“¡Vamos, abrázale!” Te detuviste unos segundos, cuando sentiste
el prejuicio, o la vergüenza infundada, agarrotados en tu subconsciente por los
frívolos vicios de centurias de convivencia en colectividad; un tupido trapo
entrelazado con normas y rutinas, con coerciones y herencias, con absurdos y subordinaciones.
“¡Qué dirán!” “¡Qué ridículo!”, decías a la nada. Porque no había nadie. Nadie
más que tú y aquel. Tú, y con aquel el universo. Luego, deshiciste el escrúpulo
con una sonrisa cálida, espontánea, joven, que tuvo la respuesta de aquel en un
susurro espacioso, en una exhalación relajante, como si en vez de ordenar
silencio, se abriera paso una insinuación tan contundente como refrescante, tan
curiosa como irremediable, que te conjuraba con un: “¡Vamos, abrázame!”
Con el cercano rumor del otro, te llegó su fragancia, personal, intensa, fresca, virgen, y reconocida ¿Reconocida?
Sí, ya que pensaste, o quizás inferiste… ¿Cómo lo explicarías? A ver: algo así
a como si aquello, o más bien aquel, te perteneciese, de acuerdo que si no por entero,
una buena parte; algo en lo que tuvieras ciertos derechos, o una peculiaridad
propietaria y familiar, como si esta situación y sentimiento con aquel, como un
déjà vu, como un hormigueo natural en tu interior, permanentemente persistieron
en ti. Siempre aquel contigo, junto a ti, unas veces más sentido y otras más
lejano, unas veces con la facilidad de un dejarse ir en la melancolía del
reencuentro y otras tan arduas por su agobio, tan… eternamente. Y en ocasiones,
más o menos igual a esta, en que por fin lo reconoces, la recuerdas, a la sensación,
memoria o experiencia, y por supuesto a aquel con quien te identificas, asumes
la directriz, el toque sutil de un mito primordial e identitario, o un origen
de tu ser perdido y a lo mejor ahora rehecho, recobrado. La impresión
liberadora, pacífica. Porque una vez fuisteis uno, sin duda, porque de esta
manera lo intuyes, lo concibes en uno de esos recovecos íntimos que una vez se
iluminaron de fantasías y ganas de vivir lo inexplorado, de alcances y destinos,
de efectos y evocaciones que hacían volar tu pensamiento, tu imaginación. Una
unidad resquebrajada por dos escindidas inteligencias que tomaron rumbos
opuestos: una hacia el egocentrismo, la tuya, y la de aquel que se mantuvo en
su dimensión cósmica. Del mismo modo apreciaste que esto que te estaba
sucediendo, no era un asunto privativo, exclusivo, sino que tocaba, nos incumbía
a todos, sí, a todos. Porque todos, sin saber cuándo, en esta vida o en otras, pretéritas
o venideras, conscientes o dormidos, tendríamos la necesidad y la coyuntura de
una reunión parecida a esta, como la tuya, con su respectivo aquel, único, fraterno,
para ya jamás separarlos o siquiera olvidarlo en el férreo y medular mandato de
la sociedad.
Olía muy bien, aquel, a naturaleza, sin invenciones, a
hierba, a madera, limpio, a esperanza, una esencia agradable, reconfortante, de
una nostalgia energizante y al mismo tiempo reparadora. Tú, por el
contrario, o eso estimabas, no olías tan bien, más bien olías mal, más a
disimulo, a un matiz fraudulento por plano y viciado; más cuando creías que los
pulsos alocados de tu corazón, acaso por los nervios, la circunstancia, por el apresurado
caminar, el contexto desolado, la dificultad, la fuga, la necesidad, la
salvación tan retirada, te parecieron como el bombeo de una maquinaria
estropeada que hacía supurar por todas tus grietas el tufo detestable que te
había traído allí sin pretenderlo y, entonces, para encontrarte con aquel, también
sin pretenderlo, y acaso en el aguardo de un milagro o solo un remedo que
concebías extraordinario.
Allá estabais los dos.
