Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



miércoles, 12 de agosto de 2020

"REFUGIO"

 

 

“¡Vamos, abrázale!” Te detuviste unos segundos, cuando sentiste el prejuicio, o la vergüenza infundada, agarrotados en tu subconsciente por los frívolos vicios de centurias de convivencia en colectividad; un tupido trapo entrelazado con normas y rutinas, con coerciones y herencias, con absurdos y subordinaciones. “¡Qué dirán!” “¡Qué ridículo!”, decías a la nada. Porque no había nadie. Nadie más que tú y aquel. Tú, y con aquel el universo. Luego, deshiciste el escrúpulo con una sonrisa cálida, espontánea, joven, que tuvo la respuesta de aquel en un susurro espacioso, en una exhalación relajante, como si en vez de ordenar silencio, se abriera paso una insinuación tan contundente como refrescante, tan curiosa como irremediable, que te conjuraba con un: “¡Vamos, abrázame!”

 

Con el cercano rumor del otro, te llegó su fragancia, personal, intensa, fresca, virgen, y reconocida ¿Reconocida? Sí, ya que pensaste, o quizás inferiste… ¿Cómo lo explicarías? A ver: algo así a como si aquello, o más bien aquel, te perteneciese, de acuerdo que si no por entero, una buena parte; algo en lo que tuvieras ciertos derechos, o una peculiaridad propietaria y familiar, como si esta situación y sentimiento con aquel, como un déjà vu, como un hormigueo natural en tu interior, permanentemente persistieron en ti. Siempre aquel contigo, junto a ti, unas veces más sentido y otras más lejano, unas veces con la facilidad de un dejarse ir en la melancolía del reencuentro y otras tan arduas por su agobio, tan… eternamente. Y en ocasiones, más o menos igual a esta, en que por fin lo reconoces, la recuerdas, a la sensación, memoria o experiencia, y por supuesto a aquel con quien te identificas, asumes la directriz, el toque sutil de un mito primordial e identitario, o un origen de tu ser perdido y a lo mejor ahora rehecho, recobrado. La impresión liberadora, pacífica. Porque una vez fuisteis uno, sin duda, porque de esta manera lo intuyes, lo concibes en uno de esos recovecos íntimos que una vez se iluminaron de fantasías y ganas de vivir lo inexplorado, de alcances y destinos, de efectos y evocaciones que hacían volar tu pensamiento, tu imaginación. Una unidad resquebrajada por dos escindidas inteligencias que tomaron rumbos opuestos: una hacia el egocentrismo, la tuya, y la de aquel que se mantuvo en su dimensión cósmica. Del mismo modo apreciaste que esto que te estaba sucediendo, no era un asunto privativo, exclusivo, sino que tocaba, nos incumbía a todos, sí, a todos. Porque todos, sin saber cuándo, en esta vida o en otras, pretéritas o venideras, conscientes o dormidos, tendríamos la necesidad y la coyuntura de una reunión parecida a esta, como la tuya, con su respectivo aquel, único, fraterno, para ya jamás separarlos o siquiera olvidarlo en el férreo y medular mandato de la sociedad.

 

Olía muy bien, aquel, a naturaleza, sin invenciones, a hierba, a madera, limpio, a esperanza, una esencia agradable, reconfortante, de una nostalgia energizante y al mismo tiempo reparadora. Tú, por el contrario, o eso estimabas, no olías tan bien, más bien olías mal, más a disimulo, a un matiz fraudulento por plano y viciado; más cuando creías que los pulsos alocados de tu corazón, acaso por los nervios, la circunstancia, por el apresurado caminar, el contexto desolado, la dificultad, la fuga, la necesidad, la salvación tan retirada, te parecieron como el bombeo de una maquinaria estropeada que hacía supurar por todas tus grietas el tufo detestable que te había traído allí sin pretenderlo y, entonces, para encontrarte con aquel, también sin pretenderlo, y acaso en el aguardo de un milagro o solo un remedo que concebías extraordinario.

 

Allá estabais los dos.

