Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



lunes, 26 de agosto de 2019

"YO Y OTRO"

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-       - ¿Qué haces? –le pregunté-
-       -   Alguien tiene que escribir esta historia.

No disimularé la cuestión, la que no tuvo que ver con la rareza o excepcionalidad o ficción del momento, ni con el hecho o la autoría de un escribir adjudicado por quien era yo y también alguien desconocido, ajeno; porque me sacudió, me zarandeó como el viento que se había despertado con mal humor y vociferaba a todos e inclusive a su eco que respondía aún más profundo y seco, o era la garganta abismal la que manifestaba su réplica, todavía inadvertida para mí, con un escarnio gruñón e irritado; y ya que la separación o la posibilidad de una u otra, o de una y no de otra, o la dilucidación de si este escribir, escribir sobre esto, dejando a un lado la propiedad propia o intrusa, desdoblada o desvelada, o de lo que pudiera suponer un develamiento de la realidad, o acaso, o tal vez junto a esto, nos mostraba a todos, reales o imaginados, tangibles y abstractos, una voluntad, perentoria y reclamada, a mi desesperada petición y anhelo. La voluntad, esa “fuerza ciega y sin contenido cuya esencia consiste en la pura repetición del apetecer -argumentaba Schopenhauer- en un incansable e insaciable querer, sin causa ni ley ni principio”, de acuerdo, aunque correspondía a una voluntad por no esconderlo, de esconder un conocimiento o conmoción que a lo mejor llevaba a las más altas cotas de dolor, de sufrimiento, por cuanto sobrepasaba o recogía los miedos a no ser y dejarse ser por aquello. Ser en la noche una parte de la eternidad a la que el abismo, negro e insondable, terminaba primero por forjarnos en el alcance de su naturaleza, para después ser absorbidos, fundidos en esta. La voluntad puesta en comprender, o en oír y penetrar en lo que se presumía de una contestación quizás a mis ruegos. Escribir, y él, el otro, sí, importantes, pero ambas cosas no aclaraban la cuestión, o el problema. Si el escribía, yo no, aunque soy consciente de ser yo y no el otro, de sonrisa amplia y atractiva, el que estaba escribiendo este y todos los relatos que las miradas en la noche, la imponente presencia del Tajo al lado, más que con literatura con experiencia, sólo a mí persuadía, provocaba, me motivaba a hacerlo y quiero y lo estoy haciendo. Si yo escribo, él no, pero él mencionó lo contrario, o dejó, enfático, ininteligible para mí, incluso con autoridad, con una certeza y legitimidad que escasas sombras o dudas me impelían a no objetarle, provocando mi asombro, una perplejidad que a medida que la iba analizando, pensando, me causaba tal irritabilidad como la del viento. Con todo, insistía, no era contenido para una respuesta aspirada.

Todo por no reconocer que el remedio resultaba más sencillo y eficaz que el problema, si en verdad lo había, contrariedad: nada de desdoblamientos, nada de casualidades o disfraces de Dios, pues él soy yo o yo soy él, en la noche, en las “Madrugadas de Tajo” con su implícito juego de palabras, y en uno de esos instantes, entre obligación y obligación, de salidas al volante, maravillosos, de recreo o expansión o búsqueda religiosa o de aquel misticismo épico que el Tajo, con su poder inaugural, más en vigilias exentas de las hordas de turistas, de fotos, de empujones, pitidos, paraguas orientales, peste a crema solar, poses, selfies, estatismos, vistos y no vistos, la imprudencia del extranjero, la disculpa a su impunidad, exotismos, sorry!, pardon!, proshcheniye!, verzeihen sie!, duìbùqǐ! o bien sumimasen!, estos legión, pocos o testimoniales ¡perdón! en español o castellano o en cualesquiera de las lenguas co-oficiales de nuestra diversidad lingüística nacional o plurinacional o de la que fuera o se defienda o se excluya y de la que nada me importaba o nos importaría en este relato o confesión, y máxime con la tosquedad de tantos, muchos, en el Puente Nuevo, decía o subrayaba en cómo el Tajo penetra en las conciencias singulares, tuya, mía, de todos, para con la fascinación de su belleza elevarnos en la impresión de lo grande que somos; y con esa fascinación por su belleza, el pánico, el pavor de mostrarnos lo insignificantes que yacemos en el universo, al no ser entendido, al no entendernos, al resultar baladíes las respuestas, los velos, vulnerando el estar con los demás, las rutinas que lo dormitan todo. Una sonrisa de plata colgaba en el cielo.