Tú y aquel. Aquel, invariablemente allí, en un terruño
ancestral y arcano, absolviéndote con su abrazo de templadas vibraciones, de paz
y confianza. Aquel, quien nunca se movió de una tierra de la que vivía, en la
que nació y en la que moriría, y con seguridad subsistiría en la recurrente espera
en la que ambos, sí, tú y él, por fin, por las veces y los siglos que cayesen, que
rodaran, os reuniríais y conmemoraríais vuestra unidad primera e indisoluble. Hoy
pudiera acontecer uno, o el definitivo, de esos sorprendentes momentos, ¿no te
parece? ¡Míralo!, tan firme, anclado ante un plegado océano de un milenarismo
mágico, expectante para esta confluencia que, desde su nacimiento, acaso fundamentó
su existencia, su destino alcanzado en este instante que contenía la absolutez
de sus tiempos; y los que una vez, naturalmente en otras existencias,
acontecieron y olvidaste, o a los que renunciaste por el acomodo ya del primer
barniz superficial de los prejuicios, de la vergüenza infundada, ese maldito y
tupido trapo. De estos, memorias ya ensoñadas, los intuías como residuos de una
ficción extraña, y los que aún sucederán en tus otros futuros a partir de esta circunstancia,
hasta que solo a aquel le sobreviniera la muerte. Eso sentiste, como uno de
esos hilachos de palabras de una emoción desterrada, o como aquel te explicaría,
y lo que una vez escribió Richard Powers con su otro aquel, con palabras
anteriores a las palabras. Estar.
Hedías mal, a tu problema, o a tu desmemoria, o a tu miedo
regurgitado de uno de los infiernos de tu realidad o de aquellos agujeros
negros que tragaban insaciables tu voluntad e intuición. En su sombra, fresca
como las madrugadas de primavera, ya no te importaba reconocer a una o varias de
las llagas abiertas que te trajeron sin quererlo allá, en el término de tu escapada,
de la devastación de tu derrota, lejos y tan cerca de él. No importaba qué, cuál
la contrariedad, si la amnesia o el desamor, el trabajo o su ausencia, la
ansiedad o la indiferencia, la enfermedad o la filosofía, la pérdida o la
resignación… o, si bien no era el caso, por alguna exigencia o accidente de
trascendencia, de espiritualidad, una experiencia primaria… Ninguna importaba. No importaba. Importaba tu
orfandad, menesterosa de su afecto y protección. Ahora, junto a aquel, ya no te
importaba, entregado sin reserva, pero no podías enajenar el latido venenoso de
tu interior, la tristeza que carcomía tu personalidad, el vaho en el espejo de los
días. Al fin y al cabo, recordaste unas letras de Borges, “La palabra problema
puede ser una insidiosa petición de principio”, y anhelabas creer, con fe, que
estabas en la oportunidad, en el lugar, y conectado con aquel, para terminar
con el mal conjurando, precisamente, su principio.
Intentaste distraerte, distraerte de una energía
poderosa, con la apreciación de que ante él, justo al lado, no te pareció un
ser tan normal e incluso anodino como habías supuesto al bajar la cuesta
polvorienta y verlo por primera vez al pie del camino: Alto y estilizado, con
esa pelambre torneada, brillante y lozana, de piel curtida, un tono entre
marrón y rojizo, soleado, con arrugas que parecían
fisuras, impregnaciones de los vacíos del tiempo o de recoger todos estos
para detenerlos o fundirlos en un único AHORA, esto que en vez de otorgarle un
aire duro y seco, lo hacía amable; fibroso, envarado, manso, inclinado a la
belleza, allí, junto al vallado de piedras que limitaba el carril con una estirada
franja elíptica verde de matorral bajo, como un centinela, como un sereno en la
noche de los problemas que aguardaba a abrirte la puerta, una salida, el titilo
de una estrella, como el amigo que aparece y al que imploraste en su auxilio un
instante antes, como un amante en la oscuridad de un consuelo, la sed calmada en
unos besos. Sonreíste y aquel susurró con eternas palabras envueltas en su
fragante aroma de bienestar. Te sentiste protegido, consolado. Esperanzado.