 

Tú y aquel. Aquel, invariablemente allí, en un terruño ancestral y arcano, absolviéndote con su abrazo de templadas vibraciones, de paz y confianza. Aquel, quien nunca se movió de una tierra de la que vivía, en la que nació y en la que moriría, y con seguridad subsistiría en la recurrente espera en la que ambos, sí, tú y él, por fin, por las veces y los siglos que cayesen, que rodaran, os reuniríais y conmemoraríais vuestra unidad primera e indisoluble. Hoy pudiera acontecer uno, o el definitivo, de esos sorprendentes momentos, ¿no te parece? ¡Míralo!, tan firme, anclado ante un plegado océano de un milenarismo mágico, expectante para esta confluencia que, desde su nacimiento, acaso fundamentó su existencia, su destino alcanzado en este instante que contenía la absolutez de sus tiempos; y los que una vez, naturalmente en otras existencias, acontecieron y olvidaste, o a los que renunciaste por el acomodo ya del primer barniz superficial de los prejuicios, de la vergüenza infundada, ese maldito y tupido trapo. De estos, memorias ya ensoñadas, los intuías como residuos de una ficción extraña, y los que aún sucederán en tus otros futuros a partir de esta circunstancia, hasta que solo a aquel le sobreviniera la muerte. Eso sentiste, como uno de esos hilachos de palabras de una emoción desterrada, o como aquel te explicaría, y lo que una vez escribió Richard Powers con su otro aquel, con palabras anteriores a las palabras. Estar.

 

Hedías mal, a tu problema, o a tu desmemoria, o a tu miedo regurgitado de uno de los infiernos de tu realidad o de aquellos agujeros negros que tragaban insaciables tu voluntad e intuición. En su sombra, fresca como las madrugadas de primavera, ya no te importaba reconocer a una o varias de las llagas abiertas que te trajeron sin quererlo allá, en el término de tu escapada, de la devastación de tu derrota, lejos y tan cerca de él. No importaba qué, cuál la contrariedad, si la amnesia o el desamor, el trabajo o su ausencia, la ansiedad o la indiferencia, la enfermedad o la filosofía, la pérdida o la resignación… o, si bien no era el caso, por alguna exigencia o accidente de trascendencia, de espiritualidad, una experiencia primaria…  Ninguna importaba. No importaba. Importaba tu orfandad, menesterosa de su afecto y protección. Ahora, junto a aquel, ya no te importaba, entregado sin reserva, pero no podías enajenar el latido venenoso de tu interior, la tristeza que carcomía tu personalidad, el vaho en el espejo de los días. Al fin y al cabo, recordaste unas letras de Borges, “La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio”, y anhelabas creer, con fe, que estabas en la oportunidad, en el lugar, y conectado con aquel, para terminar con el mal conjurando, precisamente, su principio.

 

Intentaste distraerte, distraerte de una energía poderosa, con la apreciación de que ante él, justo al lado, no te pareció un ser tan normal e incluso anodino como habías supuesto al bajar la cuesta polvorienta y verlo por primera vez al pie del camino: Alto y estilizado, con esa pelambre torneada, brillante y lozana, de piel curtida, un tono entre marrón y rojizo, soleado, con arrugas que parecían fisuras, impregnaciones de los vacíos del tiempo o de recoger todos estos para detenerlos o fundirlos en un único AHORA, esto que en vez de otorgarle un aire duro y seco, lo hacía amable; fibroso, envarado, manso, inclinado a la belleza, allí, junto al vallado de piedras que limitaba el carril con una estirada franja elíptica verde de matorral bajo, como un centinela, como un sereno en la noche de los problemas que aguardaba a abrirte la puerta, una salida, el titilo de una estrella, como el amigo que aparece y al que imploraste en su auxilio un instante antes, como un amante en la oscuridad de un consuelo, la sed calmada en unos besos. Sonreíste y aquel susurró con eternas palabras envueltas en su fragante aroma de bienestar. Te sentiste protegido, consolado. Esperanzado.

