Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 21 de agosto de 2019

"BAJO MÍNIMOS"


 Era una noche, otra “Madrugada de Tajo”, distinta, distinta por replicada o por una aburrida reiteración de determinados de sus acontecimientos, distinta además de bochornosa, bochornosa por su calor, que no confusión, y, por tanto, previsible. No había nada que pudiera diferenciarla de otras noches de este estío, de otros nocturnos sucedidos durante los fines de semana, en la madrugada del sábado al domingo, de obligación (para mí) salvo por la salvedad (?) del lapso entre uno y otro deber, por el asueto o el desparrame de un misticismo épico y al que ya me he referido en anteriores relatos y de los que espero hayan seguido con interés o abominación mis lectores, si los tengo, leyentes, y si los tienen o manifiestan, intereses o abominaciones, ¡ojalá!, estas densas historias escritas a vuela pluma, más con miradas que con literatura, susciten lo que quieran suscitar en los leedores y a través de mi sincero hilvanar de letras como uno de esos espejos cóncavos o convexos que deforman la realidad (verdaderamente poco o nada me importa, si bien reconozco cierto prurito de vanidad intelectual que, como una botella de gaseosa, esa familiar Casera blanca, pronto se esfuma en el momento de quitar el tapón, me desinflo tras la espita de gas como un suspiro externo y aliviado); deberes, épicas tal vez religiosas, y de ocios a los que observaba desde la atalaya del vehículo o durante una primera hora del domingo sentado en uno de los bancos de la plaza de un hierro caliente e imbricado, acompañado de un arbolito mudo y de sus esfuerzos en confidencias complicadas. Sin embargo, aún por redundante, se infería en esta noche, por diferente, acaso anormal o que arrastraba una evidente anomalía, la frugal economía de su reiteración, un ahorro, un descuento, como si el destino, el tiempo, dios o el demonio, o yo en un orden inventado de las cosas, no les quedara otra y urgente decisión de ajustar su disposición a unas necesarias y obligadas vacaciones de sus elementos, a la pesada concatenación de sus mínimos recursos, a un recorte obligado en su provisión para que la noche siguiera siendo lo más parecida a otras y sin escatimar de cuanto se esperaría e incluso con algún detalle o mecanismo excepcional y extraordinario. De esta manera, en su arreglo, era muy palmaria la reiteración, de la que llegó un momento a ser cansina por su previsibilidad, de sus aconteceres en torno a esta Plaza de España o en uno de los centros neurálgicos del universo:




El coche blanco, veloz como para prestar atención a los detalles de alrededor, como para experimentar el placer, esa idiota vanidad por completo de ver al exterior asombrado o asustado o herido por quienes lo conducían como héroes echados a perder, el Opel Corsa que circunvaló cuatro las veces la isleta del busto de Ríos Rosas, que seguía pareciéndome una brocha de los antiguos barberos con la que esparcir la espuma en las jetas hirsutas antes de un osado rasurado con afiladas navajas, dos jóvenes adentro o engullidos por las entrañas de tuercas, tapicería, conductos y explosiones: el conductor de odiosa camiseta negra de tirantes que exhibía unos blandos brazos, y un acompañante de camiseta fosforita o de un verde molesto fosforescente; la luz interior del habitáculo sospechosamente de un azul eléctrico, en la que chispeaban dominadores varios o cientos de piercings; ambos individuos ejecutaban idénticos cabeceos (¡Sí, también el conductor!) al ritmo o compás o en la letanía incómoda y ruidosa de un reguetón igual de repetitivo. ¡Chunta, chunta, pum, pum… "Yo no soy tu pai' pero ese culo es mío", "Yo soy el que tiene lo único que la traspasa"… chunta, chunta, pum, pum…! Los tres jóvenes paseantes, uno gordo, alto, disfrazado de cómico negro, un inflado Eugenio al caso, o de malogrado mago negro, echado a perder pues, de cráneo rapado, en absoluto privilegiado, risueño; otro delgado, de pantalón corto vaquero que le caía por debajo de las rodillas, de firmes