Porque antes, a cuanto se midió en una hora u hora y media
de reloj, te encontrabas asfixiado, estrangulado por un problema que en esos
instantes tendía su entidad, fuerza y dolor. Molestia o conflicto que ya
trascendía de su sentido particular para acentuar tu miedo, de inseguridad, de
fracaso, de depresión, de caída, de ceguera, hacia una dimensión oscura, brutal
y fragmentadora. Aprisionado en tu hogar, o por aquella desventura en cárcel, entre
paredes propias que con aquel pesar cambiaban su fisonomía de amparo por otra
cargante, impotente y mortificante. Las ventanas estaban cerradas, también las
de enfrente, con persianas de aluminio marrón, sucias de polvo y levante. La
calle, silenciosa desde tu percepción de adentro, se burlaba con indolencia de tu
penar, de la última gota que había rebasado el recipiente de su medida, de la
paciencia, del aguante. Tránsito plegado y desplegado en el discurrir de otras
existencias que lo tildaban y de las primeras tinieblas del atardecer que poco a
poco opacaban la luminosidad de la cal de las paredes al otro lado, y en el bruñido
brillo de un sol nuevo en los fierros de los balcones, en los llamadores icónicos,
en los bastos bolardos en posición de firmes en su desfile por la acera, y en
la lisura del metal de los coches aparcados o corriendo hacia ninguna parte,
hasta que las aristas quemadas y compactas devoraban los contornos como algunas
lagartijas tragaban insectos en la estrenada luminaria de los faroles. Sin
aire. Cortinas quietas, como mordazas de velos, diques tenues para el desaliento.
Salir. Te urgía huir de la opresión, más o menos cruenta, más o menos cortante,
pero atormentada y encarada de finales, de finales que negaban una vuelta
atrás, un retorno, una posibilidad o un amanecer en un lecho de favilas lánguidas
y negras. El problema al que rendías todo, vida y ensueños. El problema lo acaparaba
todo. El problema ya eras tú.
Al salir al exterior, a la calle, la última algarabía de
pájaros garabateaban y picoteaban el caos, pero con esa anarquía de vuelos y cantos
de los comienzos de la creación, holgorios del origen, o un principio a lo
conocido, daban la impresión de acosar a los últimos y dorados derrames de un
sol, ya te señalé que nuevo, remontando en los tejados grises y en el albor de unas
paredes de tiza, entretanto un cielo azul oscuro se desvestía en un liviano
muestrario de gasas o filtros carmesíes, después blancos e impuros,
acomodándose a la regia noche, en unas nubes de contornos malvas que, sorprendidas,
habían quedado fijadas en un firmamento más rosáceo, pronto serían pavesas en el
nimbo tiznado. Al frescor del anochecer, gentes sentadas en sillas en la acera
de sus casas, todas mayores, aferradas a los respaldos que detenían el vertiginoso
correr de un mundo que ya los había exiliado a siglos atrás, vestigios de otro
tiempo más íntimo, más verídico, y humano. Rechazaste el saludo. Rechazaste
contestar a sus saludos. Temías infectarlos con tu sombría dificultad. Coches calientes,
calor al calor, enfurruñados, ávidos por una plaza de aparcamiento. Cláxones
irritantes. Otras gentes, foráneas, parlanchinas, con altavoces en sus gargantas,
acuciosas por una plaza en uno de los cientos de veladores que timbraban a una
alameda desconocida, maldición de los bares que los chopos y quejigos soportaban
con un estoicismo verdoso y apagado; menos espacio para los juegos, para los
niños, para el silencio, para los amantes del silencio, para la recreación de
un cuento o una fragilidad que caía con fábula o aguardo de esos exilios
adorados y relegados. Echaste a andar, primero con parsimonia, con las piernas baldadas
por el peso del problema, para después ir incrementando la velocidad del paso,
como si con ello, ingenuo, pudieras dejar el penar atrás. Mantenías la vista
clavada en el suelo, en un pavimento de irregulares losas gris azuladas que marcaban
geografías de mundos perdidos, apestaba el asfalto derretido de la carretera, hasta
que la tierra del carril, la sordina del campo al anochecer, te hizo levantar
la cabeza, mirar al frente en lo que terminaría siendo una estela plateada si
el cielo, aún lo ignorabas, se engalanase con una luna que buscase en la tierra
su atributo femenino o su firma misteriosa en la leyenda. Chillaban las
chicharras. A un lado, el perfil enriscado de la población, donde las primeras
farolas punteaban una densa evanescencia, alzado tras el valle esmeralda en unos
farallones majestuosos, de empedernidos azafranes tornasolados, en una acuarela
de espejismos a los que el ocaso arrancaba su misticismo y belleza con fuego y
devoción.