 

Porque antes, a cuanto se midió en una hora u hora y media de reloj, te encontrabas asfixiado, estrangulado por un problema que en esos instantes tendía su entidad, fuerza y dolor. Molestia o conflicto que ya trascendía de su sentido particular para acentuar tu miedo, de inseguridad, de fracaso, de depresión, de caída, de ceguera, hacia una dimensión oscura, brutal y fragmentadora. Aprisionado en tu hogar, o por aquella desventura en cárcel, entre paredes propias que con aquel pesar cambiaban su fisonomía de amparo por otra cargante, impotente y mortificante. Las ventanas estaban cerradas, también las de enfrente, con persianas de aluminio marrón, sucias de polvo y levante. La calle, silenciosa desde tu percepción de adentro, se burlaba con indolencia de tu penar, de la última gota que había rebasado el recipiente de su medida, de la paciencia, del aguante. Tránsito plegado y desplegado en el discurrir de otras existencias que lo tildaban y de las primeras tinieblas del atardecer que poco a poco opacaban la luminosidad de la cal de las paredes al otro lado, y en el bruñido brillo de un sol nuevo en los fierros de los balcones, en los llamadores icónicos, en los bastos bolardos en posición de firmes en su desfile por la acera, y en la lisura del metal de los coches aparcados o corriendo hacia ninguna parte, hasta que las aristas quemadas y compactas devoraban los contornos como algunas lagartijas tragaban insectos en la estrenada luminaria de los faroles. Sin aire. Cortinas quietas, como mordazas de velos, diques tenues para el desaliento. Salir. Te urgía huir de la opresión, más o menos cruenta, más o menos cortante, pero atormentada y encarada de finales, de finales que negaban una vuelta atrás, un retorno, una posibilidad o un amanecer en un lecho de favilas lánguidas y negras. El problema al que rendías todo, vida y ensueños. El problema lo acaparaba todo. El problema ya eras tú.

 

Al salir al exterior, a la calle, la última algarabía de pájaros garabateaban y picoteaban el caos, pero con esa anarquía de vuelos y cantos de los comienzos de la creación, holgorios del origen, o un principio a lo conocido, daban la impresión de acosar a los últimos y dorados derrames de un sol, ya te señalé que nuevo, remontando en los tejados grises y en el albor de unas paredes de tiza, entretanto un cielo azul oscuro se desvestía en un liviano muestrario de gasas o filtros carmesíes, después blancos e impuros, acomodándose a la regia noche, en unas nubes de contornos malvas que, sorprendidas, habían quedado fijadas en un firmamento más rosáceo, pronto serían pavesas en el nimbo tiznado. Al frescor del anochecer, gentes sentadas en sillas en la acera de sus casas, todas mayores, aferradas a los respaldos que detenían el vertiginoso correr de un mundo que ya los había exiliado a siglos atrás, vestigios de otro tiempo más íntimo, más verídico, y humano. Rechazaste el saludo. Rechazaste contestar a sus saludos. Temías infectarlos con tu sombría dificultad. Coches calientes, calor al calor, enfurruñados, ávidos por una plaza de aparcamiento. Cláxones irritantes. Otras gentes, foráneas, parlanchinas, con altavoces en sus gargantas, acuciosas por una plaza en uno de los cientos de veladores que timbraban a una alameda desconocida, maldición de los bares que los chopos y quejigos soportaban con un estoicismo verdoso y apagado; menos espacio para los juegos, para los niños, para el silencio, para los amantes del silencio, para la recreación de un cuento o una fragilidad que caía con fábula o aguardo de esos exilios adorados y relegados. Echaste a andar, primero con parsimonia, con las piernas baldadas por el peso del problema, para después ir incrementando la velocidad del paso, como si con ello, ingenuo, pudieras dejar el penar atrás. Mantenías la vista clavada en el suelo, en un pavimento de irregulares losas gris azuladas que marcaban geografías de mundos perdidos, apestaba el asfalto derretido de la carretera, hasta que la tierra del carril, la sordina del campo al anochecer, te hizo levantar la cabeza, mirar al frente en lo que terminaría siendo una estela plateada si el cielo, aún lo ignorabas, se engalanase con una luna que buscase en la tierra su atributo femenino o su firma misteriosa en la leyenda. Chillaban las chicharras. A un lado, el perfil enriscado de la población, donde las primeras farolas punteaban una densa evanescencia, alzado tras el valle esmeralda en unos farallones majestuosos, de empedernidos azafranes tornasolados, en una acuarela de espejismos a los que el ocaso arrancaba su misticismo y belleza con fuego y devoción.

