-
- - ¿Qué haces? –le pregunté-
- - Alguien tiene que escribir esta
historia.
No disimularé la
cuestión, la que no tuvo que ver con la rareza o excepcionalidad o ficción del
momento, ni con el hecho o la autoría de un escribir adjudicado por quien era
yo y también alguien desconocido, ajeno; porque me sacudió, me zarandeó como el
viento que se había despertado con mal humor y vociferaba a todos e inclusive a
su eco que respondía aún más profundo y seco, o era la garganta abismal la que manifestaba
su réplica, todavía inadvertida para mí, con un escarnio gruñón e irritado; y ya
que la separación o la posibilidad de una u otra, o de una y no de otra, o la
dilucidación de si este escribir, escribir sobre esto, dejando a un lado la
propiedad propia o intrusa, desdoblada o desvelada, o de lo que pudiera suponer
un develamiento de la realidad, o acaso, o tal vez junto a esto, nos mostraba a
todos, reales o imaginados, tangibles y abstractos, una voluntad, perentoria y reclamada,
a mi desesperada petición y anhelo. La voluntad, esa “fuerza ciega y sin contenido cuya esencia consiste en la pura
repetición del apetecer -argumentaba Schopenhauer- en un incansable e insaciable querer, sin causa ni ley ni principio”,
de acuerdo, aunque correspondía a una voluntad por no esconderlo, de esconder un
conocimiento o conmoción que a lo mejor llevaba a las más altas cotas de dolor,
de sufrimiento, por cuanto sobrepasaba o recogía los miedos a no ser y dejarse
ser por aquello. Ser en la noche una parte de la eternidad a la que el abismo,
negro e insondable, terminaba primero por forjarnos en el alcance de su
naturaleza, para después ser absorbidos, fundidos en esta. La voluntad puesta
en comprender, o en oír y penetrar en lo que se presumía de una contestación
quizás a mis ruegos. Escribir, y él, el otro, sí, importantes, pero ambas cosas
no aclaraban la cuestión, o el problema. Si el escribía, yo no, aunque soy
consciente de ser yo y no el otro, de sonrisa amplia y atractiva, el que estaba
escribiendo este y todos los relatos que las miradas en la noche, la imponente
presencia del Tajo al lado, más que con literatura con experiencia, sólo a mí persuadía,
provocaba, me motivaba a hacerlo y quiero y lo estoy haciendo. Si yo escribo,
él no, pero él mencionó lo contrario, o dejó, enfático, ininteligible para mí,
incluso con autoridad, con una certeza y legitimidad que escasas sombras o
dudas me impelían a no objetarle, provocando mi asombro, una perplejidad que a
medida que la iba analizando, pensando, me causaba tal irritabilidad como la
del viento. Con todo, insistía, no era contenido para una respuesta aspirada.
Todo por no reconocer
que el remedio resultaba más sencillo y eficaz que el problema, si en verdad lo
había, contrariedad: nada de desdoblamientos, nada de casualidades o disfraces
de Dios, pues él soy yo o yo soy él, en la noche, en las “Madrugadas de Tajo”
con su implícito juego de palabras, y en uno de esos instantes, entre
obligación y obligación, de salidas al volante, maravillosos, de recreo o
expansión o búsqueda religiosa o de aquel misticismo épico que el Tajo, con su
poder inaugural, más en vigilias exentas de las hordas de turistas, de fotos, de
empujones, pitidos, paraguas orientales, peste a crema solar, poses, selfies,
estatismos, vistos y no vistos, la imprudencia del extranjero, la disculpa a su
impunidad, exotismos, sorry!, pardon!, proshcheniye!, verzeihen sie!, duìbùqǐ!
o bien sumimasen!, estos legión, pocos o testimoniales ¡perdón! en español o
castellano o en cualesquiera de las lenguas co-oficiales de nuestra diversidad lingüística
nacional o plurinacional o de la que fuera o se defienda o se excluya y de la
que nada me importaba o nos importaría en este relato o confesión, y máxime con
la tosquedad de tantos, muchos, en el Puente Nuevo, decía o subrayaba en cómo el
Tajo penetra en las conciencias singulares, tuya, mía, de todos, para con la
fascinación de su belleza elevarnos en la impresión de lo grande que somos; y
con esa fascinación por su belleza, el pánico, el pavor de mostrarnos lo
insignificantes que yacemos en el universo, al no ser entendido, al no
entendernos, al resultar baladíes las respuestas, los velos, vulnerando el estar
con los demás, las rutinas que lo dormitan todo. Una sonrisa de plata colgaba
en el cielo.