calzoncillos por tanto, camiseta roja, gorra y bandolera; y el último negro, de color, de laterales rasurados y cepillo de gruesas cerdas en el centro de la cabeza, de la cabeza como una melona, pantalón blanco, camiseta de estampados zigzagueantes, taciturno, el más alto del terna, el más extraño. A estos se le unieron, una vez atravesada la plaza con una confianza como si estuvieran atravesando el trayecto de salón de sus casas, un trío de jovencitas, dos con faldas cortas y entalladas, una blanca y otra negra, otra de falda gris y más larga, las dos primeras de cabellera recogida y la otra, morena también, suelto hasta mediación de la espalda, las que salieron, dos las veces, del restaurante aledaño al Puente Nuevo y, dos las veces, les oí idénticas palabras y les vi ejecutar los mismos gestos, preguntándome cuándo salía el autobús y si podía llevarlos a la feria de Alcalá del Valle o a la que fuera de las que se desparraman por el calendario veraniego de los pueblos y aldeas, no entendieron y aunque se conformaron con eso de ser un servicio urbano, local, de aquí y no de allí. En fin… dos veces se reprodujeron los hechos en un intervalo de 40 minutos por mi reloj, o por el reloj de mi teléfono móvil. Seres erráticos, sin pasado ni futuro. Un gutural “¿Adónde vas a estas horas?”, del que escuché repetirse tres las veces, una primera a las 12 y 35, otra a las 1 y 5, y la última a las 1 y 20, por parte de una mujercita, con su emporio encima de maquillaje, atuendo y tufillo caro, a otra mujercita que se subía a un coche azul oscuro, un Volkswagen polo, y en lo que ya perdí la cuenta de las veces que se contorsionaba para subir en este y evitar, o lo que del mismo modo presumiría de una forma de seducción, mira pero no toques, que se le viera más de lo que ya se le veía de entre sus piernas ajustadas en una faldilla corta, mientras la de la indiscreta y capciosa pregunta, en un banco aledaño al mío, se sentaba casi a horcajadas, largas piernas bronceadas, cariñosa y trabada, sobre un muchachito casi invisible por su delgadez o por el dominio fraudulento de su novia o compañera o amiga o como ahora se diga. No tan invisible, aunque fibroso, el joven del anterior automóvil, el del Volkswagen, quien aprovechaba para salir, quien saludaba a diestro y siniestro hubiera o no alguien, hasta a su sombra y a los posibles alienígenas que surcaban imperceptibles los cielos a la búsqueda del próximo abducido, efectos de un TOC, y con sus veces en las que salía del coche, saludos, cerraba la puerta, ¡tuumm!, saludos, paso largo, saludos aquí y allá, ¡quillo, qué, venga, vamos, nos vemos luego!, de pelo parco cortado a cepillo, engominado o húmedo, cuello largo y periscópico, de rostro muy moreno y anguloso, sonrisa tallada, pantalón vaquero de tubillo, zapatillas Nike, camiseta rosa y morada con un “Adicted” estampado, que entraba y salía, entraba y salía, entraba y salía… del McDonalds, llevando una bolsa pequeña para una cena variada, sana y suculenta y de la que, por el volumen, consistiría en una Coca-Cola de 1 euro, hamburguesas de 1 euro, patatas normales o de Luxe de 1 euro, o cualquier otra parva y económica oferta noticiada en la App de la franquicia. El perro flaco, quizás pulgoso, de collar de cuero ajado, roto de tirones y roto de vagabundeos, roto de cuando tendría amo o compañero, roto de cuando se esclavizó a su indigente libertad, cenizo y de parches marrones sin certificar y sin diferenciar si a causa de la roña o por natural, renqueante, traqueteaba a su paso la izquierda de sus cuartos traseros, con divertida brusquedad, rabo entre las patas, la expectación y el miedo metido en el cuerpo, una oreja triangular erecta y la otra caída como una lengua sedienta, este que proveniente de la adoquinada travesía del puente, atravesaba la plaza desde la acera de enfrente para, cuatro las veces en una hora, de 2 a 3, pararse junto a una farola negra de hierro fundido, de luz tenue y atardecida, levantar con esfuerzo, la articulación que incluso chirriaba, su pata trasera izquierda y