 

Vallados de piedras, en su mayoría rotos. Socavones en el camino de greda. Polvo de tránsitos o de fracasadas magias. Enormes telarañas entre las piedras. Escalofríos. Olivos, encinas, bejucos, algún pino, algún quejigo, más encinas y sobre todo más olivos, fruncidos, fosilizados en horribles muecas, en eternas esperas hasta que algo o alguien rompiese el hechizo de un demiurgo licencioso. Tuviste un presentimiento, inconcreto pero suspicaz. Lo rechazaste. El problema. La evasión. Su posible desenlace. En lontananza, los duros entalles de unas montañas se hacían mar en celestes sinuosos e intransitables. Sentiste la punzada de una nostalgia que terminó por unirse o claudicar en el sufrimiento por la contrariedad que arrastrabas. Casitas desperdigadas jalonaban los interiores del camino, lujosas o humildes, braceras u ociosas, esquivas o bulliciosas de gritos, risas, conversaciones, en torno al agua, en torno a cobijos umbrosos, en torno a humos que te hacían ansiar sus esencias cárnicas en un estómago quejoso de tener hambre. Tu hambre era otra. “¡Sigue, no te detengas!” No podías parar. Aún no habías llegado. ¿Dónde? No lo sabías, ya lo notarías cuando llegaras. Tu desaliento todavía pesaba, menos, pero pesaba. Un brusco descenso en el carril. Las rodillas se quejaban. Un presagio entrecruzado, otro, insondable, que te aceleró el ritmo del corazón, su percusión en las sienes, abrumador, ansioso. Una pestilencia a descomposición en unos arbustos a la derecha, felones te figuraron, pues confundían tu recelo ante un barranco escarpado y emboscado.

 

Te estremeciste cuando tu cabeza intentó por su cuenta encontrar una explicación, dilucidar qué estaba provocando la peste nauseabunda. Te estremeciste con el recuerdo, allá en los frágiles y vastos márgenes de tu infancia, con las duras imágenes de un burro muerto, el mismo olor del presente, tras una roca mordida por la vereda, el animal colgado de un olivo que nacía en el pedrusco, un suelo de pajas amarillas y boñigas, la gruesa soga, el bocado de cuero curtido, el cuello apretado, los dientes como las teclas de un piano, reía la bestia o reía la parca, los ojos comidos por un hervidero de moscas y gusanos, acusadas las costillas del animal bajo la piel endurecida, dentro podrido, devorado. Te estremeciste con el recuerdo, con las duras imágenes de un perro muerto, Canelo, el mismo olor del presente, desmadejado entre los surcos yermos de un sembrado, el rabo cortado, los ojos cerrados, el hocico entreabierto, la punta de una lengua pálida que asomaba por la comisura resecada, agujeros negros en su lomo por los que brotaban la sangre, la piedad y los porqués a la crueldad, el humo aún del disparo, “¿Por qué?”, preguntaste con uno que libró el perro, “Ya no sirve para cazar”, te respondió un odio que ya no te abandonó jamás ante la gratuita y brutal matanza de animales, incluidos los toros en esos circos bárbaros de tortura y exterminio, pasarelas para enfermos involucionados de exhibición y fortuna y destrucción. Te estremeciste también por otra posibilidad, por alguien muerto, hombre o mujer, accidentado y olvidado por el mundo, en los bajos arbustos juramentados con el precipicio al que disimulaban y donde cayó por confianza o por un traspiés o suerte malhadada; o asesinado y sepultado en el follaje traidor, un ajuste de cuentas, un robo, por delectación, el asesino quizás cercano, presto en su impune seguridad por otra víctima, yo que estaba en el lugar equivocado o dispuesto para él; o alguien que se había suicidado, acaso con una idéntica maroma como la del burro en tu infancia, como aquel ahorcado que el morbo te llevó a ver trepado a un almendro rayano, escondido, murmullos de la gente, de las sombras, el hombre descuajeringado, no estaba empalmado, difunto, de pantalones marrones, camisa blanca, un embozo beige ocultando la cara, el cuello quebrado, metros más allá de donde quizá antes había colgado al burro, el animal que seguro anhelaba estar vivo y el hombre muerto por todos, sí, podría ser algún otro suicida, el motivo aún latente. Te estremeciste, acaso por un problema ya sin mando, sin esperanza, uno como el tuyo, o más inconsistente e incisivo, o menos ponzoñoso y ofuscado, con todo … Aceleraste el paso. Al bajar por la trocha del carril, un plano muy inclinado, con arriesgado equilibrio, normal por las chanclas de andar por casa con las que huiste casi despavorido, sin pensarlo, con dolor físico y pavor místico por la presencia de la muerte, una en cualquiera de sus formas, alcanzaste una redonda amplia y llana del terreno, acotada a derecha, a izquierda y al frente por vacíos perturbadores y sibilinos a esa hora de la tarde, rosada y saturada. A un lado, próximo, estaba aquel, al que viste por primera vez, o por primera vez le reconociste.