Yo y el otro, tal vez. Noche de mangas largas. El viento, entre sus pliegues ásperos, los de los estremecimientos de las hojas de los pequeños y recortados árboles, de los recogidos toldos de las tiendas, ventanazos sin determinar, un portazo atrás, un portazo enfrente, las quejas de los callejeros, el rigor de un fresco que penetraba en la carne como alfileres helados, unas bolsas bullidas a patadas por fantasmas invisibles, un globo morado del Mcdonalds, perdido, la querella ondeada de las banderas del Parador de Turismo…  entre sus pliegues o dedos, el levante traía y llevaba el rasgueo de una guitarra, una voz carrasposa y grave, un cante sostenido del que no podía adivinar su letra, unas palmas metálicas, una letanía de flamenco, lejana y cercana conforme al flujo y reflujo como de unas olas que lamían las montañas difuminando sus perfiles, en su confusión con el cielo, procedente del Festival de Cante Grande desarrollado en las Murallas del Carmen, de la Exijara o como oficial y oficiosa al rondeño le plazca, del que se apropiaba, de sus resonancias, las rocas, las casas con sus desconchones de cal, sillares y bravías morriñas de la noche, de la noche heroica. Flamenco o milongas de aquí; pues no es casual que mi amiga Mary Carmen Ben-Mizzián Palma me etiquetara, en aquellos momentos, en una publicación de Facebook sobre Jorge Luis Borges, de una anécdota y de una de sus milongas, la “Milonga de los orientales”; “Decir Borges y pensar en Francisco J. Calvente Mena”, escribió mi amiga; “En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes”, hablaba el Maestro de esta parte de su obra. Retumbos de flamenco y milonga: “Milonga de tantas cosas que se van quedando lejos…Como los tientos de un lazo se entrevera nuestra historia, esa historia de a caballo que huele a sangre y a gloria… Milonga del olvidado que muere y que no se queja; milonga de la garganta tajeada de oreja a oreja.”. Causalidades a la búsqueda de su fundamento.