mear con un chorro profuso y humeante que formó en el suelo un alargado dibujo que asemejaba, junto a dos hojas del arbolito cercano a modo o disposición de dos ojos y media pajita como sonrisa, a un emoji o al ideograma o de la familia de caracteres virtuales, que representaba a una mierda y al que, en un principio de su uso en las comunicaciones por whasapps, confundí la caca con un alegre mousse de chocolate. Pasada la cuarentena, o quizás menos debido a los estragos, los excesos, a un no hay mañana ni consultas al médico, que el deporte era un gasto de energía innecesario y correr de cobardes, bajo, rechoncho, rapado, prominente la nunca, prominentes las pantorrillas como dos mazas embutidas en unas zapatillas oscuras, prominente la barriga a la que la ajustada elástica roja y unos vaqueros cortos contenían o disimulaban o enardecían en todo su esplendor hinchado de globo estratosférico; su mujer, conjeturé, lucía una cola amarrada con un apresuramiento dictado con seguridad por la calor, por ese sudor acumulado en la nuca que se desaguaba por la espalda, probablemente hubiera una mancha, una cartografía chorreada que ocultaba la mochila negra, ella, satisfecha y relajada; tiraban de un carro gris donde presuntamente iría dormido o callado o inexistente un bebé o un milagro en espera. Estos se alternaban en su trayecto de una esquina del puente a la Óptica Baca, reiterado en cuatro ocasiones, 12:38, 12:47, 1:13, 1:51, con el desairado cojo de calzón corto, negro, camiseta ceñida, blanca, cogido de la mano o él cogía la mano a una chica que destilaba la evanescencia de la vaga brisa que dispersaba un olor dulzón a flores y, por inversa, al peste de las aguas estancadas en el fondo del Tajo, de vestido largo y de un blanco roto, bolso dorado que ofendía el rigor de la noche, y con un aire de sorpresa como si temiera una venganza de la propia noche por el bolso, por el hombre, o por las camareras que entretanto, en una esquina de la plaza, bajo unos carteles coloridos y otros molestos por desenfocados o provocaban en mis ojos un doloroso desenfoque, trajinaban con más fastidio que ligereza. La camarera del McDonalds, la camarera del salón de juegos, las que recogían respectivamente la misma mesa en esa reproducción mencionada, de camisolas negras, pantalones verdes de faena como el contenedor que abrían, llenaban, cerraban, y abrían, llenaban y cerraban… las ya consabidas veces, mecánicas, serias, cansadas. En el mismo intervalo, una pareja cruzaba el Puente Nuevo de un lugar a otro, con un bebé en brazos, sí, perceptible y no una promesa, y se asomaban al vacío con caras de tensión que iluminaban unos focos fumantes y rubicundos, apretando casi hasta asfixiarlo al pequeño entre sus carnes y como si una terrible maldición pudiera arrebatárselos y arrojarlo al barranco como una cruenta ofrenda e inocente para apaciguar a la bestia primordial del Tajo. Ciertamente más suavizada, más tranquila, a las 12:32, 1:33 y 2:34, la mujer madura, menuda, de permanente retórica y teñida por una imprevista lluvia o quizás con un soplo o aliento irascible escarchado y azulado, con una mano larga y en la que sobresalían los tendones y las venas, tiraba de la correa de dos perritos gemelos, dos pequineses de color canela, con la otra mano atenazaba a un niño de unos seis años por uno de sus hombros, la botella de agua azul entre sus manitas inexpertas. Destilaban una metáfora de enseñanza de la vida. Cuando estos desaparecían por una vía paralela a Virgen de la Paz, aparecían por esta calle los cuatro jóvenes artificiales, de horas en el espejo, pijos, narcisistas que no les importaba mirarse en los azogues del agua si hubiera y que no la había por la desmedida sequía y la que existía, en la profundidad del abismo, estancada, podrida y maloliente que contradecía y de la que huirían los muchachos con sus oleadas de perfumes costosos, cargantes, envidiados o sintiéndose envidiados, sonrisas de dientes perfectos y nacarados, en lo que supondría, inconscientemente, con suerte, salvarse sus vidas de