 

“¡Detente!” Y así lo hiciste.

 

Te acercaste a aquel porque así tenías que hacerlo, por primera vez o, más acertado, por primera vez tras el obscuro olvido, cuando durante la adolescencia tomaste parte en favor de ese otro yo en que la sociedad codiciaba reemplazarte. Un magnetismo ineludible que condujeron tus pies ante su presencia, su potestad, envueltos en su rumor que no reclamaba tu silencio, sino una insinuación refrescante, inefable. En su influjo, además, desapareció el pestilente olor a extinción de metros más arriba o el de un vacío felón e indeterminado, tal si lo absorbiera o desliera o quizás lo trasmutase en su fragancia dominante, también personal, intensa, fresca, virgen… reconocida, sí, ahora sin interrogantes. Lo sabías, y punto. Un bálsamo vivo y que aportaba ganas de vivir. No lo saludaste, con palabras, solo con un asentimiento de reconocimiento, de respeto, intestino, incluso con un atisbo de alivio, de un socorro al fin alcanzado. Aquel te respondió con una inflexión peculiar, con un rumbo distinto en su secreteo o en su insinuación, en esa emanación que una vez recogía el estertor de la muerte ajena, quitaba cadenas y pesos a la realidad o te conminaba a efectuarlo, a intentarlo, a poner en fuga tu miedo. De esta manera te respondió, con un suspiro de bienvenida, de añoranza, y con todo de alegría. No sabías si, en aquellos momentos, siglos o segundos resultaba frívolo, baladí, oías a aquel hablar, o era imposible aquello, es decir, que aquel pudiese hablar o como si tu pudieses escucharlo. No obstante, sucedía, y, lo más admirable, lo más sentido, es que te hacía bien, mucho bien.

 

Tanto bien te hacía que animaron al resto de tus pasos para salvar una distancia que quedó en ese infinito espacio en el que tu aliento empañaba de vaho el espejo, acaso en unos lapsos en los que implorarías por desvanecer al ser en que te habías convertido o en quien te habían convertido sin quererlo, en difuminarlo, en realzar su pantomima grotesca; o bien para dibujar, para escribir en esa liviana capa superficial y húmeda en el azogue, como un sortilegio, como una precisa posibilidad de testimoniar los motivos que modelaron la creación y que siempre estarán salvaguardados al otro lado del espejo, aquel que te devolvía la normalidad y, en cambio, concebías, ¿verdad?, bastante extraño tu reflejo. En la distancia tan ínfima, tan inconmensurable, notaste la fresca provocación de su aroma. Pensaste, con seguridad, de que al igual que había efectuado con el hedor de una muerte desconocida, metros más arriba, del mismo modo había absorbido, desleído o trasmutado tu mal olor, ese al que un problema mayor o menor te obligaba a supurar, a cubrir y a señalar como una res marcada para el matadero de la tradición, de la repetición frecuente y colectiva; como una señal de los condenados a sufrir, a sufrir por algo que al fin y al cabo no era nada en absoluto, nada, pues por su dimensión en el concierto del universo, era una nimiedad insignificante.