Yo y el otro, tal vez.
Noche de mangas largas. El viento, entre sus pliegues ásperos, los de los
estremecimientos de las hojas de los pequeños y recortados árboles, de los
recogidos toldos de las tiendas, ventanazos sin determinar, un portazo atrás,
un portazo enfrente, las quejas de los callejeros, el rigor de un fresco que
penetraba en la carne como alfileres helados, unas bolsas bullidas a patadas
por fantasmas invisibles, un globo morado del Mcdonalds, perdido, la querella
ondeada de las banderas del Parador de Turismo…
entre sus pliegues o dedos, el levante traía y llevaba el rasgueo de una
guitarra, una voz carrasposa y grave, un cante sostenido del que no podía
adivinar su letra, unas palmas metálicas, una letanía de flamenco, lejana y cercana
conforme al flujo y reflujo como de unas olas que lamían las montañas
difuminando sus perfiles, en su confusión con el cielo, procedente del Festival
de Cante Grande desarrollado en las Murallas del Carmen, de la Exijara o como
oficial y oficiosa al rondeño le plazca, del que se apropiaba, de sus
resonancias, las rocas, las casas con sus desconchones de cal, sillares y
bravías morriñas de la noche, de la noche heroica. Flamenco o milongas de aquí;
pues no es casual que mi amiga Mary Carmen Ben-Mizzián Palma me etiquetara, en
aquellos momentos, en una publicación de Facebook sobre Jorge Luis Borges, de
una anécdota y de una de sus milongas, la “Milonga de los orientales”; “Decir
Borges y pensar en Francisco J. Calvente Mena”, escribió mi amiga; “En el modesto caso de mis milongas, el
lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea,
en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La
mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes”,
hablaba el Maestro de esta parte de su obra. Retumbos de flamenco y milonga: “Milonga de tantas cosas que se van quedando
lejos…Como los tientos de un lazo se entrevera nuestra historia, esa historia
de a caballo que huele a sangre y a gloria… Milonga del olvidado que muere y
que no se queja; milonga de la garganta tajeada de oreja a oreja.”.
Causalidades a la búsqueda de su fundamento.
Un gato callejero, de
pelaje blanco y canelo, de hambres y menos recelos, debajo del autobús, ágil en
la búsqueda de un hueco, de un refugio, de una última palpitación de calor, en
seguida se le vio debajo de un coche blanco, instalándose en algún recoveco del
motor: no le gusta, presiente algo, sale, con mullido y seguro paso se perdió
en las penumbras de la entrada del Parador. Quizás al felino no le interesaba
la gente, como a mí hoy (ayer) tampoco, o porque mi atención la retenía mi otro
yo o aquel yo autónomo y peregrino, encaramado antes a un escalón del muro del
Puente Nuevo y en el plazo de estas líneas sentado junto a mí, participando de
uno de los intrincados dibujos de sus fierros. De ahí a no prestar una aplicación
y reflexión más detenidas, no en el trasiego de personas provenientes del
festival de flamenco, más o menos arregladas, cuidadas o emperifolladas,
autoridades civiles y militares, clanes y familias gitanas, más o menos
rigurosas, puras, en la ortodoxia del flamenco y raza. "No se puede
permitir tanto jaleo en el bar, silencio y respeto por el espectáculo", señalaban
ellos, recriminaba la cantaora según ellos, verdad; ni interés en la gente y
sus ociosas cuitas, pues, ni en un solitario destrozado por un mundo uniforme
que se le hizo insoportable, devastador, quien caminaba desnudo, errabundo, alto
y delgado, de barba y perfil egipcio, sonrisa ausente, de gorra con visera en
la nuca, chanclas de playa en los sucios pies, de larga y estrecha gabardina
terrosa que la cerraba con ambos brazos, "Hace frío", me dijo y
simuló unos escalofríos, no, no se abrió la gabardina, como una mariposa izando
sus alas, cuando se cruzaba con otras personas mostrando su desnudez,
desprendía una arrogancia violenta que a los otros de la noche, mortales todos,
más en los engreídos muchachos sentados en los veladores de la plaza, cuidaban
de no reírse de él: que coge un cigarrillo del suelo, no tiene un mechero o una
cerilla, nadie le da fuego, guarda la colilla en un bolsillo, coge y come unas