morir ahogados. Como si se tratara de una pasarela, de un desfile de moda, la providencia había dispuesto reiterar, tras los jóvenes, a poca distancia, con un andar esta vez más despreocupado, más relajado, a dos mayores enchaquetados, canosos y sedosos, amables, y a quienes seguían sus respectivas señoras, llenadas por unos vestidos de estreno y fulgurantes como si en vez de un sobrio y bello estampado estuvieran tachonados de lentejuelas que destellaban al compás de un blues, de un pasodoble bailado en la plaza del pueblo durante las fiestas, más adecuado, y no del silencio o por el roncar del ya habitual coche de pintura de reposición, gris, mate, de cristales tintados y el ensordecedor ¡chunta, chunta!, propagado por sus potentes altavoces para sordos o sordos que pretendían oír música o una percusión tribal que aniquilaba las pocas neuronas como la de los tiros de farlopa o el canuto de maría que los llevaría colgados y regados por litros de red bull con o sin aliños químicos; desconfiados, precavidos, las dos parejas que con seguridad venían de una boda, o de una cena elegante y dispendiosa, aguardaban al paso del vehículo o del demonio deletéreo y cascado, para asomarse y admirar el panorama recóndito del Tajo, de sus asentados edificios a la imposibilidad, y de las fantasías y nigromancias que los fantasmas, aunque no se veían, rociaban por la atmósfera para solaz de ellos y de aquellos que así lo sentían y se estremecían. Los tres mismos fogonazos del flash de una cámara, o de un sofisticado iphone, solo, sorpresivo, iluminando y fotografiando a alguien que no veía y al igual que no veía al anónimo autor de la fotografía en el otro confín de la calle, sentado o posando sedente en la balconada y oculto por la espesa sombra de su grueso y cuadrado flanco, como un grueso y cuadrado centinela convertido en piedra por una maldición como la de Lot y en servicio a aquella eternidad incesante, bella y pavorosa. Al apagarse el último flash tras sus idénticas tres series en las tres horas siguientes, emergía como un espectro de la misma luz y cuando realmente la hacía procedente de Armiñán, otro hombre cojo, y sin dilucidar si lisiado por un trauma físico o por efecto del trauma de la cogorza que todavía le pesaba, como un orondo pajarraco de afiladas garras, aposentado en sus hombros, de camiseta de bandas rojiblancas, colchoneras, tan larga como para ocultar unas calzonas azules, quien se secaba el sudor de su ancha frente y de una coronilla donde también raleaba una quebradiza pelusa castaña y encanecida. Simultáneamente, un suspiro agudo consiguió alterarme en las cinco ocasiones en que se produjo, prorrumpido por un joven intranquilo, nervioso, que aparecía de detrás de la columnata del Parador de Turismo para, tras el banco donde yo me encontraba observando el mundo, aunque por esta noche fuese un sorprendente y decepcionante mundo reiterado por capricho de un destino holgazán o vacacional, pantalones vaqueros, largos, el muchacho y no el mundo, camiseta negra, deslucida, sin impresiones, alterado e inquieto hasta que salía, del mismo modo como por ensalmo a mis espaldas, un amigo, conocido, o camello, de gorra ensamblada hasta las cejas, orejas perforadas por uno de esos horrendos rulos, dilataciones, talante de rapero venido a menos, aunque lo intentaba, lo forzaba, lo declamaba con hambre y desesperación, en su gesto lánguido, flojo, en su caminar lánguido, flojo, y en sus hombros que caían lánguidos, flojos, o de inercias de uno de esos amantes del reguetón, como el del coche aquel que volvía a pasar con su desquiciado y con análogo y ensordecedor ¡Chunta, chunta, pum, pum… "Yo no soy tu pai' pero ese culo es mío", "Yo soy el que tiene lo único que la traspasa"… chunta, chunta, pum, pum…!, en un escaparate absurdo, sexista y desorientado. Tampoco podría asegurar o desmentir si los otros flashes de otras cámaras, de otros iphones, los retrataran en sus brumosos sueños sin pasado ni porvenir, o solo eran selfies que rebotaban en la carrocería del otro coche gris en su vuelta