De la religión atrae no su luz, sino su reflejo. Un reflejo que suele ser limpio y nítido, inmaculado, casi líquido, sin el deslumbrar propio de la realidad que queda fuera del dogma. De la llamada en su puerta, siempre abierta, o de su traspaso, ofrendado, permanece la impronta, sombra o estigma de la silueta de quien se introduce o mira con curiosidad, recelosa o seducida, con dudas o sorprendida, por el silencio, el consuelo, o del milagro de una espera que hiede a expectativa. De la mortalidad esclava, ya en el otro lado, adentro, entre conscientes y sólidas penumbras que avivan el miedo más que a la razón, la razón del sentimiento, y donde no se pregunta para lograr aferrarse a la fuga o a una dolosa solución o redención. En su interior se encuentra escorada la escalera, estrecha y arriesgada, la escalera hacia... ¿dios?, difuminada por supuesto, como un trayecto intangible, nebuloso e incierto; aquí no importan tanto los detalles, solo la decisión o un dejarse llevar de mártir o ritual mecánico. La «scala dei» que no conduce a ninguna parte, a nada en este terrible lugar, (Génesis, 28:17), o acaso a sus clausuras circulares, las que no abren ninguna de las recias puertas si no es hacia dentro, las puertas de sus entrañas, fugaces intimidades prendidas de eternidad, ni con las servidumbres y ruegos de las hechas de la costilla de aquel, metáfora intestina y paradoja de una poligamia perseguida y condenada; ni menos de airear, de dejar paso al soplo, aliento o espíritu, con una esperanza impostada de penitencia y resignación.
Aquí, en el umbral de la revelación, en el convento de Santa Isabel de los Ángeles de Ronda, de la Orden de Santa Clara, de la regla de San Francisco de Asís. Porque también esto que ahora acaba, sólo es un reflejo.
«UN REFLEJO DE FE»
© F.J. Calvente.
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