Vallados de piedras, en su mayoría rotos. Socavones en el
camino de greda. Polvo de tránsitos o de fracasadas magias. Enormes telarañas entre
las piedras. Escalofríos. Olivos, encinas, bejucos, algún pino, algún quejigo,
más encinas y sobre todo más olivos, fruncidos, fosilizados en horribles muecas,
en eternas esperas hasta que algo o alguien rompiese el hechizo de un demiurgo
licencioso. Tuviste un presentimiento, inconcreto pero suspicaz. Lo rechazaste.
El problema. La evasión. Su posible desenlace. En lontananza, los duros entalles
de unas montañas se hacían mar en celestes sinuosos e intransitables. Sentiste
la punzada de una nostalgia que terminó por unirse o claudicar en el
sufrimiento por la contrariedad que arrastrabas. Casitas desperdigadas jalonaban
los interiores del camino, lujosas o humildes, braceras u ociosas, esquivas o bulliciosas
de gritos, risas, conversaciones, en torno al agua, en torno a cobijos umbrosos,
en torno a humos que te hacían ansiar sus esencias cárnicas en un estómago
quejoso de tener hambre. Tu hambre era otra. “¡Sigue, no te detengas!” No
podías parar. Aún no habías llegado. ¿Dónde? No lo sabías, ya lo notarías cuando
llegaras. Tu desaliento todavía pesaba, menos, pero pesaba. Un brusco descenso
en el carril. Las rodillas se quejaban. Un presagio entrecruzado, otro, insondable,
que te aceleró el ritmo del corazón, su percusión en las sienes, abrumador,
ansioso. Una pestilencia a descomposición en unos arbustos a la derecha,
felones te figuraron, pues confundían tu recelo ante un barranco escarpado y
emboscado.
Te estremeciste cuando tu cabeza intentó por su cuenta
encontrar una explicación, dilucidar qué estaba provocando la peste nauseabunda. Te
estremeciste con el recuerdo, allá en los frágiles y vastos márgenes de tu
infancia, con las duras imágenes de un burro muerto, el mismo olor del presente,
tras una roca mordida por la vereda, el animal colgado de un olivo que nacía en
el pedrusco, un suelo de pajas amarillas y boñigas, la gruesa soga, el bocado
de cuero curtido, el cuello apretado, los dientes como las teclas de un piano,
reía la bestia o reía la parca, los ojos comidos por un hervidero de moscas y
gusanos, acusadas las costillas del animal bajo la piel endurecida, dentro podrido,
devorado. Te estremeciste con el recuerdo, con las duras imágenes de un perro muerto,
Canelo, el mismo olor del presente, desmadejado entre los surcos yermos de un
sembrado, el rabo cortado, los ojos cerrados, el hocico entreabierto, la punta
de una lengua pálida que asomaba por la comisura resecada, agujeros negros en
su lomo por los que brotaban la sangre, la piedad y los porqués a la crueldad,
el humo aún del disparo, “¿Por qué?”, preguntaste con uno que libró el perro, “Ya
no sirve para cazar”, te respondió un odio que ya no te abandonó jamás ante la
gratuita y brutal matanza de animales, incluidos los toros en esos circos bárbaros
de tortura y exterminio, pasarelas para enfermos involucionados de exhibición y
fortuna y destrucción. Te estremeciste también por otra posibilidad, por alguien
muerto, hombre o mujer, accidentado y olvidado por el mundo, en los bajos arbustos
juramentados con el precipicio al que disimulaban y donde cayó por confianza o
por un traspiés o suerte malhadada; o asesinado y sepultado en el follaje traidor,
un ajuste de cuentas, un robo, por delectación, el asesino quizás cercano, presto
en su impune seguridad por otra víctima, yo que estaba en el lugar equivocado o
dispuesto para él; o alguien que se había suicidado, acaso con una idéntica
maroma como la del burro en tu infancia, como aquel ahorcado que el morbo te llevó
a ver trepado a un almendro rayano, escondido, murmullos de la gente, de las
sombras, el hombre descuajeringado, no estaba empalmado, difunto, de pantalones
marrones, camisa blanca, un embozo beige ocultando la cara, el cuello quebrado,
metros más allá de donde quizá antes había colgado al burro, el animal que
seguro anhelaba estar vivo y el hombre muerto por todos, sí, podría ser algún otro
suicida, el motivo aún latente. Te estremeciste, acaso por un problema ya sin mando,
sin esperanza, uno como el tuyo, o más inconsistente e incisivo, o menos ponzoñoso
y ofuscado, con todo … Aceleraste el paso. Al bajar por la trocha del carril,
un plano muy inclinado, con arriesgado equilibrio, normal por las chanclas de
andar por casa con las que huiste casi despavorido, sin pensarlo, con dolor físico
y pavor místico por la presencia de la muerte, una en cualquiera de sus formas,
alcanzaste una redonda amplia y llana del terreno, acotada a derecha, a izquierda
y al frente por vacíos perturbadores y sibilinos a esa hora de la tarde, rosada
y saturada. A un lado, próximo, estaba aquel, al que viste por primera vez, o
por primera vez le reconociste.