mil, un Seat León de motor trucado, de escape sajado, de cristales traseros tintados, por los delanteros no había que ser muy perspicaz para advertir el grado de estupidez, de tosquedad, de saña, de descerebramiento acusado y progresivo, de los jóvenes suicidas que retornaban a sus locas carreras por Virgen de la Paz y Rosario cuando, hoy más y por las razones consabidas, siquiera más baja la vigilancia de la Policía o retraída como esta nocturna realidad bajo mínimos; y es que para estos, para esos locos al volante, esta extraña reiteración de los aconteceres de la noche, era como agua caída del cielo, como una lluvia de esos red bulls con alcohol o con globitos de pastillitas de colores y dibujitos, ice, hielo, cristal, criko, cristo, met, speed, o con la misma ingenuidad irresponsable de un cerebro también bajo mínimos o ya bordeando el encefalograma plano, nada les importaba, al contrario, les era orgásmico tener, y encima renovado, insistente, la calle para sus peligrosas carreras en sus coches roncos y acelerados. Nada que no pudiera conjugarse con el sosiego de la belleza, pues tras la carrera de los descerebrados, al principio con sorpresa, con alivio, luego con comezón, en sus dos insistencias suspiradas y esperadas, la hermosa mujer que repartía sin escatimar una sugestión eterna, como una diosa de alabastro, como un blanco y divino pedernal griego, como la insinuación de una fábula mítica que recorría un diario deslumbrado y significado con su beldad y ensueño, de ojos grandes y oscuros, nariz pequeña, rictus enigmático en su boca de carnosos labios sin pintar o pintados con un carmín disimulado, alta, delgada pero con formas a las que se amoldaba un vestido claro y adornado, pelo recogido que acentuaba la curva sublime de su cuello estilizado, aunque sus tetas enormes, muy enaltecidas, desbordadas por el escote, atraían la vista y el deseo, por otro lado desdecía, afeaba, su belleza natural y olímpica, por tratarse de unos senos operados, de implantes mamarios, de una textura que a la luz de la noche clareaban como los plásticos de una muñeca; iba acompañada, cogida de la mano, por un hombre más bajo que ella, bastante más bajo, de camisa blanca de gasas, suelta, y vaqueros lavados, moreno, con barba de tres días, bien parecido, cuerpo macerado en gimnasios, vulgar o eclipsado, sin las tetas, por la belleza clásica de su pareja que volaba en vez de andar a un palmo del suelo. De seguido, otra serie de la misma intermitencia en la luz de una de las farolas guardias del Puente Nuevo, que más que irradiar reconfortaban el paso por una profundidad rotunda y mágica, como si advirtiera con su guiño lumínico de la aparición de un suceso sobrenatural y cuando allá, más en esos momentos del alba, todo lo era. No lo era la pequeña moto conducida por una oronda muchacha de lasas carnes y mirada desafiante, o la moto normal y ella muy enorme y aglutinadora. Tampoco, con su idéntico lapso, 12:44, 1:53, 3:42, el arrastrado caminar de dos camareros de pantalón negro y camisa blanca ya arrugada, fumando y al mismo tiempo comiendo unos cucuruchos de helado, resignados en travesías por un desierto blanco. Las rotas risas femeninas. Los tres estornudos. Unas toses exigiendo atención. Los dos perros, uno pequeño y otro más grande, blanco y marrón, neurasténicos y correosos, de simpático trote, que sacaban a pasear, tiraban de una pareja que daba la impresión de estar cargada de rutinas, superada a lo mejor por el peso ingrato de lo que querían hacer y nunca harían o no tenían fuerzas ni ilusión por hacerlo o por mandarlo en esa alegoría que dejó húmeda en el suelo el otro perro que orinaba en la farola y del que pronto aparecería en su segunda actuación o edición; la pareja, ella con una falda perla de volantes, piernas flacas y feas, él con bermudas negras y de pantorrillas blancas, muy blancas, casi luminosas, con rayados o lo que eran largos y gruesos vellos. Aquella enigmática silueta grisácea, recortada en el único ventanal iluminado del hotel de enfrente, Don Miguel, el mismo del