Un gato callejero, de pelaje blanco y canelo, de hambres y menos recelos, debajo del autobús, ágil en la búsqueda de un hueco, de un refugio, de una última palpitación de calor, en seguida se le vio debajo de un coche blanco, instalándose en algún recoveco del motor: no le gusta, presiente algo, sale, con mullido y seguro paso se perdió en las penumbras de la entrada del Parador. Quizás al felino no le interesaba la gente, como a mí hoy (ayer) tampoco, o porque mi atención la retenía mi otro yo o aquel yo autónomo y peregrino, encaramado antes a un escalón del muro del Puente Nuevo y en el plazo de estas líneas sentado junto a mí, participando de uno de los intrincados dibujos de sus fierros. De ahí a no prestar una aplicación y reflexión más detenidas, no en el trasiego de personas provenientes del festival de flamenco, más o menos arregladas, cuidadas o emperifolladas, autoridades civiles y militares, clanes y familias gitanas, más o menos rigurosas, puras, en la ortodoxia del flamenco y raza. "No se puede permitir tanto jaleo en el bar, silencio y respeto por el espectáculo", señalaban ellos, recriminaba la cantaora según ellos, verdad; ni interés en la gente y sus ociosas cuitas, pues, ni en un solitario destrozado por un mundo uniforme que se le hizo insoportable, devastador, quien caminaba desnudo, errabundo, alto y delgado, de barba y perfil egipcio, sonrisa ausente, de gorra con visera en la nuca, chanclas de playa en los sucios pies, de larga y estrecha gabardina terrosa que la cerraba con ambos brazos, "Hace frío", me dijo y simuló unos escalofríos, no, no se abrió la gabardina, como una mariposa izando sus alas, cuando se cruzaba con otras personas mostrando su desnudez, desprendía una arrogancia violenta que a los otros de la noche, mortales todos, más en los engreídos muchachos sentados en los veladores de la plaza, cuidaban de no reírse de él: que coge un cigarrillo del suelo, no tiene un mechero o una cerilla, nadie le da fuego, guarda la colilla en un bolsillo, coge y come unas patatas desechadas de una de las mesas desocupadas y ensuciadas del Mcdonalds, llega el globo morado hasta él, con su inocencia e inflada fragilidad, lo coge y lo revienta con sus mugrosos dedos o con sus uñas afiladas y curvadas como garras de alimaña. A su camino de elegante vagabundo, unas musulmanas, dos, con velo, gris una y encarnado la otra: se guardan, se esconden en el portal del restaurante Don Miguel, desconfían, temen, cuando el hombre o el loco se aleja, se asoman con unas risitas extasiadas al Tajo. Arreciaba el aire y esta vez trasladaba la descarnada voz de una mujer que quizás cantaba un fandango, no eran bulerías. Música, estética y voluptuosidad la que desparramaba la joven alta y delgada acompañada por un hombre impropio, imberbe y anodino, la mujer guapa, con privilegio y exceso, alta y delgada, de piernas modeladas e interminables, embutida en un vestido corto de un tejido cosido con destellos o era ella la que los suscitaba, muy corto, tan corto como para que el deseo de todos los que la veíamos y deseábamos se tornara en dolor por su utopía inalcanzable, más cuando se encorvaba para advertir el calado del precipicio y la ropa se mantenía en un velado ras de sus nalgas metafísicas, y a la que acaricié en compañía del donairoso mendigo, en un sueño de dibujos animados, como una nueva versión, actual y urbana, de “La dama y el vagabundo” …

Veía y sentía, ciertamente calmado, cómo la noche alardeaba de su normalidad, o la normalidad que se concebiría en verano, esta que no por la inclemencia del aire la contagiara también de contradicción o dentro o cercana a esa alucinada diferencia de la madrugada del fin de semana previo con su decepcionante y afligida reiteración de sus acontecimientos; redundante, aburrida y pesada, la predecesora noche, hasta que apareció, como si la oscuridad, un misterioso arbitrio del Tajo, hubiese ahorrado con fruición en otros de sus detalles para concretar, con esfuerzo y energía, a él, al individuo o al otro yo con su arcana reserva. Ahora le miro, me miro, nos miramos no uno al otro, sino uno en el otro, como esa manera de mirarse en un espejo y, con curiosidad, con una pregunta ardua, fuera de lo habitual, mágica e incluso ingenua y del tipo aquel de "Espejito, espejito, quién la más bella del reino", o alguna otra de las que arrojé al oscuro abismo esperando respuesta, atender al individuo repercutido que en esos instantes creeríamos extraño, por un matiz inadvertido en sus rasgos, una mueca, una arruga, un parpadeo, la curva nueva de su sonrisa... La respuesta en un espejo.