patatas desechadas de una de las mesas desocupadas y ensuciadas del Mcdonalds,
llega el globo morado hasta él, con su inocencia e inflada fragilidad, lo coge
y lo revienta con sus mugrosos dedos o con sus uñas afiladas y curvadas como
garras de alimaña. A su camino de elegante vagabundo, unas musulmanas, dos, con
velo, gris una y encarnado la otra: se guardan, se esconden en el portal del
restaurante Don Miguel, desconfían, temen, cuando el hombre o el loco se aleja,
se asoman con unas risitas extasiadas al Tajo. Arreciaba el aire y esta vez trasladaba
la descarnada voz de una mujer que quizás cantaba un fandango, no eran bulerías.
Música, estética y voluptuosidad la que desparramaba la joven alta y delgada
acompañada por un hombre impropio, imberbe y anodino, la mujer guapa, con
privilegio y exceso, alta y delgada, de piernas modeladas e interminables, embutida
en un vestido corto de un tejido cosido con destellos o era ella la que los
suscitaba, muy corto, tan corto como para que el deseo de todos los que la
veíamos y deseábamos se tornara en dolor por su utopía inalcanzable, más cuando
se encorvaba para advertir el calado del precipicio y la ropa se mantenía en un
velado ras de sus nalgas metafísicas, y a la que acaricié en compañía del donairoso
mendigo, en un sueño de dibujos animados, como una nueva versión, actual y
urbana, de “La dama y el vagabundo” …
Veía y sentía,
ciertamente calmado, cómo la noche alardeaba de su normalidad, o la normalidad
que se concebiría en verano, esta que no por la inclemencia del aire la contagiara
también de contradicción o dentro o cercana a esa alucinada diferencia de la
madrugada del fin de semana previo con su decepcionante y afligida reiteración
de sus acontecimientos; redundante, aburrida y pesada, la predecesora noche,
hasta que apareció, como si la oscuridad, un misterioso arbitrio del Tajo,
hubiese ahorrado con fruición en otros de sus detalles para concretar, con
esfuerzo y energía, a él, al individuo o al otro yo con su arcana reserva.
Ahora le miro, me miro, nos miramos no uno al otro, sino uno en el otro, como
esa manera de mirarse en un espejo y, con curiosidad, con una pregunta ardua, fuera
de lo habitual, mágica e incluso ingenua y del tipo aquel de "Espejito,
espejito, quién la más bella del reino", o alguna otra de las que arrojé
al oscuro abismo esperando respuesta, atender al individuo repercutido que en
esos instantes creeríamos extraño, por un matiz inadvertido en sus rasgos, una
mueca, una arruga, un parpadeo, la curva nueva de su sonrisa... La respuesta en
un espejo.
Uno, dos, tres
empleados del hotel en el umbral, cuchicheaban, me miraban o nos miraban,
escribiendo, tan tarde y allí sentado o sentados y escribiendo, a pesar del
frío, a pesar de ejercerlo, un concentrado y satisfecho garabatear con mi
bolígrafo de tinta negra en una agenda del año 2017, estas letras que
correspondían a su semana 20, sábado 12 de mayo, idónea por sus hojas
inmaculadas, por sus tapas duras para apoyarla en las piernas y evitar que el
boli bailara y borronease confusas letras. O quizás los trabajadores,
recepcionista y camareros, los jóvenes erráticos que desfilaban hacia ninguna
parte y esta vez sin repeticiones insólitas, miraban y no miraban al raro
personaje sentado en el banco, escribiendo, ojeaban a él, a mí, a ambos, pero
no con un observar a uno y a otro, sino a uno en el otro. No quise, no iba a
preguntarles, qué me importaba, qué nos importaba, no, ni a ellos ni a nadie, o
sólo a él, a él que soy yo o yo soy el otro o este yo y asumido el encuentro, o
el reencuentro perdido en las brumas infantiles del tiempo. Entonces le inquirí,
a él, al otro yo, sin importarme ya su deseo, su voluntad y potestad de ser solo
él quien escribiera, de escribir este y los otros relatos, porque sé que soy yo
quien lo estaba consumando, en una agenda virgen de un año pasado, para
hablarle o cifrarle como Arthur Rimbaud a Georges Izambard: “Por el momento, lo que hago es encanallarme
todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme
Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo.
Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los
sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, que haber
nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es de modo alguno
culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan.”
Esperé y no llegó su respuesta, o la continuación con un “perdón por el juego de palabras”, así que prosigo: “YO ES OTRO. Tanto peor para la madera que se
descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que
ignoran por completo!”. Silencio, no hay respuesta, ni continuación a la
carta del poeta maldito: “Usted para mí
no es Docente. Le regalo esto: ¿puede calificarse de sátira, como usted diría?
¿Puede calificarse de poesía?”; sin embargo, el viento, o la voz del Tajo
modulada en la impetuosa corriente trajo y me removió, impregnándome la piel, agitándome
los pelos, acuchillándome con masoquista placer, con “Es fantasía, siempre. — Pero, se lo suplico, no subraye ni con lápiz,
ni demasiado con el pensamiento.” ¿Era él, mi yo o su YO ES OTRO, la
respuesta tantas veces codiciada, gritada y desesperada, la que el Tajo escribió
en su espejo, la metáfora como única posible para recoger y entender el mensaje
o su sentencia? No sabía. Nada. Aún.
Escritura y espejo. Yo
y Otro. Le cuestioné cuál el reflejo, quién sostenía el espejo, el espejo donde
yo me contemplaba o se contemplaba él o nos contemplábamos no uno al otro, sino
uno en el azogue limpio del otro. Literatura y argento vivo. Quién escribía,
quién leía literal o invertidas leía las letras en su reverbero, era yo real o
lo era él, quién verdadero, quién auténtico, carnes y huesos, imagen lineal y
pulida, quién garabateaba con emoción en la agenda de tapa dura para sostenerla
en las piernas, quién empañaba con su aliento, sólido y dinámico, el mercurio,
al espejo, acaso uno de los visos del Tajo cuando se escrutaba desde el Puente
Nuevo, y trazaba en el vaho del metal, sólido y dinámico, letras de exaltación,
de socorro, de lejanías, o reconciliaciones, palabras para una respuesta de una
pregunta atormentada, acuciante e ineludible para vivir, para existir
conscientemente, sin otras letras pequeñas, sin rodeos, con la profusión de
adjetivos que se quiera, con su retórica descriptiva, con su tiza blanca para
marcar las encrucijadas de su laberinto, y sobre todo con la metáfora inexcusable
para expresar no solo su secreto, el milagro. El milagro concretado en ese
instante que propició un encuentro, la reunión, de él y yo, yo y el otro, del
yo es otro, yo con aquel del que una vez fuimos uno, al que perdí, al que
asesiné en tantas las ocasiones, tantas las edades y los contextos, muchas, y
al que no resucité, sino el recuerdo ataviado por una nostalgia profunda,
sentida e inexplicable que lo transfería a escenarios como este, el Tajo, en
noches tras noches de estío, de Madrugadas de Tajo, bellas, mágicas por
influjo, por embrujo del abismo, por su energía pura, por su lámina bruñida,
oscura, líquida, en la que por fin vi el resol de aquel que tanto eché de menos.