restaurante con una terraza de vistas privilegiadas del Puente, de la garganta, de un espacio único y ensoñado, quieta, vigilante, indefinible si femenina o masculina, tras unos blancos visillos que difuminaban la visión del mundo. El rojo y agudo intermitente derecho de la motocicleta, otra de las molestas chicharras que taladraban el cerebro, esos tormentos de la actualidad a los que hay que aguantar y huir con violencia. Un cuchicheo de unas niñas, tres, y tres las veces, sentadas en uno de los balcones, entre confidencias de youtubers enamoradas, febriles, fotos para Instagram. Análoga oscuridad por un apagón en un tramo de Virgen de la Paz, la de un aprensivo cerrar los ojos para que al abrirlos, observar a la luna o al queso colgado en el cielo, en el mismo lugar, sobre los Jardines de Cuenca, arrancando vetas de plata en la alambicada forja, en cristales ciegos. En las dos últimas veces de cuatro, ya no saludé, tímida la mano que se elevaba y fluctuaba en el aire, al recepcionista del hotel de enfrente, con su restaurante, quien a lo mejor, como el establecimiento, también se llamaría Miguel, quien abría la puerta, una lengua de luz amarilla del interior que se resistía, tímida, a salir, quebrada por el muchacho mientras, mirada a la izquierda, mirada a la derecha, se metía con método y aplicación la camisa por dentro de los pantalones, un equilibrio en la hebilla del cinturón, tres caladas a un cigarrillo que apagaba en el suelo y guardaba la colilla en un bolsillo, respuesta a mi saludo con otro y enérgico ademán de su mano, y cerraba la puerta, manchas de luz en sus cuarterones. Por calle Rosario, atento pues en las dos primeras ocasiones, 12:39, 1:12, no daba crédito a la aparición de las tres ruidosas flamencas, o las tres muchachas vestidas con traje de faralaes, verde, violeta, blanco y no recuerdo el color de sus lunares, que trasegaban con vehemencia de borrachas ocasionales de unos quintos de cerveza. “¡Ole!”, escuché, pero no procedente de las jóvenes disfrazadas de aquel exotismo autóctono, sino de un hombre envarado, cincuentón, que hablaba por o a su móvil, quien por arte de birli birloque aparecía de una esquina del puente y desaparecía tras el monumento del útil de barbero de Ríos Rosas, con tiempo aún de decir y de oírle todos un “mañana lo vemos”, para eructar y empañar la pantalla del teléfono. Un taxi con su doble circuito repetido, con su fatua supremacía circulatoria o pericia vial, la lucecita roja arriba, ocupado, el conductor desapercibido al estar la luna cerrada y reflejando el pórtico de columnas del Parador, los arbolitos, y un banco donde una confusa mancha respondía a mi presencia. Otra chicharra que competía con el taxi por el dominio de la calle, en sentido contrario, fracaso en su intento, esplendían los dos cascos de los dos que rodaban como modernos caballeros templarios en el arcano de la noche. 12:58, 1:22, 1:54. Estos que no eran salmos, indudablemente, ni versículos, sino los anuncios del tiempo, dictados por el teléfono móvil, desde la aplicación del reloj, iluminados, fríos y metódicos testimoniaban de los momentos en que se hacía protagonista la repetición de este o aquel, de aquellos acontecimientos y sucesos. La luz artificial que no generaba reflejos, ni vivos ni apagados como en los de una falda de cuero negro sintético, en otro vestido floreado al viento, ondulante, o en el metal cromado de uno de los coches reiterados, en la sonrisa de dientes blancos de los muertos que se divertían de quienes al asomarse al Tajo exteriorizaban los suyos en abiertas muecas, trágicas y fascinadas. Una y otra vez, como en otra quizás noche de las marmotas, por capricho de un destino en infame ralentí, bajo mínimos, con un ajuste visible, también nugatorio, de sus elementos, de sus sobrevenidas acciones, del rodar de un mundo predecible, perezoso, obtuso. Y así hasta que, tras la joven de moño alto, morena, bronceada, encantadora, esforzada en leer o por mirar algo en la puerta o persiana de la Farmacia cerrada, con un movimiento grácil al ponerse