Aquí estoy...

Como si fuese un discípulo de Borges, amo con derroche los atardeceres, los arrabales, algunos espejos de azogue interior, lo mítico y la desdicha. Me gustaría disfrutar ahora de la sencillez de la Belleza. Pero con sosiego. Aunque mis ojos, en un remedo de Terenci Moix, ya no puedan ver ese puro destello que me deslumbraba, aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor, acaso de lo mío que encuentro en mi Barrio, de la gloria mítica, no voy a afligirme, ni con la infelicidad, porque la belleza siempre perdura en el recuerdo.



martes, 27 de octubre de 2015

BARROTES DE LLUVIA


Llueve. Metralla de gotas sobre el cristal. El cristal de una de las ventanas del salón que permanece en penumbra. Solo es medio día. El día no importa, ya que puede ser hoy o alguno de los convulsos días desde que octubre abrió sus ojos a un sombrío otoño, o los que aún llegarán cargados de humedades y apagando ilusiones. Retiros ocres y amarillos, albos y cenizos. A él le gustaba el otoño, le gustaba su oblicua luz, los brillantes claroscuros, más le gustaban los días como este o los de ayer o aquel de mañana, y en los que el cielo se cubre de nubes y de aguas las calles. Y le gustaban por la estrecha melancolía que arañaba con dulzura su pecho, su interior. Encontraba en esa cadencia de lánguidos matices, una cómoda sedación para las muchas o pocas preocupaciones o decepciones que empantanan la vida, y que livianas caían entonces, caen, como las hojas de la alameda aledaña, silenciosas de perdón por su abandono del árbol. Alivios más para la suya, para su existencia, cuando su desesperación se conjuga con la nada, la rendida nada de querer hacerlo todo. O tal vez de una manera menos frívola, se encontraba a sí mismo, ajeno a cuanto le hacía perderse en consumos, en vacuas necesidades, o en contentar las expectativas de otros. Llueve, pero ya no le gusta. Quizás por eso, por nada.

Odia los días como este, ahora, cuando los placeres de la estación, los recogimientos agradables, transmutan en dulces maldiciones que no dejan de ser eso mismo, condenas, cárceles edificadas en la fragilidad de la lluvia. Y el día, hoy, la borrasca que llama con insistencia en el cristal del salón con sus dedos de seda, hace siquiera más gris el dolor y su decepción, más cruda su impresión de castigo. Ni por lo menos tiene el consuelo de ver caer las hojas o pentagramas del otoño de los oscuros árboles; todavía no se han desprendido de las ramas, aún verdes, vivificantes, insistentes como si pretendieran amarrar las sombras a las personas, a sus dobleces, como si no ensayaran abandonarse en el destino de lo caduco para abrir la posibilidad a lo nuevo, de las nuevas oportunidades con las que renacer o subsistir. La enormidad de una lejanía con aquel yo querido que revivía con asiduidad en estas fechas de entretiempo, que tanto le recordaba cuánto le había echado de menos, y que al presente él reniega hasta de los recuerdos con que amasaba su universo. Todo se retrasa, menos la lluvia que se anhelaba.

Sentado al pie del salón, frente al ordenador en el que escribe estas letras, esta sucesión de sentimientos acartonados, lisiados por el tormento de las esperanzas rotas, de las aspiraciones desgarradas, levantando la mirada a través del ventanal, ordenando el paisaje acribillado por las gotas, o la miríada de falsos diamantes que se derriten y resbalan como lo hacen las lágrimas por las mejillas, dejando un rastro de sangre de plata. Y él observa las encaladas paredes que escupen el aguacero, ladrillos que se hacen más tridimensionales, de mayores y vivos resaltes, maderas restallantes, el turbio río que oculta las lajas de piedra de la calle. Abajo. Y arriba los cielos crispados, cercanos, grisáceos, desdoblando viejas mantas de lana, hinchadas y amenazadoras en sus trémulas formas, en la recreación o en el turbador despertar de unas pesadillas angustiosas. La tristeza le ocupa cualquier otro resquicio anterior a la identificación, la nerviosa resignación de lo que fue un acomodo placentero, y solo Baudelaire, como recuerda al ver la disposición cruciforme del aluminio marrón de la ventana, los barrotes negros del balcón, compendiaría en unos versos la aflicción hermosa del penal en que se ha convertido su existencia en este otoño de chaparrones con alma de diluvios: “Cuando la lluvia, desplegando sus enormes regueros/ De una inmensa prisión imita los barrotes”. No, no le gustan estos días trasuntos de noches tristes y negras.

Él se levanta de la silla, de la silla frente al ordenador y junto a la ventana. Permanece de pie, suspendido en la llamada de otro suspiro que no llega y de aquel otro primero con el que pretendió cambiar o atemperar al menos las tornas lúgubres del día. Su mirada barre el salón donde la penumbra se ha derramado como gasas oscuras que se arrojan sobre un farol. La geografía aséptica de los muebles en territorios consensuados, la opacidad del color y los sonidos amortiguados, los pliegues en la silla que duran del asiento para una desesperanza que él intenta desaguar en estas letras o arrancar de aquellos “cielorrasos podridos”.

Piensa que su estado de ánimo, ¿ha dicho ánimo?, o su escaso valor, condescienden con la depresión que hace suya la congoja del día, la ausencia de luz, un punto álgido en la desmoralización de la rendida nada por querer hacerlo todo. El paro. La convalecencia. O todo es un cúmulo desmedido de reminiscencias invariables, el tedio de tantos días de lluvia. La nada, por hacer lo que fuera, en nada queda. Él, en seguida, un poco más convencido, bastante más engañado, sostiene desafiante su mirada al exterior donde declinan las ráfagas del chaparrón, tras el cristal de la ventana donde prosigue el suicidio de la legión de gotas en una caótica dispersión en el fragor de la batalla. Coge la manija del ventanal y con un movimiento brusco la sube hacia arriba. Un sonido metálico. Un crepitar seco. Abre las hojas acristaladas, para fugarse de la prisión de barrotes de lluvia en un nuevo despertar de su seducción por el otoño; los días como este o los de ayer o aquel de mañana, y en los que el cielo se cubre de nubes y de aguas las calles.

Sale al balcón. Alza la cabeza muy arriba. Sonríe. Solo quiere que las gotas frías de la llovizna toquen su rostro, lo penetren entero. 

F.J. CALVENTE

2 comentarios:

  1. "La geografía aséptica de los muebles en territorios consensuados, la opacidad del color y los sonidos amortiguados..." Me ha parecido una descripción sensacional, por su peculiaridad. Bonito y triste relato.

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    1. Aunque la descripción no hace al relato, a lo que significó para mí y a los que lo lean, agradezco que le haya gustado.

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