Esta aparición, sonriente y honesta, sin necesidad como yo de apoyarse en el
muro del Puente, de fundirse en el agradable calorcillo del día retenido en la
piedra, con los brazos extendidos a la hondura mítica y resonante, con las
palmas abiertas en señal de ofrenda, en el ruego de una respuesta para tanto
sentimiento y belleza, él, emergido de un sortilegio, nacido de una poderosa
nigromancia del universo y en uno de sus centros neurálgicos o el primero,
simiente nutrida en un libre aleteo de pájaros negros, avivada por los muertos
que se sentían vivos, de vivos que pronto estarían muertos, de espectros
sostenidos de historia, errantes de leyenda, irrumpida en ese otro yo, un yo
soy otro, que con una sonrisa sincera y amable contribuyó a disculpar y
ponderar a lo que fue una noche de sucedidos reiterados casi hasta el infinito
y de no ser por su apariencia y encuentro.
Todavía hoy, él
guardaba silencio, o acudía con metáforas aún en su suma inextricables para mí
o yo en el otro, respondiéndome con hilos causales de una casualidad consabida e
inexistente, como pudiera sospecharse del etiquetado de Mary Carmen acerca de
Borges, cuentos y ambientes, o en estos momentos, mientras transcribo lo
escrito anoche en la agenda de 2017 en mi editor de texto del teléfono móvil, en
El País que mi hija Inés ha traído esta mañana de domingo con su, o por su cd
de Queen, leo la columna “Palos de Ciego” de Javier Cercas que volvía a enfrentarme
a Schopenhauer; y con lo leído, interpelaba aquí después, retomando la
escritura tras la nueva “casualidad”, si, al fin y al cabo, ese yo sonriente,
confiado, y yo el otro y ya no me atrevo en asegurar si el verdadero, indagaba
en esta relación o derivación, de si tendía o no a ver entre un descartar o mermar
la voluntad, uno y conforme a lo planteado por Schopenhauer, para evitar el
sufrimiento, la inquietud y la sorpresa, con ser uno más y apacible en la vida junto
a los demás, sin destacar, ni para bien o para mal, con el segundo, con el otro
yo que ejemplarizaba la postura contrapuesta de Nietzsche, la de no
culpabilizar, mediatizar o insensibilizar a la voluntad, lo que constituía una
manera de culpabilizar, de influir acorde a una uniformidad y letargo de la
existencia, por supuesto, con toda su tragedia, pero con la necesidad y dicha
de vivirla, de reafirmar la voluntad y consciencia de estar haciéndolo, vivirla
y viviendo. Y en seguida regresaba al periódico, para abrir una de sus páginas
al azar, y leer, en "El blues del verano" de Iñigo Domínguez, una
anécdota o descripción de Josep Pla, la que acaso versaba de aquel, de este yo
y el otro, o de la distancia entre quienes somos en nuestras rutinas y diario
incoloro, con el que somos realmente, más que nada en las inacciones del verano,
y a lo que añadiría un enfrentarse, jugar, o advertirse en el oscuro argento del
Tajo, en los contextos de una belleza cautivadora, donde germinaba la
terrorífica pregunta de quién era el legítimo yo, quién se miraba o quién un
reflejo en su espejo.
-
¿Eres tú, o sea yo, u otro yo, la
respuesta del Tajo a mi pregunta desolada. La respuesta en un espejo donde me
reflejo. La respuesta en una metáfora para una literatura surrealista y ávida
de conocimiento? –le inquirí a él, que torció su sonrisa, no era por favorecer una
mueca triste, sino más significada, más ausente, o acaso sumida en la fantasía
ingrávida del momento, entretanto el color y el calor de los crepúsculos bañaba
su rostro o en lo que suponía un resol del penetrante refulgir en dorados del
Puente Nuevo-
-
“…
nunca serás un hombre sabio, vaya, ni siquiera un hombre razonablemente
inteligente, -me respondió no él, sino con Roberto Bolaño y al que,
¿casual?, llevaba unas semanas leyendo y entendiendo- pero el amor y tu sangre te hicieron dar un paso, incierto pero
necesario, en medio de la noche, y el amor que guió ese paso te salva”.
-
¿Es esta la respuesta del Tajo, escrita
en su espejo?
-
¿Es tu respuesta, el colofón a estas “Madrugadas
de Tajo”?
-
No lo sé.
-
Entonces, ni yo tampoco.
“YO Y OTRO”
© F.J. Calvente.
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