de puntillas que elevaba su vestido negro con una franja lateral clara, dejando más evidente las curvas de unas bonitas piernas, atendía a la información de la camarera, alta, grande, rubia de moño en la nuca, parecía que crecido entre los hombros, que le indicaba no ser aquella la farmacia de guardia y dónde estaba la otra, para que la chica atractiva, presta, desapareciera en un Peugeot rojo que, como una exhalación, partió dejando un olor a quemado y a orfandad, entre los ruidos del combate de sumo que la camarera lidiaba con sillas y mesas. Cuando esperaba el ya repetido estremecer de las ramas, de las hojas, del árbol a mi lado por acción de un imperceptible soplo, procediera de donde procediera, este no se produjo. Sorprendido, por la nueva vulneración del cansino y soporífero guión de la noche, porque tras los dos sonoros besos, en su tercera publicación, entre las mujeres de dos parejas, mayores, de permanentes claras y voluptuosas, vestidos largos, de noche, en contradicción de los hombres que vestían más informales, con bermudas, uno con roja y el otro con azul, uno de camisa blanca y otro azul, de rayas en ambos, sonrientes, felices los dos, no se les cruzó el cojo, ni el gato atravesó la cornisa del hotel, con su restaurante, ni se aguzó el brillo de la brasa de un cigarrillo que caía de una de las ventanas del Parador, y la lata de red bull se detuvo en su rodar contra una papelera llena de botellas y otras latas… hasta que la soledad fue asentándose en la noche, poco a poco, permitiendo el descanso en el guion del destino y que venía caracterizándola, a esta madrugada del sábado al domingo, distinta de otras y acaso en víctima propiciatoria de una maldición anodina o más bien de la chanza de un transcurso aburrido. Un silencio de alivio. Una soledad compañera. El universo regresaba a la ¿normalidad?, y yo, por el contrario, que tenía que encontrarme calmado, ya despejado, me mostraba siquiera más ansioso, con esa inquietud que predecía si no un hecho penoso, malo, un discurrir más allá de lo normal, extraordinario.




Entonces me levanté o algo inextricable me incitó a levantarme del banco, no porque me llamara la obligación, todavía no, ni forzado por un entumecido dolor en la base de la espalda, en el culo, en las corvas de las piernas, adormecidas, ni porque tuviera ganas de escribir ya que la insólita noche no me invitaba a ello, y eso que continuaba reuniendo las condiciones para hacerlo, sí, como Kafka (¿Por qué en los últimos días recordaba y aludía tanto al escritor checo?), quien necesitaba de una soledad implacable para trabajar, “Uno nunca puede rodearse de bastante silencio cuando escribe. La noche incluso resulta poco nocturna”, confesaba en una carta,… me incorporé para, solícito, acudir a la llamada del Tajo, la misma llamada que se había producido en tantas noches anteriores que fueron tan diferentes a esta, tan distinta en su divisa, tan propias y consuetudinarias. Una llamada que calló cuando entré en su límite, en el trayecto adoquinado e iluminado por la ringlera de farolas de luz aloque y disipada. Raro. Él. Allí estaba él, con su sonrisa amplia y atractiva, cordial, asimilable. Él, al que, sinceramente, me esperaba en una intimidad, en una cercanía, en la familiaridad de un azogue propio, así apoyado en el pretil del muro del Puente, con las palmas de las manos en señal de ofrenda o de recibir un milagro; pero no, me recibía de pie, en un poyete saliente del muro, al frente de la quilla del soberbio barco que simulaba conformar el tramo de edificios con los arcos en Armiñán y las casas colgantes del otro flanco, ante un naufragio pausado por el misterioso poder del Tajo. Él, el de la foto, con su camiseta negra como esa hondura arriba y abajo, a este lado del espejo, frente a mí, insinuante, carialegre ante la prórroga de un “continuará” que rezumaba o declamaba el ambiente.




¿Qué haces? –le pregunté-

Alguien tiene que escribir esta historia.







“BAJO MÍNIMOS”

© F.J. Calvente.

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