Llueve. Metralla de
gotas sobre el cristal. El cristal de una de las ventanas del salón que
permanece en penumbra. Solo es medio día. El día no importa, ya que puede ser
hoy o alguno de los convulsos días desde que octubre abrió sus ojos a un
sombrío otoño, o los que aún llegarán cargados de humedades y apagando
ilusiones. Retiros ocres y amarillos, albos y cenizos. A él le gustaba el
otoño, le gustaba su oblicua luz, los brillantes claroscuros, más le gustaban
los días como este o los de ayer o aquel de mañana, y en los que el cielo se
cubre de nubes y de aguas las calles. Y le gustaban por la estrecha melancolía que
arañaba con dulzura su pecho, su interior. Encontraba en esa cadencia de lánguidos
matices, una cómoda sedación para las muchas o pocas preocupaciones o decepciones
que empantanan la vida, y que livianas caían entonces, caen, como las hojas de
la alameda aledaña, silenciosas de perdón por su abandono del árbol. Alivios más
para la suya, para su existencia, cuando su desesperación se conjuga con la
nada, la rendida nada de querer hacerlo todo. O tal vez de una manera menos
frívola, se encontraba a sí mismo, ajeno a cuanto le hacía perderse en
consumos, en vacuas necesidades, o en contentar las expectativas de otros.
Llueve, pero ya no le gusta. Quizás por eso, por nada.
Odia los días como
este, ahora, cuando los placeres de la estación, los recogimientos agradables, transmutan
en dulces maldiciones que no dejan de ser eso mismo, condenas, cárceles
edificadas en la fragilidad de la lluvia. Y el día, hoy, la borrasca que llama
con insistencia en el cristal del salón con sus dedos de seda, hace siquiera
más gris el dolor y su decepción, más cruda su impresión de castigo. Ni por lo
menos tiene el consuelo de ver caer las hojas o pentagramas del otoño de los
oscuros árboles; todavía no se han desprendido de las ramas, aún verdes, vivificantes,
insistentes como si pretendieran amarrar las sombras a las personas, a sus
dobleces, como si no ensayaran abandonarse en el destino de lo caduco para
abrir la posibilidad a lo nuevo, de las nuevas oportunidades con las que
renacer o subsistir. La enormidad de una lejanía con aquel yo querido que revivía
con asiduidad en estas fechas de entretiempo, que tanto le recordaba cuánto le
había echado de menos, y que al presente él reniega hasta de los recuerdos con
que amasaba su universo. Todo se retrasa, menos la lluvia que se anhelaba.
Sentado al pie del
salón, frente al ordenador en el que escribe estas letras, esta sucesión de
sentimientos acartonados, lisiados por el tormento de las esperanzas rotas, de
las aspiraciones desgarradas, levantando la mirada a través del ventanal, ordenando
el paisaje acribillado por las gotas, o la miríada de falsos diamantes que se derriten
y resbalan como lo hacen las lágrimas por las mejillas, dejando un rastro de
sangre de plata. Y él observa las encaladas paredes que escupen el aguacero, ladrillos
que se hacen más tridimensionales, de mayores y vivos resaltes, maderas
restallantes, el turbio río que oculta las lajas de piedra de la calle. Abajo.
Y arriba los cielos crispados, cercanos, grisáceos, desdoblando viejas mantas
de lana, hinchadas y amenazadoras en sus trémulas formas, en la recreación o en
el turbador despertar de unas pesadillas angustiosas. La tristeza le ocupa
cualquier otro resquicio anterior a la identificación, la nerviosa resignación de
lo que fue un acomodo placentero, y solo Baudelaire, como recuerda al ver la
disposición cruciforme del aluminio marrón de la ventana, los barrotes negros
del balcón, compendiaría en unos versos la aflicción hermosa del penal en que
se ha convertido su existencia en este otoño de chaparrones con alma de
diluvios: “Cuando la lluvia, desplegando
sus enormes regueros/ De una inmensa prisión imita los barrotes”. No, no le
gustan estos días trasuntos de noches tristes y negras.
Él se levanta de la
silla, de la silla frente al ordenador y junto a la ventana. Permanece de pie,
suspendido en la llamada de otro suspiro que no llega y de aquel otro primero con
el que pretendió cambiar o atemperar al menos las tornas lúgubres del día. Su
mirada barre el salón donde la penumbra se ha derramado como gasas oscuras que
se arrojan sobre un farol. La geografía aséptica de los muebles en territorios
consensuados, la opacidad del color y los sonidos amortiguados, los pliegues en
la silla que duran del asiento para una desesperanza que él intenta desaguar en
estas letras o arrancar de aquellos “cielorrasos
podridos”.
Piensa que su estado de
ánimo, ¿ha dicho ánimo?, o su escaso valor, condescienden con la depresión que
hace suya la congoja del día, la ausencia de luz, un punto álgido en la desmoralización
de la rendida nada por querer hacerlo todo. El paro. La convalecencia. O todo es
un cúmulo desmedido de reminiscencias invariables, el tedio de tantos días de
lluvia. La nada, por hacer lo que fuera, en nada queda. Él, en seguida, un poco
más convencido, bastante más engañado, sostiene desafiante su mirada al
exterior donde declinan las ráfagas del chaparrón, tras el cristal de la
ventana donde prosigue el suicidio de la legión de gotas en una caótica
dispersión en el fragor de la batalla. Coge la manija del ventanal y con un
movimiento brusco la sube hacia arriba. Un sonido metálico. Un crepitar seco.
Abre las hojas acristaladas, para fugarse de la prisión de barrotes de lluvia
en un nuevo despertar de su seducción por el otoño; los días como este o los de
ayer o aquel de mañana, y en los que el cielo se cubre de nubes y de aguas las
calles.
Sale al balcón. Alza la
cabeza muy arriba. Sonríe. Solo quiere que las gotas frías de la llovizna toquen
su rostro, lo penetren entero.
F.J. CALVENTE
"La geografía aséptica de los muebles en territorios consensuados, la opacidad del color y los sonidos amortiguados..." Me ha parecido una descripción sensacional, por su peculiaridad. Bonito y triste relato.
ResponderEliminarAunque la descripción no hace al relato, a lo que significó para mí y a los que lo lean, agradezco que le haya gustado.
Eliminar