“¡Detente!” Y así lo hiciste.
Te acercaste a aquel porque así tenías que hacerlo, por
primera vez o, más acertado, por primera vez tras el obscuro olvido, cuando durante
la adolescencia tomaste parte en favor de ese otro yo en que la sociedad codiciaba
reemplazarte. Un magnetismo ineludible que condujeron tus pies ante su
presencia, su potestad, envueltos en su rumor que no reclamaba tu silencio,
sino una insinuación refrescante, inefable. En su influjo, además, desapareció
el pestilente olor a extinción de metros más arriba o el de un vacío felón e
indeterminado, tal si lo absorbiera o desliera o quizás lo trasmutase en su
fragancia dominante, también personal, intensa, fresca, virgen… reconocida, sí,
ahora sin interrogantes. Lo sabías, y punto. Un bálsamo vivo y que aportaba ganas
de vivir. No lo saludaste, con palabras, solo con un asentimiento de reconocimiento,
de respeto, intestino, incluso con un atisbo de alivio, de un socorro al fin
alcanzado. Aquel te respondió con una inflexión peculiar, con un rumbo distinto
en su secreteo o en su insinuación, en esa emanación que una vez recogía el
estertor de la muerte ajena, quitaba cadenas y pesos a la realidad o te
conminaba a efectuarlo, a intentarlo, a poner en fuga tu miedo. De esta manera
te respondió, con un suspiro de bienvenida, de añoranza, y con todo de alegría.
No sabías si, en aquellos momentos, siglos o segundos resultaba frívolo, baladí,
oías a aquel hablar, o era imposible aquello, es decir, que aquel pudiese hablar
o como si tu pudieses escucharlo. No obstante, sucedía, y, lo más admirable, lo
más sentido, es que te hacía bien, mucho bien.
Tanto bien te hacía que animaron al resto de tus pasos
para salvar una distancia que quedó en ese infinito espacio en el que tu
aliento empañaba de vaho el espejo, acaso en unos lapsos en los que implorarías
por desvanecer al ser en que te habías convertido o en quien te habían
convertido sin quererlo, en difuminarlo, en realzar su pantomima grotesca; o
bien para dibujar, para escribir en esa liviana capa superficial y húmeda en el
azogue, como un sortilegio, como una precisa posibilidad de testimoniar los
motivos que modelaron la creación y que siempre estarán salvaguardados al otro lado
del espejo, aquel que te devolvía la normalidad y, en cambio, concebías, ¿verdad?,
bastante extraño tu reflejo. En la distancia tan ínfima, tan inconmensurable,
notaste la fresca provocación de su aroma. Pensaste, con seguridad, de que al
igual que había efectuado con el hedor de una muerte desconocida, metros más
arriba, del mismo modo había absorbido, desleído o trasmutado tu mal olor, ese al
que un problema mayor o menor te obligaba a supurar, a cubrir y a señalar como
una res marcada para el matadero de la tradición, de la repetición frecuente y colectiva;
como una señal de los condenados a sufrir, a sufrir por algo que al fin y al
cabo no era nada en absoluto, nada, pues por su dimensión en el concierto del
universo, era una nimiedad insignificante.
