgan estas palabras, sugestionadas por las tuyas, me dolía la sublimidad de su pormenor, de ella y de su sonrisa esclarecida.

No sé dónde está la mujer, qué hace, con quién está, si persiste su sonrisa… No sé, y puesto que ni mucho menos puedo responder a donde yo estoy hoy, estaré mañana, o en cada uno de los momentos de insatisfacción, de frustración, de morriña, y al igual adónde tras mis fracasos por perseguir entelequias circulares e insaciables. No sé, definitivamente, si ella está muerta, o muerta absoluta a mi recuerdo. Yo no lo estoy como tú lo estás, Borges, muerto pero tan vivo para recordarme que todavía palpito en el escaparate de tus letras, en las de una literatura que da sentido a la magia de mis ensueños, de mis retentivas que una vez fueron maravillosas por su sencillez, luego míticas por su intencionalidad retórica, aún, y en este presente de desenlaces con los que busco, aprehendo una belleza heroica, por la exaltación de mi búsqueda, por afinidad y sentimiento.

Y por esto mismo te agradezco che, en estas fechas de carnaval, de Don Carnal y Doña Cuaresma, de san Valentín o grotescos cupidos asalariados de El Corte Inglés, tras leer tu relato hayas encauzado mi inspiración, la intención hacia la sensibilidad rezumante de este nuevo “Encuentro en el desencuentro”, mío y en estos momentos de todos, por compartirlo sin hacer honor a efeméride alguna, y del que por no querer publicar ayer lo hago en este momento; más si cabe por no traer ya un recuerdo mágico, que también, sino encendido con la ingenua esperanza de que la mujer lo lea y, conmigo, impongamos complicidad a la despedida, confianza en otro o en el mismo encuentro, en su expectación indispensable; disipar la separación que fue, en la alegoría de todas las separaciones que guardan el valor, no el precio, de una ilusión que las valga por la perfección de su creación, de su emoción y de todos los posibles reencuentros soñados y verdaderos que lleguen amparados en su esencia imperecedera, la destilada por una sonrisa sentida y tierna.

Porque el recuerdo, la memoria de nuestra efímera coincidencia, permanecerá en nuestro interior como este papel o el medio que fuese y recoja el sentido de estas letras; con la esperanza, insisto, con la confianza, además, en que “alguna vez anudaremos” este relato, “este diálogo incierto”, y descubriremos y “nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía” en un vacío pavoroso y atractivo, “fuimos (aún lo somos) Borges y Delia”, yo y la mujer tras la ventanilla del coche.


© F.J. Calvente.

martes, 13 de febrero de 2018

Regreso a la mar.

La mar hoy, en el regreso a Torremolinos, el espejo donde miro mis tiempos con sus entramados emocionales, los misterios engarzados en lejanías que se acometen y siempre están igual de inaccesibles y extraviadas, ese horizonte en el azogue de mi alma enfrentada al desorden o al quedo silencio del momento, exhibe, incita a través de sus infinitas refulgencias de plata, a tener confianza en la posibilidad una vez descubierta para mi su esencia, su sutileza que leo en la grafía ancestral del rumor de su superficie ondulante, a pescar estos sueños que una vez fueron míos, con la red tamizada de empeños tras las conquistas cotidianas, y solo con el objetivo, o búsqueda, de tejer felicidad. 

(C) F.J. Calvente.