Uno, dos, tres empleados del hotel en el umbral, cuchicheaban, me miraban o nos miraban, escribiendo, tan tarde y allí sentado o sentados y escribiendo, a pesar del frío, a pesar de ejercerlo, un concentrado y satisfecho garabatear con mi bolígrafo de tinta negra en una agenda del año 2017, estas letras que correspondían a su semana 20, sábado 12 de mayo, idónea por sus hojas inmaculadas, por sus tapas duras para apoyarla en las piernas y evitar que el boli bailara y borronease confusas letras. O quizás los trabajadores, recepcionista y camareros, los jóvenes erráticos que desfilaban hacia ninguna parte y esta vez sin repeticiones insólitas, miraban y no miraban al raro personaje sentado en el banco, escribiendo, ojeaban a él, a mí, a ambos, pero no con un observar a uno y a otro, sino a uno en el otro. No quise, no iba a preguntarles, qué me importaba, qué nos importaba, no, ni a ellos ni a nadie, o sólo a él, a él que soy yo o yo soy el otro o este yo y asumido el encuentro, o el reencuentro perdido en las brumas infantiles del tiempo. Entonces le inquirí, a él, al otro yo, sin importarme ya su deseo, su voluntad y potestad de ser solo él quien escribiera, de escribir este y los otros relatos, porque sé que soy yo quien lo estaba consumando, en una agenda virgen de un año pasado, para hablarle o cifrarle como Arthur Rimbaud a Georges Izambard: “Por el momento, lo que hago es encanallarme todo lo posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, que haber nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es de modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan.” Esperé y no llegó su respuesta, o la continuación con un “perdón por el juego de palabras”, así que prosigo: “YO ES OTRO. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo!”. Silencio, no hay respuesta, ni continuación a la carta del poeta maldito: “Usted para mí no es Docente. Le regalo esto: ¿puede calificarse de sátira, como usted diría? ¿Puede calificarse de poesía?”; sin embargo, el viento, o la voz del Tajo modulada en la impetuosa corriente trajo y me removió, impregnándome la piel, agitándome los pelos, acuchillándome con masoquista placer, con “Es fantasía, siempre. — Pero, se lo suplico, no subraye ni con lápiz, ni demasiado con el pensamiento.” ¿Era él, mi yo o su YO ES OTRO, la respuesta tantas veces codiciada, gritada y desesperada, la que el Tajo escribió en su espejo, la metáfora como única posible para recoger y entender el mensaje o su sentencia? No sabía. Nada. Aún.

Escritura y espejo. Yo y Otro. Le cuestioné cuál el reflejo, quién sostenía el espejo, el espejo donde yo me contemplaba o se contemplaba él o nos contemplábamos no uno al otro, sino uno en el azogue limpio del otro. Literatura y argento vivo. Quién escribía, quién leía literal o invertidas leía las letras en su reverbero, era yo real o lo era él, quién verdadero, quién auténtico, carnes y huesos, imagen lineal y pulida, quién garabateaba con emoción en la agenda de tapa dura para sostenerla en las piernas, quién empañaba con su aliento, sólido y dinámico, el mercurio, al espejo, acaso uno de los visos del Tajo cuando se escrutaba desde el Puente Nuevo, y trazaba en el vaho del metal, sólido y dinámico, letras de exaltación, de socorro, de lejanías, o reconciliaciones, palabras para una respuesta de una pregunta atormentada, acuciante e ineludible para vivir, para existir conscientemente, sin otras letras pequeñas, sin rodeos, con la profusión de adjetivos que se quiera, con su retórica descriptiva, con su tiza blanca para marcar las encrucijadas de su laberinto, y sobre todo con la metáfora inexcusable para expresar no solo su secreto, el milagro. El milagro concretado en ese instante que propició un encuentro, la reunión, de él y yo, yo y el otro, del yo es otro, yo con aquel del que una vez fuimos uno, al que perdí, al que asesiné en tantas las ocasiones, tantas las edades y los contextos, muchas, y al que no resucité, sino el recuerdo ataviado por una nostalgia profunda, sentida e inexplicable que lo transfería a escenarios como este, el Tajo, en noches tras noches de estío, de Madrugadas de Tajo, bellas, mágicas por influjo, por embrujo del abismo, por su energía pura, por su lámina bruñida, oscura, líquida, en la que por fin vi el resol de aquel que tanto eché de menos. Esta aparición, sonriente y honesta, sin necesidad como yo de apoyarse en el muro del Puente, de fundirse en el agradable calorcillo del día retenido en la piedra, con los brazos extendidos a la hondura mítica y resonante, con las palmas abiertas en señal de ofrenda, en el ruego de una respuesta para tanto sentimiento y belleza, él, emergido de un sortilegio, nacido de una poderosa nigromancia del universo y en uno de sus centros neurálgicos o el primero, simiente nutrida en un libre aleteo de pájaros negros, avivada por los muertos que se sentían vivos, de vivos que pronto estarían muertos, de espectros sostenidos de historia, errantes de leyenda, irrumpida en ese otro yo, un yo soy otro, que con una sonrisa sincera y amable contribuyó a disculpar y ponderar a lo que fue una noche de sucedidos reiterados casi hasta el infinito y de no ser por su apariencia y encuentro.