Asimismo, curioso, tu mente volvió a rebobinar en el calendario,
sedante a la sazón, del pasado, porque ya deberías saber que este guarda las
escenas felices o neutras, las otras y adversas ya las administra el miedo. Tablas,
vivencias, ilusiones, … durante tanto tiempo borradas por la huera extenuación de
una cotidianidad precipitada, tan paradójico esto como para prestarle un mínimo
de atención y remedio, y los que ahora despertaban y clamaban y reclamaban cómo
también una vez fuiste feliz o privilegiado con retazos de una dicha insólita y
auténtica, realizado, sin nada y con todo a lo que renunciaste, en una comunión
de savias fenomenales. Aventuras y fantasías de juegos en su casi totalidad en solitario,
o entonces con todo al alcance de tus manos y de tus quimeras desenvueltas: de
esta manera vuelves a verte encaramado a las ramas de aquel olivo grande y retorcido,
viejo y sabio, como un buque a la deriva en un campo de tu niñez, en inviernos
de recolección en familia de la aceituna, navegando en el humo espeso de las candelas
del almuerzo, ojo avizor en el chisporroteo de las llamas por la aparición de
una sirena que te quisiera o en el horizonte nebuloso de las orillas fabulosas de
Nunca Jamás; en los agujeros negros en los troncos mutilados de los quejigos de
la alameda, qué formas atesoraban, cuál la expresión de su grito, qué tesoros
escondían sus lobregueces, además de jugar al baloncesto cuando no habías visto
aún ninguna canasta, Spiderman o Batman, o asaltar o defender un castillo de
guerreros o fantasmas; o la primera vez que te sentiste capaz de pintar sin
pincel ni colores entre las acuarelas de unos cerezos en flor; en el descifrar
de los arcanos al viento de un pinar junto a una mansión en ruinas y hechizada,
también de las figuras espectrales bosquejadas entre las rendijas de sus agujas
desveladas por los haces de un sol dorado; o la letanía de las pleamares de los
castaños en el pueblo, en unos otoños frescos, húmedos y bonancibles, envueltos
en el humeo de la quema de su madera que expelían las chimeneas de hogares
acogedores y honestos, el sosiego entonaba un interesante fandango y en la
noche se oían los guiños argentíferos de los luceros; el hipnotizado investigar
de los fragantes y trasparentes colgajos de resinas en otros pinos urbanos, avivado
por la percepción de que quizás, como si miraras en una bola de cristal,
pudieses ver en aquellos prismas gelatinosos el ayer y sobre todo el mañana; o
la primera vez que una encina te preguntó dónde ibas y no supiste responderte,
abandonando el camino de baldosas amarillas… Las bandadas de pájaros, en su ordenado
desorden, en su lógica caótica, jaleaban, animaban, despedían el día,
anunciaban las postreras ascuas del incendio del crepúsculo, empujándote en
definitiva a culminar tu deseo, la síntesis del momento.
“¡Vamos, abrázame!”
Así fue cómo tu problema desapareció, o el poder que le
dabas, instantáneamente, cuando resolviste la distancia inconmensurable, cerraste
los ojos, extendiste los brazos, anhelantes, y le abrazaste, a aquel, a tu
hermano árbol. Tu cara unida a su corteza, a la que se aferraban tus manos como
si quisieran rescatar tu compromiso, tu amor, tu serenidad, entre sus fisuras como arrugas o
impregnaciones de los vacíos huecos de los años. Calma. Juntos, árbol y tú, como
al principio, Aquí y Ahora, aun cuando el tiempo y el lugar dejaron de tener significado,
solo sentidos.
© F.J. CALVENTE
(NOTA: Desde hace tiempo, demasiado, he deseado escribir este
relato llamémosle ecológico o bucólico o campestre o… de un reencuentro en
verde con toda su carga efusiva y proposición. Sin embargo, no encontraba el
momento, o la inspiración, que tirara con la emoción y su desahogo en palabras
para adelante. Nada. Y lo dejé hacer. La ocasión llegó cuando el estímulo,
aquella ciencia infusa, tan caprichosa, tan sorprendente, tan directa, me abrió
los ojos, y sobre todo el alma, ante un encantador autorretrato o selfi de Isa
Ortega Gamarro, publicado en una red social, (https://www.facebook.com/photo/?fbid=4134845596587789&set=a.961961040542943),
su sonrisa luminosa, la expresión levantada, su sincero vivir entre unos
árboles que armonizaban su optimismo y fuerza; foto que ella además ilustraba
con estas letras del maestro Cortázar: “Creo que todos tenemos un poco de esa
bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es tan insanamente
cuerdo.” Luego me fue fácil continuar, coser con letras los recuerdos, reflexiones
y un consejo, bastó con abandonarme en su vibración, la que también me
pertenecía, la palpitación ante el susurro de aquel, la exhalación relajante de
mi hermano árbol al que todavía, cuando el problema es inaguantable, abrazo.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario