sábado, 13 de
septiembre de 2014
LA NIÑA DISFRAZADA DE PRINCESA ELSA EN LA ALAMEDA DEL BARRIO
F.J. CALVENTE
Cae una
luz insólita sobre la alameda del Barrio, no es decidida, quizás precavida, no
es luminosa, pero permite definir los detalles, las dimensiones lineales, con
ciertos matices dudosos, con cierta aspiración a un desvanecimiento que no se
decide a completar, a revelar, tal vez a adensar los visos de un medio día como
se adensan normalmente las materias y los alientos, las prisas y los callejones
sin salida, sellando las encrucijadas de los medios días habidos y por haber,
una campanada horaria en el Espíritu Santo, y que ya debería de ser, sea por
reminiscencias de los sofocos y aplastantes deslumbrores de un verano más
impreciso a cualesquiera de los veranos, bastante absurdo, caprichoso; y en el
que acaso todavía nos empeñamos, insumisos del pasado cercano, en eludir ese
intermedio que establecerá pronto el otoño en la caída de un universo
instintivo para dar paso a otro de retiros, de secretos, de recogidas,
interiorizaciones, recolecciones de complicidades y sentidos. Esta indefinición
del día, esta cautela del ambiente a cuanto pueda desarrollarse, la sorpresa
rendida para no abrir emociones innecesarias, ni en el extremo de las
aversiones ni por el otro de los apegos, es interpretada en el indescifrable
pentagrama de un silencio inefable, escondido, pusilánime, que aun así obra su
prodigio incluso de someter a los propios ruidos de lo cotidiano en un rumor no
menos trascendente, no menos letárgico, al de la monotonía de la caída de los
chorros del agua de la fuente, trenzas húmedas que asimismo incurren en
escarcharse, a pararse. Sucede, o quizás sea comparable, a la avanzada
inadvertida, a la emboscada que asume lo habitual, constante, arrogada en un
cielo que no es azul, que no es blanco, tampoco gris, sino un dispendio de
trazos consolidados en la liviandad de todos ellos y que se desploma,
disculpándose, en los azogues esfumados del Barrio. Y sin embargo, la cal de
las paredes esplende la opacidad de la luz, en los cantos rodados de la
alameda, de las calles adyacentes, en la deslucida plata de las hojas verdes de
los árboles, lágrimas de hojalata con melancolía de los llantos del otoño,
secas por la orfandad de una sequía resignada. Y no dicen nada, callan, no
expresan siquiera lo anodino del momento, gritan al vacío, a los vacíos, a la
detención de todos los tiempos. En ello, además del deslustre en la línea del
horizonte, murallas que van perdiendo el oreo del estío, el bronce antiguo de
eternidades e imperios ahora mudos por una detención ociosa del presente, lo
impasible del concreto momento, existe una secreta ironía, un insípido prodigio
o un apocado milagro, cuyo significado era diferente para cada uno de los que
nos sentamos en los poyetes que, en tajos irregulares, mas abiertos,
centrífugos, cobijan los espléndidos límites de la alameda. Porque cada uno de
nosotros, un músico fracasado componiendo otro crepúsculo de los dioses, un
hombre que pintaba los sustos de la vida en las canas de su cabello, un
matrimonio de artistas vocacionales, secundarios protagonistas de sueños
imposibles, las puertas del coche abiertas a ilusiones que la circunstancia
niega, yo y mis indagaciones, todos, incómodos al impávido lapso, arrojábamos
no ya opiniones por la flojedad del instante, ensimismados en el solaz del
medio y del tiempo concreto, sino sensaciones varadas a su situación y acomodo
particular, pasivas, propias y asumibles por cada uno de nosotros, en cada uno
de ellos y porque las mías, por ventura evidentes, suscitan aquí su repudio o
descargo, y que junto a las demás, a las de los demás, pronto olvidadas, ya
mismo despechadas por disposiciones sistémicas, aquellas del criterio y
sujeción inevitable que envaran lo cotidiano: almuerzo, colmar la sobremesa de
fantasmas, estirar la tarde para que no llegue la noche y un domingo que se
evade veloz y angustioso; y que condicionan, relegan, a sensaciones, proyectos
de emociones, simientes de sentimientos, veredictos o resoluciones deslavazadas
de su juicio, en cada uno de esos afectos yermos, y que determinan en cierto
modo las de los otros, las de todos. Todos en la justificación de un mediodía
inexpresivo. El presagio de un tiempo roto. El frágil taconeo de una niña
disfrazada de princesa, coloretes en la cara, ambición que desdice nuestra
apatía y no la desmonta, a pesar de estar ellos, nosotros, juntos, bien que
inconscientes, en el anhelo de su consumación. Se avecinan cambios. No huele a
lluvia. Pasos de la niña que traspasan la piedra, el suelo, que se adentran en
las raíces que pisamos sin miramientos, donde legendarios muertos, muertos
épicos, los oyen y se remueven en la tierra, anónimos, aquellos que fraguaron
la esencia de esta tierra, la substancia que ahora se excusa en un medio día
raro, descansando del peso de su Historia, de la gravedad de su eternidad que
se estrella en la insensibilidad de los momentos. La niña disfrazada de
princesa Elsa, que a lo mejor encierra la salvación del mundo del hielo,
Frozen, pero que tendría que contagiarnos, a todos y de hacerle caso, de la
imaginación absoluta para salvarnos del aburrimiento y de nuestra destrucción.
conmovedora descripcion de un "inexpresivo mediodia"...evidentemente tu no necesitas ninguna niña disfrazada de princesa,tu sientes lo que pocos logran,intensidad y profundidad en tu relato...sensibilidad exquisita,gracias
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarGracias. Indudablemente quien no necesita de niňas disfrazadas de princesas para salvarnos del aburrimiento y la destrucción, ni de la urgencia para estirar las horas y demorar la muerte del día, eres tú, amiga. Gracias de nuevo.
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