Todavía hoy, él guardaba silencio, o acudía con metáforas aún en su suma inextricables para mí o yo en el otro, respondiéndome con hilos causales de una casualidad consabida e inexistente, como pudiera sospecharse del etiquetado de Mary Carmen acerca de Borges, cuentos y ambientes, o en estos momentos, mientras transcribo lo escrito anoche en la agenda de 2017 en mi editor de texto del teléfono móvil, en El País que mi hija Inés ha traído esta mañana de domingo con su, o por su cd de Queen, leo la columna “Palos de Ciego” de Javier Cercas que volvía a enfrentarme a Schopenhauer; y con lo leído, interpelaba aquí después, retomando la escritura tras la nueva “casualidad”, si, al fin y al cabo, ese yo sonriente, confiado, y yo el otro y ya no me atrevo en asegurar si el verdadero, indagaba en esta relación o derivación, de si tendía o no a ver entre un descartar o mermar la voluntad, uno y conforme a lo planteado por Schopenhauer, para evitar el sufrimiento, la inquietud y la sorpresa, con ser uno más y apacible en la vida junto a los demás, sin destacar, ni para bien o para mal, con el segundo, con el otro yo que ejemplarizaba la postura contrapuesta de Nietzsche, la de no culpabilizar, mediatizar o insensibilizar a la voluntad, lo que constituía una manera de culpabilizar, de influir acorde a una uniformidad y letargo de la existencia, por supuesto, con toda su tragedia, pero con la necesidad y dicha de vivirla, de reafirmar la voluntad y consciencia de estar haciéndolo, vivirla y viviendo. Y en seguida regresaba al periódico, para abrir una de sus páginas al azar, y leer, en "El blues del verano" de Iñigo Domínguez, una anécdota o descripción de Josep Pla, la que acaso versaba de aquel, de este yo y el otro, o de la distancia entre quienes somos en nuestras rutinas y diario incoloro, con el que somos realmente, más que nada en las inacciones del verano, y a lo que añadiría un enfrentarse, jugar, o advertirse en el oscuro argento del Tajo, en los contextos de una belleza cautivadora, donde germinaba la terrorífica pregunta de quién era el legítimo yo, quién se miraba o quién un reflejo en su espejo.

-          ¿Eres tú, o sea yo, u otro yo, la respuesta del Tajo a mi pregunta desolada. La respuesta en un espejo donde me reflejo. La respuesta en una metáfora para una literatura surrealista y ávida de conocimiento? –le inquirí a él, que torció su sonrisa, no era por favorecer una mueca triste, sino más significada, más ausente, o acaso sumida en la fantasía ingrávida del momento, entretanto el color y el calor de los crepúsculos bañaba su rostro o en lo que suponía un resol del penetrante refulgir en dorados del Puente Nuevo-

-          … nunca serás un hombre sabio, vaya, ni siquiera un hombre razonablemente inteligente, -me respondió no él, sino con Roberto Bolaño y al que, ¿casual?, llevaba unas semanas leyendo y entendiendo- pero el amor y tu sangre te hicieron dar un paso, incierto pero necesario, en medio de la noche, y el amor que guió ese paso te salva”.

-          ¿Es esta la respuesta del Tajo, escrita en su espejo?

-          ¿Es tu respuesta, el colofón a estas “Madrugadas de Tajo”?

-          No lo sé.

-          Entonces, ni yo tampoco.


“YO Y OTRO”

© F.J. Calvente.

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