En un día tormentoso, de claroscuros, absurdo por su absorbente rutina, al final, en las postrimerías agónicas de la luz, durante un paseo demorado con Ángela por la Alameda del Tajo, inesperadamente para ambos o por una delicada y recóndita disposición del universo, la sorpresa habitual aunque en esos instantes lúcida de un ocaso fascinante. Más sorprendente y más espectacular para Ángela, niña, que estaba temerosa, aturdida por la explosión de hermosura, resguardada por un hito de piedra, sorprendida por el frío fulgor de la inmediata farola, espejismos en el suelo; ella, como la joven Shimamura de un "País de nieve" de Yasunari Kawabata, con «las dos figuras, transparentes e intangibles, y el fondo, cada vez más difuso en la oscuridad creciente del crepúsculo, se fundían en una atmósfera ajena a este mundo. Cuando una mínima variación en las montañas lejanas se sobreimprimía al rostro de la muchacha, ... sentía una turbación de inexpresable belleza en el pecho. En el cielo aún se veían restos rojos del atardecer». Ángela nacía en el descubrimiento de la paradoja de la incineración del día, la muerte que a todos nos salvaba de vida.
«PARADOJA CREPUSCULAR»
© F. J. Calvente.
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