 

Asimismo, curioso, tu mente volvió a rebobinar en el calendario, sedante a la sazón, del pasado, porque ya deberías saber que este guarda las escenas felices o neutras, las otras y adversas ya las administra el miedo. Tablas, vivencias, ilusiones, … durante tanto tiempo borradas por la huera extenuación de una cotidianidad precipitada, tan paradójico esto como para prestarle un mínimo de atención y remedio, y los que ahora despertaban y clamaban y reclamaban cómo también una vez fuiste feliz o privilegiado con retazos de una dicha insólita y auténtica, realizado, sin nada y con todo a lo que renunciaste, en una comunión de savias fenomenales. Aventuras y fantasías de juegos en su casi totalidad en solitario, o entonces con todo al alcance de tus manos y de tus quimeras desenvueltas: de esta manera vuelves a verte encaramado a las ramas de aquel olivo grande y retorcido, viejo y sabio, como un buque a la deriva en un campo de tu niñez, en inviernos de recolección en familia de la aceituna, navegando en el humo espeso de las candelas del almuerzo, ojo avizor en el chisporroteo de las llamas por la aparición de una sirena que te quisiera o en el horizonte nebuloso de las orillas fabulosas de Nunca Jamás; en los agujeros negros en los troncos mutilados de los quejigos de la alameda, qué formas atesoraban, cuál la expresión de su grito, qué tesoros escondían sus lobregueces, además de jugar al baloncesto cuando no habías visto aún ninguna canasta, Spiderman o Batman, o asaltar o defender un castillo de guerreros o fantasmas; o la primera vez que te sentiste capaz de pintar sin pincel ni colores entre las acuarelas de unos cerezos en flor; en el descifrar de los arcanos al viento de un pinar junto a una mansión en ruinas y hechizada, también de las figuras espectrales bosquejadas entre las rendijas de sus agujas desveladas por los haces de un sol dorado; o la letanía de las pleamares de los castaños en el pueblo, en unos otoños frescos, húmedos y bonancibles, envueltos en el humeo de la quema de su madera que expelían las chimeneas de hogares acogedores y honestos, el sosiego entonaba un interesante fandango y en la noche se oían los guiños argentíferos de los luceros; el hipnotizado investigar de los fragantes y trasparentes colgajos de resinas en otros pinos urbanos, avivado por la percepción de que quizás, como si miraras en una bola de cristal, pudieses ver en aquellos prismas gelatinosos el ayer y sobre todo el mañana; o la primera vez que una encina te preguntó dónde ibas y no supiste responderte, abandonando el camino de baldosas amarillas… Las bandadas de pájaros, en su ordenado desorden, en su lógica caótica, jaleaban, animaban, despedían el día, anunciaban las postreras ascuas del incendio del crepúsculo, empujándote en definitiva a culminar tu deseo, la síntesis del momento.

“¡Vamos, abrázame!”

 

Así fue cómo tu problema desapareció, o el poder que le dabas, instantáneamente, cuando resolviste la distancia inconmensurable, cerraste los ojos, extendiste los brazos, anhelantes, y le abrazaste, a aquel, a tu hermano árbol. Tu cara unida a su corteza, a la que se aferraban tus manos como si quisieran rescatar tu compromiso, tu amor, tu serenidad, entre sus fisuras como arrugas o impregnaciones de los vacíos huecos de los años. Calma. Juntos, árbol y tú, como al principio, Aquí y Ahora, aun cuando el tiempo y el lugar dejaron de tener significado, solo sentidos.

 

© F.J. CALVENTE

 

 

 

(NOTA: Desde hace tiempo, demasiado, he deseado escribir este relato llamémosle ecológico o bucólico o campestre o… de un reencuentro en verde con toda su carga efusiva y proposición. Sin embargo, no encontraba el momento, o la inspiración, que tirara con la emoción y su desahogo en palabras para adelante. Nada. Y lo dejé hacer. La ocasión llegó cuando el estímulo, aquella ciencia infusa, tan caprichosa, tan sorprendente, tan directa, me abrió los ojos, y sobre todo el alma, ante un encantador autorretrato o selfi de Isa Ortega Gamarro, publicado en una red social, (https://www.facebook.com/photo/?fbid=4134845596587789&set=a.961961040542943), su sonrisa luminosa, la expresión levantada, su sincero vivir entre unos árboles que armonizaban su optimismo y fuerza; foto que ella además ilustraba con estas letras del maestro Cortázar: “Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es tan insanamente cuerdo.” Luego me fue fácil continuar, coser con letras los recuerdos, reflexiones y un consejo, bastó con abandonarme en su vibración, la que también me pertenecía, la palpitación ante el susurro de aquel, la exhalación relajante de mi hermano árbol al que todavía, cuando el problema es inaguantable, abrazo.)

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